Выбрать главу

—¿De veras?

—Es posible. —Ed se encogió de hombros—. Ni lo sé ni lo quiero saber. Es una putada cuando esos cabrones no dan pie con bola. Dejan a un pobre y honesto DJ en la ruina.

—Tranquilo, ya te organizo una colecta.

—Que te den.

No tengo ni idea de dónde ocurrió lo siguiente.

—Oye.

—¿Qué?

—¿Tú entiendes todo lo que dice ese colega tuyo?

—¿Quién? ¿Craig?

—A ver quién, si no, idiota.

—Pues claro.

—Pues tiene su acento, ¿eh? ¿No te parece?

—¿De qué coño hablas?

—O sea, me las apaño por los pelos con tu jerga de las Highlands, pero con él necesitaría un intérprete.

—¿Se supone que haces gracia?

—Que no, que lo digo en serio. Ji, ji, ji. —No sabes lo que dices. Craig ya no tiene acento escocés. Bueno, casi ninguno; cuando vuelve a Glasgow le toman por londinense.

—Venga ya.

—¿Y qué coño es eso de que tengo acento, capullo?

—¿Qué? ¿No creerás que hablas un inglés de la BBC, verdad?

—¡Mejor aún! —bramé. Creo que la gente se giró otra vez—. ¡Yo no tengo acento!

—¡Ja! ¡Vamos, que si tienes acento! ¡Te lo digo yo!

—Ni una mi’aja —dije con intención irónica.

—Ji, ji, ji. Como quieras. ¿De dónde soy yo?

—Británico.

Ed puso los ojos en blanco.

—Vale, ¿de qué parte de Gran Bretaña?

—Brixton.

—Te estás haciendo el tonto a propósito, tío.

—¡Vale! ¡Ing-glés!

—¿Lo ves? No, señor, yo soy inglés.

—¿Inglés? ¿Qué quieres decir? Hay una g, ¿no?

—Exacto, pero solo una, tú pronuncias «ing-glés».

—Siento disentir.

—Di «film».

—Filn.

—¡No! Va, dilo como lo dices siempre.

—Siempre lo digo así.

—¡Una mierda! ¡Dices filmm! Siempre.

—No. Film. ¿Ves?

—¿Ves?

—¿Si veo el qué?

—Acabas de decir «filmm».

—¡Que no!

—No, qué va. Mira, aquí está tu colega; a ver cómo lo dice él. Oye, Craig; di «film», tío.

Craig se sentó, dejó las bebidas en la mesa y, con una sonrisita, dijo:

—Película.

Nos partimos de risa.

—No, es como darse cuenta de que están los poderosos y los indefensos, los fuertes y los débiles, los ricos y los pobres, los ganadores y los perdedores, y ¿con qué grupo te identificas? Si es con los ganadores, entonces en esencia lo que estás diciendo es: «Bien, a los pobres, a los necesitados, a los oprimidos o los que sean, que los jodan; yo miro solo por mí; quiero ser uno de los ganadores y me da igual a quién perjudique o lo que haga para conseguirlo y mantenerme en esa posición». Si te identificas con los perdedores…

—Eres un perdedor —dijo Ed.

—No, no, no; no lo eres.

—De todos modos, tú tienes dinero.

—No estoy diciendo que tener dinero sea inmoral en absoluto. Aunque no estoy seguro de que poseer acciones…

—¡Escucha lo que dices, tío! ¿Qué tiene de malo tener acciones?

—La prioridad legal que automáticamente adquieres ante los trabajadores y los consumidores, ¡eso! —contesté. Para entonces, hasta yo mismo era consciente de mi pedantería.

—Sí, ya. Te apuesto a que de todos modos tienes acciones, tío, aunque no lo sepas.

—¡No tengo ninguna! —protesté.

—¿No? —preguntó Ed—. ¿Tienes un plan de pensiones?

—¡No! —exclamé triunfante.

Ed pareció sorprendido.

—¿Qué? ¿No tienes un plan de pensiones?

