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Me acerqué con sigilo por detrás, la abracé, y ella apoyó sus manos sobre las mías en su hombro mientras yo le acariciaba el cuello y el pelo con la nariz. Fue entonces cuando le pregunté por la larga y ondeante marca de su costado izquierdo y ella me contó la historia del rayo.

Las negras siluetas de Kensington Gardens y Hyde Park lucían ensartadas por cordones de puntos lumínicos. A nuestros pies, cobijado en el patio delantero de la fachada del edificio que daba a Park Lane, un enorme árbol oscuro susurraba mecido por la brisa refrescante, sus tallos nuevos eran verdes y negros, llenos de vida, movimiento y promesas.

—¿Quién eres, Celia? Háblame de ti —dije a la oscuridad, al cabo de un rato—. Si quieres.

—¿Qué quieres saber?

—Todo.

—Todo resultaría aburrido, Kenneth. ¿Es que no lo sabes? Saberlo todo de alguien aburre.

—Sospecho que de ti no.

—Ya te lo dije: soy una mujer casada, un ama de casa, una oyente.

—Tal vez podrías empezar acercándote un poco más al inicio.

—Soy de Martinica. ¿Sabes dónde está?

—Sí.

—Mi padre era pescador, mi madre camarera. Tengo cuatro hermanos y cinco hermanas.

—Vaya, tus padres estuvieron muy ocupados. Eso de ser atletas sexuales es cosa de familia, entonces.

—Estudié idiomas, me hice modelo, me mudé a París primero y luego a Londres. Conocí a un hombre que creí que me amaba. —Titubeó—. Quizá no esté siendo justa con él. Él creía que me quería. Los dos lo creíamos.

—¿Tú le querías?

Tensó su cuerpo contra el mío, luego volvió a relajarse.

—El amor —dijo, como si al decirlo saboreara la palabra por primera vez, calibrando su significado en la boca y la mente—. No lo sé. —Giró la cabeza y dejó que su mirada se perdiera en las sombras de la habitación. Sus pestañas revolotearon contra la piel de mi hombro—. Le tenía cariño. Era amable conmigo. Me ayudó. Me ayudó mucho. Con ello no quiero decir que me casara con él por gratitud, pero creía conocerle y saber que sería un buen marido.

—¿Y lo es?

Se quedó callada un momento.

—Me trata bien. Nunca me ha pegado. Empezó a mostrarse distante cuando descubrí que no puedo tener hijos.

—Lo siento.

—La cuestión es que no importa si es un buen marido; lo importante es que es malo con otros. Suele decir que siempre se lo merecen, pero…

—¿Sabías que era así cuando te casaste?

Se quedó en silencio un momento.

—Sí y no. Lo sabía un poco. No quería saberlo todo. Debería haber querido.

—¿Piensas quedarte con él?

—Me daría miedo decirle que le dejo. Además, prácticamente toda mi familia trabaja para una de sus empresas, en la isla.

—Ah.

—Pues sí, ah. ¿Y tú, Kenneth?

—¿Qué es lo que no sabes ya por mis emocionantes y siempre precisos perfiles aparecidos en la prensa más prominente?

—¿Tu matrimonio? ¿Tu mujer?

—Me casé con una enfermera llamada Jude. Judith. La conocí en una discoteca entre un trabajo y otro, al poco de mudarme a Londres. El sexo era estupendo, compartíamos intereses, además de una robusta base común de ideas políticas con solo algunos puntos conflictivos (Jude creía en la astrología), teníamos grupos de amigos compatibles… y, desde luego, pensábamos que estábamos enamorados. En realidad ella no quería casarse, pero yo insistí. Yo me conocía; sabía que era muy probable que me descarriara o que quisiera hacerlo, serle infiel, así que elaboré un concepto aberrante según el cual, si me casaba, el hecho de haberle hecho la promesa solemne de renunciar a todas las demás, de haber aceptado un compromiso legalmente vinculante, me frenaría. —Hice una pausa—. Probablemente es la idea más loca de toda mi vida adulta y eso cuando, por consenso general, se acepta que el campo para la competencia es ancho y profundo. —Me encogí de hombros con cuidado de no rozarle en la cabeza, que apoyaba entre mi hombro y mi pecho—. Sin embargo, la engañé, ella lo descubrió, me pidió explicaciones, le juré que no volvería a pasar. Lo dije de verdad. Siempre era verdad. La cosa se fue repitiendo hasta que dejó de tener gracia. —Respiré hondo—. Ahora está bien, tiene una relación estable. Todavía la veo de vez en cuando.

