—¿Tres centímetros? —pregunté—. Creía que eran diez metros.
—Seis centímetros —apuntó Craig a modo de compromiso.
—Lo que sea.
—Sí —dije—. El Soho. Supongo que por aquí debe ejercerse también la pequeña porción de explotación que le toca al barrio.
Ed resopló en su bebida para llamar la atención.
—Esto es la Ciudad de la Explotación, tío.
—Las chicas son esclavas —dijo Craig asintiendo con aire de sabio.
—¿Quién? ¿Qué chicas?
—Las de vida alegre —explicó Craig.
—Las chicas de las tarjetas de las cabinas —dijo Ed.
—Ah. Sí. Por supuesto.
—Sí, intenta encontrar por aquí una puta que hable inglés.
—Ya —dije—. Sí, ahora son todas de la Europa del Este o así, ¿no?
—Esclavas —repitió Craig—. Les quitan el pasaporte, les dicen que tienen que trabajar para pagar una deuda absurda. Las chicas creen que una vez la hayan devuelto podrán empezar a ganar algo para ellas y enviar dinero a casa pero, claro, eso no ocurre nunca. —Asintió—. Lo he leído en alguna parte. En el Observer, creo.
—Y la poli no hace nada, supongo —dije—. Porque si fuesen a la policía las deportarían o las encerrarían en algún centro de detención o así.
—Por no hablar de lo que le pasaría a la familia que se quedó en su país. —Ed chasqueó los dedos—. Otro asunto en el que anda metido tu señor Merrial, ahora que lo pienso. Él y sus compinches albaneses.
—¿Quién? —preguntó Craig con aire perplejo.
Sufrí un ataque repentino de paranoia aguda y moví la mano como quitándole importancia al tema, al menos con esa intención.
—¡Ay! —dijo Ed atrapando el vaso antes de que llegara al suelo—. De todos modos, está vacío.
—Perdona, perdona —me disculpé—. Hum… ah, sí; demasiado complicado —contesté al todavía perplejo Craig. Me giré hacia Ed—: Ed. Tú, ¿en qué crees?
—Yo creo que es hora de pedirse otra copa, tío.
—No. No lo hice. No dije la mitad de las cosas que debería haber dicho.
—Ajá. Bueno, y ¿qué dijiste?
—Tres cosas. Dos muy simples, incontestables y claras. Una: aun siendo una ciudad harto civilizada y estimable, las autoridades parisinas cometieron una negligencia rayana en lo criminal en ese tramo de carretera con unos inmensos pilares de cemento cuadrados y sin barreras de protección. No podrían haber sido más peligrosos de haberles añadido pinchos de hierro gigantes apuntando al flujo de coches. Dos: se supone que estamos tratando con una mujer adulta, madura, responsable, madre de dos hijos, querida por millones de personas, de modo que podría haber hecho lo primero que cualquier ser humano racional hace al subirse a un coche, en especial si el trayecto se adivina veloz e incluso aunque no te hayas percatado de la borrachera del conductor, y haberse puesto el cinturón de los cojones. Tres, que es la que de verdad me metió en problemas: yo tengo la conciencia tranquila. Pero muchas de las personas que acudieron a ver el cortejo y lanzar flores al coche fúnebre, si culparon a los fotógrafos que perseguían al Mercedes en las motos, y mucha gente lo hizo, eran unos hipócritas porque, siguiendo su propia lógica, habían ayudado a matarla.
—Ajá. Bueno. ¿Cómo?
—Para empezar, ¿por qué se molestaban los fotógrafos en pasar la noche en vela frente a un hotel de lujo parisino? Porque las fotografías que pudiesen obtener tenían valor. ¿Por qué esas fotografías tenían valor? Porque los periódicos pagarían por ellas. ¿Por qué los periódicos pagarían mucho dinero por ellas? Porque esas fotografías vendían diarios y revistas.
