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—Se pospone —dijo Phil en tono cansino, dejando el móvil en la mesa de madera arañada.

Estábamos en la cantina de Capital Live!, en la planta de debajo del despacho de Debbie, desayunando temprano. Eran poco más de las siete. Habíamos llegado pronto para grabar una edición especial del programa y poder así acudir a tiempo a los estudios de Última hora para la grabación (habían renunciado a la idea original de emitir el debate en directo).

Me vibró el móvil en el cinturón. Consulté la pantalla. Mi agente.

—¿Sí, Paul? —contesté—. Sí, me acabo de enterar. Sí, lo sé. Yo también. La puta historia de siempre. Sí… Blablablá y luego megablá. Sí, cuando lo vea. Probablemente no hasta que lo vea en el número treinta y siete de «Los cien momentos más embarazosos de la televisión». Sí, ya veremos. Vale. Tú también. Adiós.

Me recosté en la crujiente flexibilidad de la silla de plástico marrón y tamborileé con los dedos sobre la mesa, contemplando mi tostada con mermelada y la taza de té con leche.

—Míralo por el lado bueno —dijo Phil—. Te habrían obligado a ir cuatro horas antes y te habrían hecho otra de esas entrevistas previas a la entrevista real en las que un investigador jadeante y un apellido famoso, recién salido de la academia, te acribilla a preguntas para descubrir cuáles son las buenas y tú las contestas con frases realmente buenas y frescas y luego te vuelven a hacer las mismas preguntas en el programa de verdad y todo suena a viejo y gastado porque ya has contestado antes y tienes las preguntas aburridas, y durante la grabación tienes que responder a esas mismas preguntas por tercera o cuarta vez porque alguien tira un elemento del decorado o tienen que volver a empezar desde el principio, de manera que aún suena todo más viejo y gastado. Además te grabarían durante más de tres horas para usar solo un par de minutos y te olvidarías de quitarte el maquillaje y los trabajadores te mirarían raro por la calle y luego la gente cuya opinión respetas se habría perdido la emisión o no querrían comprometerse cuando les preguntaras qué les había parecido, y la gente que desprecias telefonearía para decirte que les ha encantado y los periódicos que odias desestimarían tu participación o te dirían que deberías limitarte a lo que se te da bien, aunque tampoco tan bien, y te pasarías semanas deprimido y malhumorado.

Probablemente la diatriba más larga de Phil; demasiado relajada para considerarla un sermón. Le miré.

—Bien. ¿Cuándo te han dicho que es posible que grabemos?

—Ah, mañana —sonrió.

—Vete a la mierda.

—No. —Phil se recostó en la silla, bostezando y desperezándose—. Según Moselle, mi nueva amiga íntima en Winsome, con suerte grabamos este año. Se han replanteado todo el formato después de los atentados del once de septiembre. —Se rascó la cabeza—. Al final resulta una buena excusa para casi todo.

—Ya.

Respiré hondo. Jugueteé con la tostada y removí el té, que estaba ya más que revuelto. Una parte de mí se sentía profundamente aliviada. Se me había ocurrido una gran idea para el programa si me sentaban con el tipo que negaba el Holocausto y todavía me entusiasmaba tanto como me asustaba. Ahora no tendría que llevarla a cabo y que fuera lo que Dios quisiera, ni tenía que acobardarme y no llevarla a la práctica y maldecirme durante el resto de mis días por ser un chismoso triste, pusilánime y cagado. De hecho, justo la clase de chismoso triste (etcétera) que se sentiría tan aliviado como ahora me sentía yo de no tener que decidir lo que hacer, al menos por un tiempo y quizá, tal como solían ir estas cosas, nunca.

Tiré la cucharilla del té y me levanté.

—Ah, venga, vamos a hacer el programa de las narices.

Phil consultó su reloj de pulsera.

—No podemos. Judy T. estará en el estudio hasta y media.

Volví a sentarme, como un fardo.

—Joder —dije con elocuencia y apoyando la cabeza en las manos—. Joder joder joder joder joder joder.

