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—¿Se abrieron algo? —Negué con la cabeza, sintiéndome estúpido—. Perdona…

—¿Las dos modelos? Sí, una se rompió un brazo y las dos se hirieron la cara. No creo que volvieran a trabajar como modelos nunca más. Fue terrible. No es la manera que yo habría elegido para iniciar mi carrera.

—Lo siento. No debería haber dicho nada.

—No pasa nada.

—¿Aparecías sobre todo en revistas francesas?

—Sí. Me temo que no tengo ningún book para mostrártelo.

—¿Cuál era tu nombre profesional?

—Celia McFadden.

—¿McFadden? —dije entre risas—. ¿Qué te llevó a adoptar un apellido escocés?

—Era mi apellido de soltera —dijo en tono sorprendido.

—¿Eres una McFadden de la Martinica?

—Mi tatarabuelo era un esclavo de Barbados. Le pusieron el apellido de su amo, que tal vez fuera también su padre biológico. Huyó y acabó en Martinica.

—Oh. Lo siento.

—No pasa nada —aseguró Celia encogiéndose de hombros—. Tú te cambiaste el tuyo, ¿verdad?

—Sí. De manera oficial no, solo para la radio. En el pasaporte todavía pone McNutt.

—¿McNutt? —Sonrió.

—Sí, con dos tes. «McLoco.» Así que esto —dije, cambiando de tema y acariciándole la cicatriz del rayo— ha aparecido en público, ¿verdad? ¿No era un problema?

—Tal vez un problemilla. Siempre tuve suficiente trabajo, pero estoy segura de que me hizo perder alguno. Pero no, no creo que llegara a verse.

—¿Qué hacían? ¿Lo tapaban con maquillaje?

—No. Sacaban las fotos del otro lado.

—Entonces, ¿todas tus fotos como modelo son del lado derecho?

—La mayoría. Aunque no todas lo parecen. Le dan la vuelta al negativo.

—Ah, claro. Por supuesto.

—A veces, cuando tenían que hacerlo por cuestiones de luz o de fondo, sacaban la foto desde la izquierda y yo colocaba el brazo de determinada manera y luego, si aún quedaba algo de cicatriz visible, la retocaban con aerógrafo. No cuesta nada. —Se encogió de hombros—. Es fácil disimular cosas.

Lo más tarde que se quedaba era hasta las diez de la noche. Yo podía quedarme más si quería, pero nunca lo hacía, y sabía que ella prefería que me fuera yo primero. Celia llegaba y se marchaba con el pelo oculto bajo una peluca —normalmente rubia—, unas gafas de sol grandes y ropa amplia y anodina.

En el Claridge había quitado la ropa de cama y cubierto la superficie y la docena de almohadas con pétalos de rosas rojas. Esa vez la mayoría de las luces estaban encendidas. Allí fue donde por fin me explicó su loca teoría acerca de su media muerte cuando la atravesó el rayo.

—¿Qué?

—Hay dos yoes. Soy dos. En mundos paralelos, distintos.

—Espera. Creo que conozco esa teoría. Es una idea simple pero de complejidades odiosas.

—La mía es muy sencilla.

—Ya, pero la real confunde como para perder la chaveta; de acuerdo con esa teoría, existen infinitos túes. Una perspectiva agradable, desde luego, excepto porque también hay… bueno, infinidad de yoes y de tu marido. Maridos. Lo que sea. ¿Ves qué lío?

—Sí, bueno —dijo moviendo una mano para quitarle importancia—. Pero para mí es muy simple. Morí a medias cuando me atravesó el rayo. En ese otro mundo también estoy medio muerta.

—Pero también medio viva.

—Igual que en este.

—¿De modo que te medio caíste por el acantilado en el otro mundo o no? —pregunté, decidido a tomarme con humor aquella locura evidente.

—Sí y no. Me caí, pero también aterricé de espaldas en la hierba, como en este.

—Así que en este mundo, aquí, ¿también te caíste por el acantilado?

—Sí.

—Y, sin embargo, te despertaste en la hierba.

—Esa parte de mí, sí. Esta parte de mí, también.