»Lo que yo quería decir es que si cualquiera de las personas que culpaban a los fotógrafos, una profesión por la que no siento un gran afecto, te lo aseguro, compró alguna vez periódicos en los que apareciera regularmente la realeza en general o la princesa Diana en particular y, en especial, si alguna vez cambió de diario o compró otro porque contenía o podía contener una fotografía de Diana, entonces también debería culparse a sí misma de la muerte de la princesa puesto que su interés, su adoración, su necesidad de cotilleos sobre famosos, su dinero, fue lo que puso a los fotógrafos delante de la puerta del Ritz esa noche y lo que los mandó a la caza que terminó con el Mercedes negro totalmente empotrado en un trozo subterráneo de hormigón reforzado y tres muertos.
»En cambio, yo soy republicano…
—¿Qué? ¿Como del IRA?
—No, el puto IRA no. Quiero decir que soy republicano en lugar de monárquico. No tengo nada en contra de su majestad y los demás como personas… Bueno, da igual… Pero en cuanto a institución, quiero que derroquen la monarquía. Para empezar nunca compraría una porquería como el Sun o el Mail o el Express, pero incluso si por alguna extraña razón me sintiera tentado de hacerlo alguna vez, el hecho de que llevaran una foto de la princesa Diana en la portada en lugar de animarme a comprarlo, me hubiera echado para atrás. De modo que yo no ayudé a que la mataran. La pregunta que yo planteé a los oyentes fue: «¿Y usted?».
—Bien, ya entiendo.
—¿Sí?
—De modo que te despidieron. Por plomo.
Me encogí de hombros.
—Los periódicos se molestaron. Personalmente opino que lo que pasó es que al Mail y al Express no les gusta que les llamen tabloides.
—Pero descubriste algo más, ¿me equivoco?
—Exacto.
—Venga ya, me tomas el pelo. Eres de lo que no hay.
—¿Ah, sí?
—Sí, yo soy una gran fan tuya. No deberías insultarme. Creía que lo estaba haciendo bien.
—¿Cómo? ¿Creías que lo hacías bien?
—¿No es verdad?
La miré de arriba abajo.
—Eres curiosa.
—¿Tú crees?
—Seguro. ¿Otra copa?
—Vale. No; siéntate. Ya voy yo. Todavía no me has dejado invitarte a nada. Por favor.
—Si insistes, Raine…
—Insisto. ¿Lo mismo?
—Sí.
—No te vayas —me dijo Raine tocándome otra vez el brazo. Lo había hecho a menudo en la última hora más o menos. Me gustaba.
—De acuerdo —contesté.
Raine se deslizó fuera de nuestra mesa e insinuó su ágil cuerpo de la talla treinta y seis entre el gentío, en dirección a la barra. Phil se inclinó sobre la mesa.
—Ya es tuya, tío.
—Sí, podría ser —convine—. ¿Quién lo hafría disho? —Mierda, estaba un poco borracho. Me había bebido el último whisky. Craso error. Me volví hacia Phil—. ¿Puedo beber de tu agua?
—Claro. Ten.
Bebí un poco de la botella de Evian de Phil.
Estábamos en el Clout de Shaftesbury Avenue, un gran complejo lúdico de tercera generación frío y pijo, diseñado para el discotequero maduro y exigente que gustaba también del Home o podía ser visto en VIMAR (siglas de Viejos Más Allá de lo Reconocible, sucesor por edad de la clientela del JOMAR: Jodidos Más Allá de lo Reconocible).
Phil y yo estábamos sentados en una cabina del Retox Bar, en el Nivel Tibio. Si escuchabas con atención apenas distinguías el bum-bum-bum de la pista central de la planta de arriba. De abajo, donde estaban los chill-outs y los sonidos relajantes y tranquilos de la zona ambiente, llegaba algo parecido al silencio. Bueno, quizá también el estallido ocasional de una nueva neurona alejándose de este mundo.
Arriba apenas oías a la persona que tenías al lado aunque te gritara a la oreja. Abajo no te atrevías a superar el mero susurro. Donde estábamos había música pero podía mantenerse una conversación perfectamente. Debía de estar haciéndome viejo, porque prefería esa planta. ¡Y con razón! ¡Allí era donde te encontrabas a pedazos de mujeres como Raine! ¡De puta madre!