5. DECLARACIÓN DE INTENCIONES

—Sí, solo quisiera decir si no te parece que todos esos euroescépticos deberían llamarse eurófobos.

Phil y yo pusimos los ojos en blanco. Me incliné muy cerca del micrófono. Este gesto produce el efecto, bastante universal, de hacer que la gente baje la voz, y yo no era ninguna excepción. Debía sonar como si estuviera hablando solo para el oyente.

—Verás, Steve, hablamos de todo eso hace dos años, en el programa nocturno, y, si lo recuerdas, organizamos una especie de Grandes Éxitos del Programa Nocturno durante la primera semana de emisión diurna en la que esa cuestión se tocó, hum, algunas veces. Imagino que te acabas de incorporar a la audiencia, Steve.

—Oh. Perdón. Sí. —Steve se bloqueó—. Es genial —atinó a decir—. Seguid así.

—Ése es mi lema, Steve —dije con una sonrisa y recostándome de nuevo—. Gracias por llamar.

Di paso a la siguiente llamada, que según la pantalla correspondía a un tal señor Willis, de Barnet. Tema: Europa y la lepra (Kayla podría ser la definición misma de ayudante, pero su mecanografía debía más al enfoque propio del bombardeo por saturación que cualquier otro concepto de selección de objetivo de precisión).

Señor Willis. Sin nombre de pila. Eso ya te decía mucho, incluso antes de saludar al tipo.

—Señor Willis —dije resueltamente—. Soy el señor Nott. ¿Qué quiere decir?

—Sí, simplemente me preguntaba cómo un individuo aparentemente inteligente como usted tiene tanta prisa por deshacerse de la libra y unirse a una moneda que no ha dejado de caer desde que entró en circulación.

—No tengo ninguna prisa, señor Willis. Como la mayoría de los británicos pienso que ocurrirá antes o después, de modo que la cuestión se reduce a dilucidar qué es mejor, cuándo es mejor, pero no afirmo conocer la respuesta. Lo que digo es que todo es economía y política y que no deberían mezclarse cuestiones sentimentales, porque la libra esterlina solo es dinero, como cualquier otra divisa. Si los alemanes pueden renunciar al marco, está claro que nosotros podemos dejar de emplear trocitos de papel con una estampa de la cabeza de la reina.

—Pero ¿por qué deberíamos hacerlo, señor Nott? Ocurre que muchos de nosotros creemos que la libra es importante. Queremos la libra esterlina.

—Mire usted, señor Willis, la libra la perdió usted… fuese lo que fuese, hace treinta años. Voy a recordarle algo; la libra, la libra de verdad, constaba de doscientos cuarenta peniques; un tercio de libra eran…

—Sí, pero…

—… Teníamos monedas de tres peniques, de seis peniques, chelines, florines, medias coronas, medios peniques, billetes de diez chelines…

—Ya lo sé…

—Y si eras elegante, guineas. Todo eso desapareció en los años sesenta y fue el final de la libra esterlina. Lo que tenemos ahora es, básicamente, un dólar británico, de modo que ¿a qué viene tanto refunfuñar?

—Querer conservar una parte importante de nuestra cultura británica con orgullo no es refunfuñar. Soy miembro de una organización…

Miré a Paul al otro lado de la mesa y abrí las manos. Él simuló cortarse la yugular. Asentí.

—Señor Willis —dije, bajando su voz—, voy a darle una pista muy útil; ataque el euro en base al tipo de interés. Un tipo de interés único para todo el Reino Unido apenas tiene sentido, no digamos ya para los veinticinco miembros que formarán la Unión Europea, a menos que quiera imponer niveles absurdos de movilidad laboral y un fondo de compensaciones regionales centralizado mucho mayor.

—Mire, no luchamos y ganamos la Segunda Guerra Mundial para…

—Ha sido muy interesante charlar con usted, señor Willis. Adiós. —Miré a Phil al tiempo que cortaba al señor Willis—. ¿Se nos cuelan las cartas al director del Daily Mail o qué?