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—Ajá —dijo Phil con su atroz acento escocés—. Antes de que acabe el día estará languideciendo en una reunión de gaitas en la isla de Ocktermuckty, Ken.

—Ah, Phil —suspiré feliz—, cuando te escucho hablar me siento de nuevo en casa.

—Magnífico. Bueno, ¿nuestra siguiente llamada?

—Bien. Phil, es evidente que hemos quedado relegados a la onda escocesa, tal como tu aterradoramente fiel imitación de Sean Pertwee demuestra sin lugar a dudas. Veamos… —Ojeé la pantalla de llamadas entrantes, avanzando hasta la página de las llamadas nuevas—. Ah, Angus. He aquí un bonito nombre de las Tierras Altas. —Abrí la línea—. Angus. ¿Eres escocés? Dime que sí.

—Claro, tío. Soy escocés. Hola. ¿Qué tal?

—Estupendamente. ¿Y tú?

—De coña.

—Y ¿qué coña has estado pensando últimamente?

—Sí, esto… estaba escuchando lo que decíais de los ingleses y nosotros y, ah, me ha parecido una gilipollez.

Bip. «Gilipollez» era una palabra censurable; esta vez Phil se encargó de taparla, aunque todos teníamos el botón correspondiente. Las palabras censurables eran: «coño», «joder» (y sus variantes), «gilipollas» (y sus variantes), «mierda» (pero no «basura»), «hijo de puta», «capullo» (según el contexto) y «polla» (también según el contexto). Podíamos censurarlas porque el programa se emitía con un retraso de tres segundos. Esto significaba, al menos en teoría, que Phil podía censurarme si decía algo calumnioso o que pudiese desacreditar o mandar a los tribunales a Capital Live!

—Te has explicado con contundencia, Angus —dije.

—Eh, lo siento, tío.

Miré al otro lado de la mesa.

—¿Recuento de bips del día, Phil?

—Ha sido el primero.

—Eso me parecía. Setenta minutos en antena. Caramba. Nos salimos de la media. En fin, Angus, ¿querías decir algo más? La verdad es que nos hemos ganado una reputación nacional de tener un discurso intelectual convincente que deberíamos tratar de mantener, Angy, y, francamente, no estás dando la talla.

—Ya, pero es que si los ingleses no quieren formar parte de Europa, pues vale. Pero ¿por qué no podemos hacerlo nosotros? Ellos que elijan su camino, que nosotros seguiremos el nuestro. No los necesitamos. Es que a veces dan vergüenza ajena, tío.

Me dio la risa. Phil se ofendió.

—¿Eso lo dice la nación que nos dio los estupendos programas infantiles de los Krankies? —preguntó alzando la voz, indignado—. ¿Y las barritas Mars fritas? ¿Os avergonzáis de nosotros?

Yo seguía riéndome.

—Sí, bueno, Angus —dije—. Sé a lo que te refieres, pero por otro lado siempre lo hemos querido todo, ¿no? Me refiero a los escoceses. Cuando todo el mundo estaba de acuerdo en que todavía podía uno enorgullecerse del Imperio, nosotros no parábamos de insistir en que no se olvidaran de quién lo había construido por ellos: nosotros fuimos vuestros mejores soldados, ingenieros y demás, y os construimos los barcos y extrajimos el carbón para alimentarlos. Sí, cuando los ingleses llevaron la civilización a los morenitos, tal vez fuera un general inglés y sus hombres de petimetre a caballo los que gritaran a la carga y azuzaran a las masas desde lo alto de una colina, pero fueron los brutotes con faldas y gaitas los que en realidad cargaron y se ocuparon del trabajo de bayoneta. Ah, y ¿hemos mencionado ya que fuimos nosotros los que inventamos la máquina de vapor y la tele?

»¿Sí? Pero luego, en cuanto imperialismo se convirtió en una palabra malsonante empezamos con el cuento de: «Hermano negro, nos solidarizamos contigo. Por cierto, sabemos exactamente por lo que habéis pasado; esos cabrones ingleses invadieron nuestro país primero, llevamos trescientos años bajo el yugo imperialista. Totalmente explotados. Y, a propósito, además nos robaron la máquina de vapor y la tele.

El móvil de Angus había empezado a chisporrotear a mitad de mi discurso, se cortó y volvió a dar tono de comunicando.

—Angus ha abandonado las ondas —anunció Phil.