—¿Y en el otro mundo? ¿Qué? Si te despertaste sobre la hierba en este mundo, ella no pudo despertarse porque estaba muerta en el fondo del acantilado.

—No, ella también se despertó en la hierba.

—Entonces, ¿quién narices se cayó por el puñetero acantilado?

—Yo.

—¿Tú? Pero…

—Mis dos yoes.

—¿Tú y tú? ¿Qué, ahora eres rastafari?

Se rió.

—Las dos caímos por el acantilado. Lo recuerdo. Recuerdo verme caer y el ruido del aire y que las piernas corrían en el vacío y que no podía gritar porque no tenía aire en los pulmones y el aspecto de las rocas a medida que me iba acercando.

—¿De manera que te mató el rayo… te medio mató el rayo o la caída?

—¿Importa?

—No lo sé. ¿Importa?

—Quizá fueron las dos cosas. O las dos a medias.

—Me parece que a estas alturas deberíamos hablar ya de cuartos.

—Quizá con una sola cosa no habría bastado. Lo único que importa es que ocurrió.

—Sería inútil, supongo, sugerir que tal vez todo esto solo ocurrió en tu cabeza, como resultado de una descarga de noventa mil voltios que te atravesó el cerebro y el cuerpo entero, ¿verdad?

—¡Pero claro que no es inútil! Si eso es lo que necesitas creer para que lo que me ocurrió cobre sentido según tu mentalidad, entonces sin duda es lo que debes creer.

—No quería decir eso exactamente.

—Sí, ya lo sé. Pero, verás, cuando ocurrió era yo la que estaba allí, no tú, cariño.

Exhalé un largo suspiro.

—Vale. Así que… ¿Cuáles son los síntomas de que estás medio viva en este mundo… y en el otro? A mí en este mundo me pareces completa, incluso me arriesgaría a decir que llena de vida. Sobre todo me lo has parecido hace diez minutos. Ah, aunque, claro, está eso que los franceses llaman «la pequeña muerte». Aunque tú no te refieres a eso, ¿verdad? Pero volvamos a los síntomas. ¿Qué te hace sentir que estás medio viva?

—Que lo sentí.

—Bien. No, no; bien, no. No lo pillo.

—Lo siento como algo obvio. En cierto sentido siempre lo he sabido. Leer sobre universos paralelos solo le dio sentido a esa sensación. No me dio más seguridad en lo que sentí y no alteró lo que sentí ni lo que creía, pero me ayudó a poder explicárselo a otros.

Me reí.

—¿Así que lo que hemos estado hablando estos cinco minutos es después de que fuera más fácil de explicar?

—Sí. Más fácil. Pero no fácil. Quizá sería más correcto decir «menos difícil».

—Sí.

—Creo que quizá todo cambie con mi próximo cumpleaños —dijo asintiendo muy seria.

—¿Por qué?

—Porque el rayo me alcanzó el día que cumplía catorce años y en mi próximo cumpleaños haré veintiocho años. ¿Entiendes?

—Sí, ya veo. Dios mío, tu aberrante sistema de creencias personal se contagia. Supongo que todos son contagiosos. —Me incorporé en la cama—. Quieres decir que el día que cumplas veintiocho años, el próximo abril…

—El cinco de abril.

—¿Qué pasará?

Se encogió de hombros.

—No lo sé. Puede que nada. Puede que me muera. Puede que muera mi otro yo.

—¿Y si muere tu otro tú?

—Estaré viva del todo.

—¿Cosa que se manifestará en…?

Sonrió.

—Bueno, a lo mejor decido que te quiero.

La miré fijamente a los ojos. Entonces me pareció que tenía la mirada más directa y decididamente sincera que jamás hubiese visto. No ocultaba la menor traza de humor, nada de ironía. Ni siquiera de duda. Desconcierto, quizá, pero no duda. Creía realmente lo que decía.

—Ahí tienes un gran pequeño mundo del que todavía no hemos hablado.

—¿Por qué deberíamos hablar de eso? —preguntó.

Me pregunté qué quería decir. Podría haber ahondado en el tema, pero entonces Celia volvió a encogerse de hombros y sus pechos inmaculados se movieron de tal manera que en este mundo y seguramente en el otro también lo único que pude decir fue: