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Bueno, era solo otra de esas cosas que desearías borrar de la realidad. Supuse que los dos habíamos hecho cuanto habíamos podido por olvidarlo y que solo el tiempo había suavizado la culpa; pero a veces, cuando Emma y yo nos mirábamos a los ojos, tenía la impresión de que hubiera ocurrido ayer y los dos teníamos que desviar la mirada. Yo vivía con el miedo intermitente a que Craig lo descubriera.

Supongo que era parecido pero diferente a cuando Jude y yo nos acostábamos. Y era otra relación de la que no podía hablar con nadie. Puestos a pensar en ello, por una u otra razón, no podía hablar de la mayoría de mis relaciones/líos/comoquiera que se llamen. Desde luego no podía hablar de la otra importante; la relación con Celia —Celia la esbelta, Celia la sexy, Celia la de ropa ajustada como un precinto—. Joder, alguien poco profundo podría sacar la conclusión al revisar mi vida privada de que me gustaba cierto riesgo en mis devaneos, pero esa relación en particular no solo era peligrosa, de esa relación podría haber salido herido de gravedad o algo peor.

En mis peores momentos se me ocurrió alguna vez que estos enredos —al menos uno de ellos— acabarían conmigo.

—Hacía tiempo que no nos veíamos. —Emma estaba inclinada hacia mí, hablando en voz baja, una voz que casi se perdía en el alboroto de la fiesta.

—He tenido una temporada muy frenética.

—Apuesto a que sí. He visto a Jo salir hecha una furia.

—Bueno, no; no estaba furiosa exactamente. Tampoco es que se haya ido paseando, te lo aseguro. Ha sido algo intermedio; indignación, más bien.

—¿Por algo que hayas dicho?

—Curiosamente, no. No, era indignación relacionada con el trabajo, o furia. ¿Dónde está Craig?

—Ha ido a recoger a Nikki. —Consultó el reloj de pulsera—. Debería estar al caer.

—¿Y cómo está esa preciosa…?

—Bueno —interrumpió Emma—. ¿Qué tal va el programa?

—¿Tienes que preguntarlo? —Fingí sentirme herido—. ¿Es que ya no lo escuchas?

—Me perdisteis como oyente cuando empezasteis a machacar con eso de que solo los criminales deberían tener armas.

—No decíamos eso exactamente.

—Quizá debisteis ser más claros. ¿Qué decíais?

—No me acuerdo —mentí.

—Sí que te acuerdas. Decíais que los criminales deberían ir armados.

—¡Que no! Lo que yo decía era que la idea de que si quitas las armas a la gente normal que acata la ley entonces solo los criminales estarían armados es un argumento idiota para permitir el uso de armas.

—¿Por qué?

—Porque es la gente normal que respeta la ley la que se vuelve loca y entra en un colegio y abre fuego contra los niños de la clase; comparado con eso, los criminales hacen un uso responsable de las armas. Para ellos un arma es una herramienta, algo que tienden a usar contra otros criminales, diría yo, y no contra un gimnasio lleno de niños de menos de ocho años.

—Dijiste que los criminales deberían ir armados, y te estoy citando. Te oí.

—Bueno, pues si lo dije, solo exageraba para conseguir un efecto cómico.

—No creo que sea…

—Probablemente no escuchaste el desarrollo de la idea. Decidimos que únicamente los extrovertidos y los chalados deberían tener armas, criminales o no. Porque siempre son los más tranquilos los que pierden la chaveta. ¿No te habías fijado nunca? Los vecinos, asombrados, dicen siempre lo mismo: era un tipo muy tranquilo, preocupado solo por sus cosas… Así que las armas para los chiflados. Tiene sentido.

—Ni siquiera eres coherente; antes solías decir que todo el mundo debería ir armado.

—Emma, soy un polemista profesional. Es mi trabajo. De todos modos, he cambiado de opinión. Me di cuenta de que estaba del mismo bando que la gente que argumentaba que Estados Unidos e Israel eran oasis de paz y tranquilidad porque allí todo el mundo iba armado hasta las cejas.

