—Ven aquí.
En el Meridien Piccadilly, al descubrir que la suite tenía cocina, se había acercado a Fortnum and Mason y había comprado lo necesario para preparar una tortilla al azafrán. Esa vez estuvo probando diferentes conjuntos de lencería, así que, por extraño que parezca, acabé asociando el olor a huevos en la sartén con aceite de oliva con un corpiño y unas medias.
Recibí la bandeja que me trajo a la cama con risas.
—¿Qué? —preguntó.
—Me malcrías —dije, al tiempo que ella subía a la cama de un salto y se sentaba sobre las piernas dobladas. Cogió un tenedor. Señalé la comida y luego a ella—. Esto… es la fantasía de cualquier hombre.
—Bien. —Repasó la habitación a oscuras con la vista y luego me miró y sonrió—. Por mi parte tampoco hay ninguna queja.
—¿Crees que podrías dejarme pagar un día por una de estas visitas conyugales? ¿O incluso llevarte de fin de semana por ahí?
Negó rápidamente con la cabeza.
—Así es mejor. —Dejó el tenedor—. Esto tiene que quedar fuera de la vida real, Kenneth. De ese modo podremos seguir con esto. Nos exponemos menos. Nos arriesgamos menos. Y, como ocurre al margen de nuestra vida normal, tiene menos conexión con cualquier cosa de la que podamos charlar con otros. Es como un sueño, ¿verdad? Así es menos probable que nos delatemos. ¿Comprendes?
—Sí, claro. Ha sido solo un retazo residual del orgullo masculino de vieja escuela, eso de querer pagar algo. Pero no pasa nada; me apetece bastante lo de ser un tipo mantenido a intervalos.
—Me gustaría que pudieses sacarme por ahí —dijo, sonriendo al pensarlo—. Me encantaría sentarme contigo en una cafetería viendo pasar a la gente. Salir a almorzar, sentarnos en una terraza junto al río, al sol. Que me llevaras al teatro o al cine o a bailar. Sentarme en la playa contigo, quizá, bajo una palmera. Cruzar una calle los dos juntos, cogidos de la mano. A veces sueño con estas cosas, cuando estoy deprimida. —Apartó la vista, luego volvió a mirarme—. Luego pienso en esto. En la siguiente cita. Eso lo arregla todo.
Volví a mirarla a los ojos, sin saber qué decir.
Sonrió, me guiñó un ojo.
—Se va a enfriar. Cómetela.
En el Lanesborough pasamos horas en un baño grande y tenebroso, experimentando con diversas cremas y lociones; vació un frasco de Chanel N.° 5 en la espuma de baño y se me quedó el olor durante tres días.
—¿Qué haces, Ceel?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué haces para pasar el tiempo? ¿Cómo es tu vida?
—No estoy segura de que deba contártelo. Se supone que esto está separado de nuestra vida real, ¿recuerdas?
—Me acuerdo, pero decir en qué consiste un día tuyo cualquiera no va a cambiar gran cosa.
—Hago lo que se espera que hagan las mujeres de hombres ricos. Voy de compras y salgo a comer.
—¿Tienes amigos?
—Algunos. Amigos diferentes para cosas diferentes. Algunos para comprar y comer, otros del gimnasio, otros para patinar sobre hielo…
—¿Sabes patinar?
—Un poco. No muy bien. Tengo un par de amigas de los tiempos en que fui modelo que ahora también están casadas o emparejadas con ricos. Solo dos viven en Londres. Voy a París a visitar a otras amistades y a un hermano. Ahora con el tren es muy cómodo.
—¿Vas mucho a París?
—Varias veces al año. A veces voy con John. Normalmente él viaja solo. Sale de viaje a menudo; por Europa, Sudamérica. Yo voy sobre todo a París. A John no le gusta que duerma fuera de casa a menos que sepa dónde me alojo. En París no hay problema porque me alojo con mi hermano, que trabaja para John y vive en un piso de la empresa.
—¿A qué se dedica tu hermano?
Me miró. Fue una de las escasas ocasiones en las que me miró algo enfadada.
—A nada malo —dijo en tono seco.