—No. Me borré del de la empresa y nunca he contratado otro.

—Estás loco.

—¡Que no! Tengo principios, cabrón.

—Para un hombre como Ken, las pretensiones de superioridad moral bien valen algún que otro porcentaje —le explicó Craig a Ed. A mí me pareció que en mi defensa.

—Sigo pensando que debes de tener acciones por algún lado. Entonces, ¿dónde inviertes la pasta?

—En una sociedad de crédito hipotecario. De ámbito nacional, es el último gran fondo de inversión inmobiliaria. Todo mi dinero se destina a ofrecer préstamos para que la gente se compre una casa, no al resto del mercado de capital, y desde luego no va a parar a los bolsillos de ningún director gordo y cabrón.

—Ya —bufó Ed—. ¿Y qué sacas? ¿Un cuatro por ciento?

—Una conciencia limpia. —Huy, otra vez bordeando el precipicio de la pomposidad—. En fin, lo que digo es que se puede ser ambicioso y ganar dinero y querer que a tus amigos y a tu familia les vaya bien y mantener al mismo tiempo, mantener… ¿Qué estoy intentando decir, Craig?

—«Estoy borracho» —se rió Ed—. Alto y claro.

—Creo —intervino Craig— que tratas de explicar lo que determina que seas de izquierdas o de derechas. O liberal o no. Algo por el estilo. —Agitó un brazo—. No lo sé.

Craig estaba sentado con aire desgarbado, sobresaliendo de la silla, con las extremidades muy poco dispuestas a actuar y la luz reflejándose en su cabeza afeitada. Nos habíamos trasladado al Soho House después de que cerraran el bar. Quizá pasáramos por algún lugar intermedio (véase más arriba). En fin; todos habíamos lamentado mucho dejar el bar por la gran cantidad de mujeres escandalosamente guapas que pasaban por la calle sin parar, además habíamos observado que su belleza iba considerablemente en aumento a medida que avanzaba la noche.

De todos modos, ahora estábamos en el House, lleno y sofocante, y aunque me parase a pensarlo no lograba recordar en qué planta nos encontrábamos ni en qué sala ni dónde quedaba el lavabo. Al menos nos las habíamos apañado para conseguir mesa, pero estar sentado en medio de tantos cuerpos de pie te situaba demasiado bajo para orientarte y distinguir algún tipo de monumento natural como antes. No tenía idea de cómo habíamos llegado al tema de las ideologías personales pero había dejado de intentar averiguarlo, probablemente lo había sacado yo.

—Algo así —dije sintiendo que coincidía en una cuestión importante pero sin ser capaz de recordar exactamente cuál—. Es una puta declaración de intenciones. Y además tiene sentido. Se trata de con quién están tus simpatías; contigo o con tus iguales. Mujeres. Seres humanos. Todo se resume en eso.

—¿Qué?

—Eso, lo que voy a explicar, ahora, aquí mismo.

—¿Y bien?

—Adelante.

—Se trata de lo siguiente: si ves a alguien que lo está pasando realmente mal ¿vas y piensas «Jódete, pringado»? O si ves a alguien que las está pasando canutas ¿piensas «Oh, qué pena» o «Qué vergüenza» o «Pobrecillo» y te preguntas cómo puedes ayudarle? Es una opción. Es cuestión de opciones. Tienes que elegir. Depende de lo asqueroso o lo majo que seas.

—Guau, tú debes de ser muy majo —dijo Craig—. Porque te has saltado la opción peor que «Jódete, pringado».

—¿Ah, sí? ¿Hay otra peor?

—Sí. «Hum… ¿cómo puedo explotar a este que está en la miseria y utilizar así a una persona vulnerable para mis propios fines?»

—Hostia. —Dejé escapar una exhalación, avergonzado de mi falta de cinismo—. Me había saltado una. —Negué con la cabeza—. El mundo está plagado de hijos de puta.

—Y nunca están a más de tres centímetros de una rata —sentenció Ed. Arqueó las cejas—. Sobre todo por aquí.