Emma resopló.

—Bueno —dije, moviendo la mano con la que no sostenía la copa—, la estadística no es tan clara. En Suiza también tienen montones de armas y no muchos crímenes con armas de fuego.

Emma observó su bebida mientras la hacía girar en el vaso.

—En Estados Unidos no durarías ni un minuto —murmuró.

—¿Qué? —pregunté, desconcertado.

—Te pegarían un tiro.

—¿Qué? —me reí—. Nadie disparó a Howard Stern.

—Pensaba en maridos celosos, novios, ese tipo de gente.

—Ah. —Apuré el whisky—. Es un argumento completamente diferente. —Me levanté—. ¿Te traigo algo de beber?

En la larga y relumbrante galería que servía de cocina, Faye barría un vaso roto del suelo de pizarra. Los del servicio de comidas desempaquetaban más manjares de neveras portátiles. Me colé por entre un grupo de gente que conocía vagamente de mis amistades en el mundo de la publicidad, saludando aquí y allá, sonriendo y dando palmaditas y entrechocando las manos que me tendían.

Kul estaba recostado contra la nevera SMEG de color morado mientras un trajeado con cara enrojecida y un maletín delgado en la mano le daba golpecitos en el pecho.

—… nosotros esta tarde trabajamos, ¿sabes? —estaba diciendo el trajeado—. Tenemos reuniones.

Kul se encogió de hombros.

—Yo monto conciertos, tío. Trabajo los fines de semana. Hoy era el primer día que los dos teníamos libre.

—Bien, vale, esta vez pase —dijo el trajeado acalorado, balanceándose—. Pero que no vuelva a ocurrir. —Se rió en voz alta.

—Ja, ja —rió Kul.

—Sí, que no vuelva a ocurrir —repitió el trajeado, encaminándose a la puerta principal—. Nada, hombre, ha estado genial. Fantástico. Gracias. Gracias por invitarnos. Ha sido brillante. Espero que seáis muy felices.

—Gracias por venir. Cuídate —le contestó Kul.

—Sí, gracias. Gracias. —El trajeado chocó con alguien y derramó la bebida—. Perdón, perdón.

Dio media vuelta tambaleante para despedirse de Kul, que ya se había girado y se dirigía al espacio principal del loft. Me serví un poco más de Glen Generic antes de descubrir que alguien había traído una botella de añejo Laphroaig, así que abandoné el primer vaso y me serví otro del segundo y fui a la nevera a por agua.

—Hola, Ken.

Cerré la puerta de la nevera y vi a Craig, mi mejor amigo oficial (escocés). De habitual, sonrisa tímida y aspecto descuidado, con ropas gastadas; gafitas redondas bajo el cráneo afeitado. Cuando Craig todavía tenía pelo, era negro como el mío; tal vez un poco más rizado. Siempre habíamos tenido una complexión similar, media tirando a delgada, y desde el tercer año de instituto yo era unos cinco centímetros más alto. Solían tomarnos por hermanos, algo que los dos considerábamos que halagaba al otro de forma inmerecida. Teníamos los ojos diferentes; los suyos eran castaños y los míos azules. Junto a Craig estaba su hija Nikki, manteniendo el equilibrio sobre un par de muletas. Me llevó unos segundos hacerme una composición de lugar.

No había visto a Nikki desde hacía más de un año, cuando todavía iba al colegio y era desgarbada, torpe y se ponía colorada. Ahora era igual de alta que su padre y tan guapa como su madre. Tenía una larga melena caoba y brillante que ocultaba solo a medias un rostro pálido y delgado que traslucía salud y juventud.

—¡Craig! ¡Nikki! —dije—. Chica, estás estupenda. —Miré la pierna recién enyesada que colgaba en ángulo de sus vaqueros de pata ancha—. Pero te has roto la pierna.

—Fútbol —dijo ella, encogiéndose de hombros como pudo.