Al cabo de un mes volví a intentarlo, sentando en una cafetería frente al Connaught. Tampoco la vi, pero a la hora o así recibí una llamada en el móvil.
La pantalla decía «Desconocido». Oh, oh.
—¿Diga?
—Vivo en Belgravia. Normalmente voy a casa directamente. A veces voy de compras un rato. Casi siempre a librerías. ¿Sigues ahí?
—Ajá. Todavía estoy aquí —dije. Respiré hondo—. Lo siento.
—Serías un espía muy malo.
—Sí. —Suspiré—. No es…
—No es… ¿qué?
—No es una obsesión rarita. O sea, no tienes por qué preocuparte. No te acecho ni nada por el estilo. Me interesas. Me intrigas. Tenemos… tanta intimidad y sin embargo, bueno… somos unos desconocidos. No nos conocemos.
—Siento que tenga que ser de este modo. Pero así son las cosas. ¿Lo aceptas?
—Sí, por supuesto.
—No volverás a hacerlo, ¿verdad? Por favor.
—No, no lo volveré a hacer. ¿Estás enfadada conmigo?
—Más bien me siento halagada. Pero aún más, alarmada. No vale la pena arriesgarse.
—No volverá a ocurrir. Pero…
—¿Qué?
—Ha valido la pena solo por esta llamada.
Se quedó callada un momento.
—Eres muy dulce —dijo—. Tengo que colgar.
Al Ritz llevé algunos éxtasis. Nos tragamos las pastillas con champán, escuchamos algunos discos de chill-out que me había pasado uno de los colegas DJ de Ed y nos dedicamos al folleteo sublime y extasiado hasta que empezaron a dolerme las pelotas de tanto vaciarlas.
—Nunca me preguntas sobre John.
—Es verdad.
—¿Le odias?
—No. No le conozco. No le odio porque sea tu marido. Si es una especie de capo del crimen, supongo que en principio debería odiarlo por ser quien es, pero no logro reunir el entusiasmo que requiere la cuestión. Quizá me he tomado muy a pecho la idea esa tuya de separar lo nuestro de la vida real. O quizá lo que ocurre es que no me gusta pensar en tu marido.
—¿Alguna vez me odias a mí?
—¿Odiarte? ¿Estás loca?
—Estoy con él. Me casé con él.
—En ese aspecto, creo que te concederé el beneficio de la duda.
Esa fue la ocasión en la que me tragué más orgullo y rebusqué en su monedero. Creo que más o menos esperaba encontrar un fajo gordo de billetes, pero apenas llegaban a las cien libras. Se me había ocurrido que Celia no querría pagar las facturas de los hoteles con tarjeta de crédito ya que trataba de mantener el asunto en secreto. No encontrar un montón de mugrientos billetes de veinte me dejó perplejo. Solo más tarde pensaría que tal vez Celia pagaba en metálico pero al entrar en el hotel, no a la salida.
(Ese fue el intervalo más largo, el de después del Ritz. Su marido iba a llevarla un mes de vacaciones por Australia y Nueva Zelanda y Jo y yo pasamos una quincena visitando las pirámides de Egipto y buceando en el mar Rojo. Mientras Celia estaba fuera cometí el error de ir a ver una película titulada Intimidad sobre una pareja que queda de vez en cuando en un sórdido piso para acostarse juntos y siguen siendo unos extraños. Probablemente la película fuera buena, al estilo cine de autor británico, pero la odié y salí de la sala a media proyección, algo que no había hecho en la vida. A veces sacaba el móvil y buscaba el número de Celia en la agenda, y me sentaba y me quedaba mirándolo durante minutos hasta que se apagaba la luz de la pantalla. Contagiado por la cautela de Celia, ni siquiera había entrado su nombre en la memoria del móvil, en la tarjeta SIM, solo el número. En lo referente a mi móvil, Celia era solo Ubicación 96.)