—¿Todavía la quieres?

—No, señora.

—Todavía te acuestas con ella.

El cuerpo me dio una sacudida. Ella también debió notarla.

—¿Lo adivinas, Celia? ¿O esto va del rollo Obsesión mortal?

—Se puede decir que lo adivino. Se me da bien.

—Bueno, pues lo has adivinado. —Volví a encogerme de hombros—. No lo buscamos, simplemente ocurre… Por los viejos tiempos, supongo. Una excusa pobre, pero cierta. De todos modos, hace ya tiempo que no pasa.

—¿Y tienes novia fija?

—Sí. Una chica encantadora. Está un poco loca. Trabaja en una discográfica.

—Espero que no sepa nada. De lo nuestro. Espero que nadie lo sepa.

—Nadie lo sabe.

—¿No te importa? A algunos hombres les gusta fardar.

—A mí no. Y no, no me importa.

Normalmente quedábamos los viernes, pero no siempre. Nunca en fin de semana. Decía que era porque le gustaba escucharme antes en la radio. Pronto, con cada programa, empecé a preguntarme si estaría escuchándome. Más exactamente, si estaría escuchándome en una suite de ochocientas libras la noche, desvistiéndose lentamente en la oscuridad mientras una calefacción al máximo iba tostando hasta la última molécula de aire del lugar.

En diversas ocasiones, en especial los viernes, tuve que dejar plantado a más de uno. Ajo, un par de veces. La primera vez alegué una fiesta beoda y plañidera solo para hombres con un colega al que acababan de dejar; y sencillamente un olvido inducido por el alcohol en una barra libre durante una recepción, la segunda. Jo me gritó en ambas ocasiones, luego quiso sexo, cosa extraña. La primera vez conseguí apañármelas, pese a que me sentía a) escocido y b) culpable porque aún pensaba en Celia. La segunda vez fingí incapacidad causada por la borrachera. Empecé a concertar citas provisionales las noches de los viernes, nunca en firme.

Dondequiera que quedara con Celia, ella siempre estaba esperándome, casi siempre leyendo un libro, normalmente alguna novedad conocida: Dientes blancos, ¡Socorro, soy padre!, El diario de Bridget Jones. Una vez fue El príncipe, otra Madame Bovary y otra el Kama Sutra, que estaba leyendo en busca de ideas que en realidad no necesitábamos. En dos ocasiones fue Una breve historia del tiempo. La habitación —una suite— siempre estaba a oscuras y caliente. Solía haber algo para picar por si nos apetecía y champán excelente. Tardé un tiempo en darme cuenta de que las copas de las que bebíamos eran siempre las mismas y que siempre había una de más diferente. Celia traía las copas; eran suyas. Pareció complacerle que me hubiera fijado.

—¿Eras modelo, no?

—Sí.

—¿De qué? ¿De ropa?

Lanzó una carcajada a la cálida oscuridad.

—Ropa es lo que suelen pasar las modelos, Kenneth.

—¿Trajes de baño, lencería?

—A veces. Empecé con los trajes de baño, cuando una revista vino a la islas a sacar unas fotos y dos de las modelos tuvieron un accidente de coche. Así me abrí paso.

—¿Y ellas?

—¿Qué quieres decir?