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—A mí me parece alentador que lleguemos a una gran variedad de oyentes de diversas edades, opiniones y procedencias culturales y étnicas, Ken —dijo Phil acercándose al micrófono.

—Phil Ashby, oyentes. La voz de la razón. Cantando en armonía con el himno Declaración de Intenciones de la Empresa.

—Ése debo de ser yo. Hola —saludó Phil pegado al micro—. ¿Quién es nuestra siguiente llamada?

—Otro Steve, de Streatham. —Según la pantalla, quería hablar sobre Ezcocia, Europ. y la Unión.

—Hola, Steve de Streatham.

—¿Qué tal, Ken? ¡Pasa, tío! —gritó una voz grave.

Miré a Phil y bizqueé.

—Steve, creo que estás maltratando al micrófono del móvil. Estoy seguro de que si lo devuelves pronto a su dueño no presentará cargos.

—¿Qué? ¡Ah! Ja, ja, ja. No, tío, es mío.

—Bueno, bravo por ti. Y ¿por las mientes se te pasa…?

—¿Qué?

—¿Qué quieres decir, Steve?

—Ah, sí, ¡no quiero ser europeo!

—¿No? Bueno. Entonces, ¿a qué continente deberíamos enganchar las islas Británicas?

—No, ya sabes a qué me refiero.

—Eso creo. Bueno, pues vota en contra cuando tengas ocasión.

—Ya, pero de todos modos ocurrirá, ¿verdad?

—Eso me temo. Se llama democracia. —Apreté el botón de efectos especiales para risas falsas.

—Ya, pero la cosa es que la culpa es vuestra, tío, de los escoceses.

—Ajá. ¿Por alguna razón en particular, Steve, o es algún prejuicio anticaledonios generalizado?

—Sí, bueno, el gobierno es todo escocés, ¿no? El Partido Laborista. Son todos escoceses, ¿no?

—Un gran porcentaje de los altos cargos sí, Steve. Nuestro queridísimo líder en persona, nuestro prudente canciller es escocés…

—Peor aún, es del Fife —interrumpió Phil.

—No, Phil, lo siento —dije.

—¿Qué? —preguntó Phil.

—Sí —convino Steve—, eso es lo que…

—Un momento, Steve. Estaré contigo en un par de segundos, pero necesito aclarar una cosa con Phil, el productor. ¿De acuerdo?

—Ah —dijo Steve—. Claro.

—¿Qué? —repitió Phil inocentemente, parpadeando tras la gafas.

—Perdona, Phil, colega —le dije—. Pero no puedes hacer eso.

—No puedo hacer ¿el qué?

—Sacar a relucir divisiones y riñas insignificantes entre las diferentes zonas de Escocia. Nuestros prejuicios internos y fanatismos de microgestión son asunto nuestro. Nosotros podemos regodearnos en estas cosas, pero tú no. Es como los negros, que entre ellos se llaman hermanos, pero nosotros, los blancos, no podemos llamarlos así a ellos. Y, además, debo añadir que me parece muy bien.

Phil asintió.

—Las cosas no significan lo que dice el que las pronuncia, sino lo que entiende el que las escucha.

Presioné la tecla de efectos especiales para que sonara un largo minuto de «coro de aleluyas» por lo bajo y, alzando la voz, dije:

—Una de nuestras formulaciones más elegantes de lo que debería ser uno de los artículos de nuestra declaración de intenciones si no fuera porque escupimos sobre esas aberraciones idiotas desde muy alto y aplastamos sus caras lloricas con los tacos plagados de inmundicia de nuestras botas escocesas.

—Estoy contigo —dijo Phil—. Si no le das justicia a la gente, se vengará.

—Y nunca subestimes la codicia de los ricos.

—No olvides tampoco la habilidad de la gente para extraer la lección equivocada de un desastre.

—¿La barrera antimisiles?

—En resumidas cuentas —dijo Phil, despacio—, que no puedo decir sobre los escoceses las mismas cosas que tú no paras de repetir.