—Eso parece —dije, mirando el reloj del estudio y tachando otro segmento del guión con un lápiz—. Bien, se acabó la sección Looney Tunes, en la que vosotros, valientes todos, llamáis para que os insulte un profesional. Ahora tenemos unas informaciones de vital importancia sobre un asunto que no sabíais que querías escuchar y luego, inmediatamente después y ya que hablamos de insultar a la gente, Shaggy. ¡Adelante, Shaggy! No te cortes…

—¿Qué narices estás haciendo?

—He cambiado de idea. Quiero una ginebra con zumo.

—¿Y para eso telefoneas a Craig?

—Ajá.

—Si debe de estar a menos de ocho metros —protesté señalando hacia la barra—. Hasta le veo la coronilla.

Estábamos sentados en unas sillas de aluminio en la terraza de un bar de la Frith Street. Creo que era agosto. Era sábado por la noche, una de esas cálidas noches de verano en el Soho cuando da la impresión de que el barrio entero es interior, como una inmensa sala tipo madriguera; cuando la gente abarrota las calles entre los edificios bajos y lo convierte todo en un espacio único y los coches avanzan despacio, muy despacio, por las estrechas callejuelas, más lentos que los peatones, y parecen tan grandes como en los aparadores; son cosas enormes, torpes, montones de metal caliente atrapados por la prensa de blandos cuerpos semidesnudos. La música salía por las puertas y ventanas abiertas del bar, se filtraba desde una discoteca situada unos pasos más allá y emergía también de los coches que se arrastraban por la calle, amortiguada si las ventanillas iban subidas o más estridente si las llevaban bajadas. Olía a tabaco, cansancio, perfume, curry, kebab, cerveza, sudor y asfalto. Además, de vez en cuando llegaba el leve olorcillo, casi subliminal, de las alcantarillas, de los desagües, como si algo tóxico y en descomposición se filtrara desde el subsuelo.

Ed se giró un poco en su silla, echando un vistazo por encima del hombro al bar ruidoso y atestado donde, por lo visto, Craig había conseguido por fin alcanzar la barra.

—Sí, puede —dijo tecleando en el teléfono—. Pero intenta llegar hasta él o llamar su atención.

Tal vez a Ed no le faltara razón. También se me ocurrió que un cubito de hielo lanzado con puntería podría ayudar, pero miré mi botellín de Budvar y la Beck’s de Ed y cambié de opinión. Incluso con una buena provisión de cubitos (que no teníamos) y mis fabulosas habilidades como lanzador (que muy probablemente se habrían visto comprometidas por las tres o cuatro horas que llevaba bebiendo), cabía pensar que semejante actuación condujera al error, el malentendido y el fracaso. Incluso era posible que acabara en una trifulca.

—¿Craig? Sí. Ji, ji, ji. La mejor manera, tío. No, ginebra con zumo. Eso, de naranja. Sí, gracias, tío.

—¡Que sea doble! —chillé al teléfono. Los que pasaban por mi lado me miraron.

—Sí, es él —explicó Ed al móvil—. Hasta ahora.

—Eres de lo más decadente —le dije.

—Ya ves.

—No es nada personal.

Ed no debería haber estado. Había ido a un concierto en Luton que se canceló justo antes de empezar por culpa de unas amenazas de bomba. Como no tenía nada más que hacer, se vino con Craig y conmigo. Las salidas con Craig solían acabar en una discoteca pero sin saber cómo habíamos terminado siguiendo una ruta de Alcoholismo Duro. A esas alturas quedaba prácticamente descartado el bailoteo químico a la caza de bellas señoritas. Desde luego, podíamos cambiar de opinión, pero en tal caso era casi seguro que la noche acabaría en una lamentable humillación.

—¿Por qué iba alguien a poner una bomba en una discoteca? —le pregunté a Ed—. Ni siquiera amenazarla.

—Guerra de territorio, tío. Para montar esas cosas, encargarse de la seguridad, vender las pastis; se mueve pasta gansa. —Ed se acabó la Beck’s—. Claro que normalmente la cosa marcha sin problemas en interés de todos para que siga entrando el dinero, pero de vez en cuando hay algún desacuerdo y ninguna de las partes da el brazo a torcer y algún capullo necesita dejar claro lo que piensa. Como esta noche. —Me miró diciendo que sí con la cabeza—. El tipo de chanchullo en el que andaría metido el tal Merrial.