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—Llueve, Raine —dije.

—Ya lo veo —dijo mirando a la calle. Sí, Kenneth, pensé para mí, como si nunca antes en su vida lo hubiera oído[2].

—Viernes noche bajo la lluvia —dije con autoridad—. La mejor oportunidad para conseguir un taxi es esperar a que se baje alguien. Me ofrezco voluntario para salir corriendo si para alguno.

—De acuerdo.

—O podría telefonear —propuse sacando el móvil después de pelearme con la funda que llevaba en la cadera—. Les ofreceré una propina exorbitante, mucho más alta de lo habitual. —Entornando los ojos, bajé la vista hacia el pequeño Motorola y lo abrí—. Pero no digas nada que tenga que ver con curry —musité guiñando un ojo para ver bien la pantalla.

Raine miró alrededor. Apoyó su mano en la mía, por encima del móvil.

—No, ya está. Viene uno.

Un taxi negro acababa de frenar junto al bordillo.

—Bendita seas —dije guardando el móvil—. No, tiene la luz apagada…

Pero Raine ya me arrastraba lejos de la acera hacia el coche.

—Sí, lo he parado yo.

—Bien hecho, Raine —dije tratando de aferrarme a la manija de la portezuela sin conseguirlo.

Raine abrió la portezuela, pero yo insistí en mantenerla abierta hasta que ella subiera. Luego me golpeé la cabeza al subir.

—Ay.

—¿Estás bien?

—Perfecto. —Me puse a buscar el cinturón de seguridad—. Esto es un buen presagio, Raine —le dije levantando el trasero para coger el cinturón.

—Sí, ¿verdad?

—¿Conseguir así de rápido un taxi un viernes por la noche y lloviendo? Haces milagros. O, en equipo, tenemos un don.

—Ajá.

El taxi se sumó al tráfico en dirección norte. Al final conseguí abrocharme el cinturón. Raine no se había molestado en ponérselo. Empecé a sermonearla acerca de lo extremadamente desaconsejable que era no hacerlo, dado lo que le había ocurrido a la princesa Diana, pero se limitó a mirarme de un modo extraño y caí en la cuenta de que, además de evitar que salgas disparado hacia delante y se te destrocen las extremidades en un choque, los cinturones de seguridad también te impedían darte el lote. Gracias a ellos estabas A Salvo en los Taxis. Me quedé pasmado. Estaba seguro de que ya lo sabía antes pero por lo visto se me había olvidado.

—Tienes razón —dije, pese a que Raine no había dicho nada. Me desabroché el cinturón—. Solidaridad.

Resbalé por el asiento hacia ella. Pillé al taxista vigilándonos por el retrovisor. Raine me permitió rodearla con los brazos, aprisionada contra el rincón. Apoyé los labios en su boca. Esta vez la abrió un poco más. Intenté torpemente meter las manos dentro de su abrigo.

—A lo mejor deberían ponerse el cinturón, ¿eh? —dijo el taxista.

Era un taxi anticuado, de modo que tenía que hablar por el hueco de la mampara de plexiglás que nos separaba en lugar de usar un interfono como el de los vehículos más modernos.

Raine me apartó.

—Sí, supongo que sí —dijo con lo que interpreté como evidente mala gana.

—Ja. ¿Ves? —dije aleccionándola con el dedo.

Palpé de nuevo en busca del cinturón. Ella me miró y luego se abrochó el suyo.

—Ten —me dijo pasándome el extremo de mi cinturón.

—Gracias. —Me recosté y cerré los ojos.

—¿Una cabezadita? ¿Por qué no?

Abrí los ojos, la miré.

—No estoy cansado. ¿Falta mucho?

—Sí, todavía falta un poco. —Echó un vistazo al conductor, luego se inclinó hacia mí y dijo en voz baja—: Descansa. Vas a necesitarlo.

Me miró con una de esas miradas que son todo pestañas y me acarició la mano en un ademán que me pareció claramente carnal.

Sonreí de un modo que esperaba que no resultara demasiado lascivo y me recosté, cerrando los ojos.

—Si me pongo a roncar, solo finjo por ironía posmoderna, ¿vale?

—Sí, claro.