—¡Por supuesto que no! Tú eres inglés. Algunos de nosotros, escoceses listos, todavía os culpamos por la enemistad entre Edimburgo y Glasgow. Los buenos ciudadanos de ambas urbes, igualmente valiosas, se querían con toda el alma hasta que aparecisteis vosotros. Y, francamente, esa idea totalmente absurda según la cual de no haber sido porque nos unió el odio hacia los ingleses todavía seríamos un puñado de tribus de las montañas con el culo al aire casándose entre hermanos y asesinándose unas a otras en cuevas no se tiene en pie por ningún lado, no señor. Lo único que hicisteis fue dividirnos y conquistarnos. Así que, como acabo de decirte, será mejor que no empieces, ¿vale?

—Está muy bien eso de que nos tengáis a nosotros para echarnos la culpa.

—Y que lo digas —convine con entusiasmo—. No esperes ni por un nanosegundo el menor destello de gratitud.

—Ya te digo —contestó Phil sonriendo—. Como suele decir la juventud de hoy.

—Sí, uno de estos días sacarás una copia de Fuera de onda del videoclub, Phil. —Phil rió en silencio y yo volví con Steve—. Steve. Sí. ¿Todos esos escoceses de Westminster? Entiendo lo que dices, pero no te olvides de una cosa: si los escoceses te parecen basura y ellos son los que han tenido que ganarse el ascenso a la cima de toda esa gente particularmente asquerosa, ¿qué se deduce entonces de los políticos ingleses?

—Creo que es una conspiración, tío.

—¡Brillante! Phil, un formulario para conspiraciones. —Cogí el papel con el guión de la mesa y lo estrujé cerca del micrófono—. Gracias. ¿Steve? Listo, dispara.

—Porque, vamos a ver, vosotros queréis meternos en Europa, ¿no?

—¿Sí? —Miré a Phil con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Sí! ¡Claro que queremos! Tienes razón, Steve, creo que has descubierto algo. Probablemente un programa de rehabilitación. Pero, oye, tiene sentido. Hay una conspiración escocesa para vengarnos por trescientos años de opresión a la que, en secreto, sentimos que nunca nos resistimos lo bastante.

—Creo que tenéis celos.

—Pues claro que sí. Cuando hemos intentado invadiros, nunca ha funcionado. Lo mismo cabe decir de vosotros, aunque obviamente tenemos la impresión de que siempre se os ha dado mucho mejor lo de matar que a nosotros. Luego nos descubristeis el punto flanco y sencillamente nos comprasteis. Muy listos. Salvo que nunca os hemos perdonado que fuerais más listos que nosotros; en esta relación se supone que los astutos somos los escoceses.

—Ya, porque vosotros sí que queréis entrar en Europa, ¿a que sí?

—Naturalmente. Los escoceses seríamos grandes europeos. Cuando oímos a los ingleses quejarse de que no quieren que les manden desde una lejana capital donde hablan otro idioma y que les impondrá otra moneda pensamos: Un momento, nosotros llevamos tres siglos aguantándolo. Ya hemos pasado por eso, nos hemos aclimatado y hemos aprendido. Londres, Bruselas… ¿con cuál quedarse? Mejor ser insignificantes e ignorados por un superpoder en potencia que por un páramo imperial donde lo único que llega puntual son las primas de bonificación empresarial.

—Ya, bueno.

—Has hecho un gran trabajo, Steve. Una contribución estupenda. Me rompe el corazón que no paguemos nada.

—No pasa nada.

—Claro, Steve, que todo esto significa que, una vez descubierta la conspiración, la gente que en realidad gobierna el país va a ir a por ti. A partir de ahora, vivirás en una huida constante, tío. Lo siento. Y yo tendría que ir tirando, la verdad, porque esta gente no se duerme en los laureles. Alguna vez le han echado el guante a alguien cuando todavía estaba al teléfono denunciando una nueva amenaza a lo poco que queda de nuestra supuesta sociedad libre. No bromeo, tío, cuando todavía estaba al… —Anulé la línea de Steve—. ¿Steve? ¿Hola? ¿Steve? ¿Steve? ¡Steve! ¿Estás…? ¡Dios mío, Phil! —susurré con voz ahogada—. Han pillado al pobrecillo. Dios, sí que son rápidos.

—Muy rápidos —convino Phil.

—Es probable que mientras seguimos charlando lo hayan atado ya con una tela a cuadros de los pies a la cabeza y lo hayan cargado en una furgoneta Irn Bru sin matrícula.