—Vale. —Levanté las manos—. ¿Tienes amigos íntimos?
Miró para otro lado.
—La mayoría de las mujeres de mi edad tiene hijos y eso nos distancia. —Se encogió de hombros—. Llamo por teléfono a mi familia todos los días, a la isla. Y vienen a visitarme. —Hizo una pausa—. No tanto como quisiera.
(Más tarde, mientras ella estaba en el baño, vi su bolso Bridge sobre una silla y el teléfono móvil dentro de la pequeña cueva de cuero marrón con una luz verde parpadeando lentamente. Tenía que ser el teléfono móvil que conocía solo como «Desconocido». Observé la tenue luz verde durante unos cuantos latidos más de su corazón de silicio.
Si la mirabas fijamente, casi desaparecía. La veía mejor con el rabillo del ojo.
Me tragué un poco de orgullo, por no mencionar algunos principios, y rodé rápidamente sobre la cama y saqué el refinado Nokia. Yo había tenido un modelo similar, algo más grande, dos cambios de móvil atrás, y sabía acceder al número del propietario. Lo garabateé en un trozo de papel del hotel y guardé la nota en un bolsillo de la chaqueta antes de devolver el móvil al bolso, mucho antes de que Celia reapareciera. Por precaución, me dije a mí mismo. Por si alguna vez necesitaba avisarla de algo; como una amenaza terrorista de la que nos enteráramos en la sala de redacción pero que no pudiéramos radiar para no provocar el pánico… Sí, para casos así, me dije.)
En el Berkeley, Celia había traído drogas y tuvimos tiempo para una sesión frenética de sexo encocado y para hacer el amor despacio, emporrados.
—No sabía que fumaras.
—Mais non! ¡Si no fumo! —dijo entre risillas y toses.
Un poco después, tumbados entre la bruma química de la saciedad de drogas, con las extremidades extendidas tal como habían quedado después de hacer el amor, contemplé una manchita de luz —el resultado de un rayo de sol que penetraba la alta caída de las cortinas cerradas desde el centro mismo de su cima— moverse lentamente por las sábanas blancas hacia el brazo izquierdo de Celia. Adormilado, seguí con la vista fija en aquella moneda líquida de color amarillo mientras Ceel iba cayendo en un sueño plácido y sonriente. La burbuja luminosa del tamaño de un huevo se deslizaba suavemente por la piel color café, lenta como la manecilla de las horas en un reloj y reveló las minúsculas cicatrices con varios años de antigüedad dispersas sobre la carne por encima de las venas de la mitad superior del brazo y la parte interna del codo.
Era como un chaparrón de marcas, pálidas pecas en forma de lágrima minuciosamente dibujadas sobre la tersa superficie de su piel dorada.
La miré a la cara, apoyada a medias en la almohada, con una sonrisa de felicidad dirigida a la oscuridad de la suite, y luego volví a mirarle el brazo. Pensé en el tiempo que había pasado en París, y en Merrial y la mala situación de la que le había ayudado a escapar. Decidí que nunca diría nada si ella no lo mencionaba primero.
Bajo la luz, bajo la piel, su sangre latía lenta y fuerte y me la imaginé, avisada detalladamente por aquella pequeña luz, maldiciendo por todo el cuerpo de Celia mientras rememoraba, inconsciente y ciega, los recuerdos de un éxtasis químico y venenoso.
Alguna vez traté de seguirla, de adivinar dónde vivía o sencillamente qué hacía después de nuestras citas. En el Landmark había un bar con vistas a la recepción. Me senté allí y fingí que leía. Antes había mirado en el bolso de Celia qué peluca llevaba ese día y en el armario con qué ropa había llegado; un traje gris, cuidadosamente colgado sobre unas bolsas de Harvey Nics. Me senté y vigilé con suma atención, pero no la vi. No sé si tenía más de una peluca o si simplemente bajé la vista en el momento equivocado y ella había salido muy rápido porque la habitación estaba pagada o qué, pero me quedé allí sentado durante una hora y media, bebiendo whisky y mordisqueando galletas de arroz hasta que la vejiga me apartó de mi puesto de vigilancia.