El taxi siguió adelante, retumbando y traqueteando entre el tráfico de altas hora de la noche. Sonaba un poco como mi viejo Landy. Muy relajante. El rumor de la lluvia bajo los neumáticos y contra los tapacubos sonaba tranquilizador y balsámico. En la parte de atrás se estaba calentito. Me hizo pensar en habitaciones de hotel a oscuras. Tomé aire a fondo y lo solté. Un pequeño descanso para los ojos. ¿Por qué no? Un sueñecito no me haría ningún daño. Por otro lado, no quería dormirme y empezar a roncar y babear y parecer ordinario, así que tal vez no fuera una gran idea.

Pasó un rato. Una voz masculina dijo en voz baja:

—¿Está inconsciente?

—Creo que sí —contestó Raine. Al menos me pareció ella. Aunque su voz sonaba diferente—. ¿Falta poco?

—Cinco minutos.

Qué raro, pensé con los ojos cerrados y la barbilla cerca del pecho. ¿Me había dormido? Solo un poco. Pero ¿por qué Raine le preguntaba al taxista si faltaba poco para llegar? ¿No conocía el camino a su casa? Quizá acababa de mudarse.

Pero ¿qué quería decir el taxista al preguntarle si yo estaba inconsciente?

—Comprueba que esté inconsciente, muñeca.

«¿Comprueba que esté inconsciente?» ¿Qué coño estaba pasando? Noté una mano acariciándome la mía, luego pellizcándome. No reaccioné.

—¿Ken? ¿Ken? —llamó Raine en voz bastante alta. Me quedé como estaba. Se me aceleró el corazón—. Sí, en el limbo.

—Bien.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué coño estaba pasando? Y ¿adónde íbamos? ¿Raine le había indicado la dirección al taxista al subir? Había dado por sentado que Raine le había dado la dirección de su casa mientras yo subía al coche y me golpeaba la cabeza con el marco de la puerta, pero ¿había tenido tiempo de hacerlo? ¿Yo no debería haber escuchado algo? No lo recordaba. Mierda, estaba borracho, cómo iba a recordar esas cosas. Pero además el taxi había aparecido por casualidad. Se había acercado en medio de la neblina húmeda de un viernes lluvioso entre la hora de cierre de los cines y la de los bares. En la avenida Shaftesbury. Había aparecido sin más, con la luz de libre ya apagada, si no me fallaba mi confusa memoria, listo y esperando junto a la acera, como si nada. Y había dado la impresión de que Raine había salido a buscarlo. Pero después habíamos llegado a eso de «¿Está inconsciente?», «Sí, en el limbo». ¿Qué coño estaba pasando? El taxista esperaba que yo estuviera dormido, en el limbo, inconsciente…

Dios mío. Por todos los santos: el whisky. Había algo en el whisky. ¿Cómo se llamaba esa droga que usaban los violadores? No me acordaba. Pero debía de ser algo así. Raine había insistido en ir a buscar ella la bebida, luego me había vigilado mientras me la tomaba o había pensado que estaba contemplando cómo me la bebía mientras yo disimulaba una sonrisa e interpretaba mi numerito y ungía la chaqueta de Paul con el licor en lugar de bebérmelo, engañándola, moviendo la nuez, chasqueando los labios y haciendo de todo menos limpiarme la boca con la manga: ¡Eh, mira, me lo estoy bebiendo! ¿Ves? ¡Se acabó! Me había echado algo en la copa. Tenía que ser eso. ¿Era la cosa esa de los violadores? ¿Eutimol? No, eso era pasta de dientes, ¿no? ¡Un puto somnífero en estos tiempos de mierda y soy tan capullo que pico el anzuelo! O lo habría picado, si no hubiera estado decidido a salvaguardar algún resto de sobriedad de mi sopor etílico con el fin de, con un poco de suerte, echar un polvo.

Oh, mierda.

Lo había olido. El whisky con la droga de los violadores o lo que fuera; había inhalado su olor. ¿Qué potencia tenía? Se me debía de haber pegado algo en los labios al fingir que bebía. ¿Mi sueño estaba inducido por la droga? No. Yo no, seguro, de ningún modo. Estaba muy despierto y horrible, tensa y agudamente sobrio, con el corazón latiendo tan fuerte que me extrañaba que Raine, si es que ése era su nombre, no lo oyera, que no viera que me temblaba todo el cuerpo con cada sacudida, a cada golpe del corazón.

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2

It’s rain, Raine: El protagonista hace un juego de palabras intraducible entre el nombre de la chica y rain, «lluvia». (N. de la T.)