Una noche en el Savoy, entre espejos e inmensos espacios dorados y color crema, en una suite con vistas por encima del oscuro río a la iluminada mole del Festival Hall, Celia había apagado las luces y abierto las cortinas. Colocó una silla pequeña delante de las grandes ventanas abiertas. Me hizo sentar allí, con las pelotas al aire, lamido dulcemente y dolorosamente erecto, luego se sentó a horcajadas sobre mí, mirando al mismo lado, los dos de cara a las nubes marrones y las pocas estrellas que brillaban entre ellas, mientras los ruidos y olores del verano urbano entraban por las puertas de cristal abiertas.
—Así —dijo, colocando mis manos de modo que la atrapé en una llave de cabeza.
—Mamma mia.
—Bueno, ¿cuál es el problema? En esencia tienes la aventura perfecta. Sexo perfecto.
—No lo sé. Bueno, el sexo en sí… Joder, sí. Pero… no sé.
Craig y yo estábamos sentados en su salón, viendo fútbol en la tele. Estaban en el descanso; hora de que los hombres hablaran. Después de mear, claro. Nikki estaba en su cuarto, dos plantas por encima, escuchando música y leyendo. Le había contado a Craig lo mínimo posible de mis encuentros ocasionales con Celia.
Normalmente habría compartido este tipo de asunto con Ed, quien tenía el mérito de llevar —con extraordinario éxito— un estilo de vida que conseguía que, en comparación, el mío pareciera reducirse al celibato, pero el problema era que le había preguntado por el señor Merrial el día del Hummer y no estaba completamente seguro de no haber mencionado que también había visto a la esposa y —pese a ser consciente de estar comportándome como un paranoico— tenía la impresión de que Ed podía sumar dos y dos y bueno, desmayarse.
Quizá el hecho de que Celia hubiese adivinado que Jude y yo todavía nos acostábamos de vez en cuando me había asustado un poco.
—Míralo con objetividad —dijo Craig—. Quedas con esa mujer misteriosa a la que describes como la más bella con la que jamás te hayas liado. Siempre os encontráis en circunstancias, en entornos que describes entre «muy bonitos» y «sibaritas», en los que la matas a polvos…
—Ya, pero eso no quita que estoy metido en una relación en la que lo mejor que puede ocurrir es que vaya apagándose lentamente, con tristeza… ¿Qué?
—Oh, mierda.
—¿Qué?
—Eso.
—¿Qué?
—Cuando he dicho «la matas a polvos».
—Sí…
—Te has estremecido. Bueno, ha sido un tic de la mejilla.
—Nunca… ¿Sí? ¿De veras? Oh. Vale. Bien. ¿Y?
—Eso significa que te estás enamorando de ella. Ahora sí que tienes un problema.
El asunto de Última hora avanzaba a trompicones. La cosa se volvió frenética e hiperbólica pasados uno o dos días de la reunión con Debbie, la directora de la emisora, de ese modo en que a veces tiende a ocurrir con cualquier trivialidad: con largas llamadas telefónicas urgentes a todas horas e incluso en fin de semana, misivas y mensajes de voz volando en todas direcciones entre Channel Four, Capital Live!, productores varios, ayudantes, secretarias, asistentes, agentes, abogados y personas cuyo trabajo parecía consistir meramente en telefonear para decir que necesitaban hablar con alguien urgentemente, acaparando entre todos una porción significativa de la capacidad telefónica móvil y fija de la ciudad en un intento por preparar para la tarde del lunes esa muestra increíblemente vital de televisión controvertida, desafiante, arriesgada, excitante, histórica.
Entonces, por supuesto, cuando todos los implicados se habían ido animando hasta el borde de la locura, alcanzando un grado de expectación desorbitado y un frenesí que hacía castañear los dientes, todo se fue al garete.
Hasta yo me había puesto como loco, y eso que soy el señor Cínico Total para estas cosas después de años de que la gente me haya venido con que tienen un proyecto estupendo para meterme en la tele y que están entusiasmados con eso de añadir una nueva dimensión a mi trabajo y que luego no pase nada.
—Me estás diciendo que no va hacia delante.