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—¿Estás bien? —preguntó el conductor. Por un momento idiota pensé que hablaba conmigo, y por un microsegundo totalmente desquiciado estuve a punto de contestarle.

Entonces la chica contesta que sí, como de pasada, como si estuviera aburrida.

Abrí un poco un ojo, el izquierdo, del lado contrario a Raine. ¿Dónde estamos? Tengo la vaga impresión de que estamos en algún lugar del East End, pero no lo sé. Tengo la cabeza gacha y sin alzarla no veo gran cosa. ¿Cuánto ha dicho el taxista que faltaba? ¿Cinco minutos? Sí, cinco minutos. Pero ¿cuánto hace de eso? ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Cuatro?

Veo la lucecita roja del seguro de mi puerta, cerca de la manija. Claro; las puertas de los taxis van cerradas con seguro mientras el vehículo está en marcha. Supuestamente por seguridad. Para evitar que salgas corriendo, más bien. Da igual. No puedo intentarlo cuando el coche desacelere. Tengo que esperar a que esté completamente parado. Mierda. Ahora vamos más despacio y empiezan a sudarme las manos de pensar en asir la manija de la puerta y echar a correr… pero luego volvemos a acelerar.

Aprovecho el acelerón como excusa plausible para dejar caer la cabeza hacia atrás y apoyar la nuca en el respaldo del asiento, ahora la vista de mi ojo semicerrado es un poco mejor. Noto que Raine me mira. Me pongo a roncar. Entre las pestañas temblorosas, veo una calle con poco tránsito y edificios bajos. Tengo que haberme dormido. Estamos muy lejos del West End. Giramos a la izquierda, por una calle más oscura y tranquila. Bordeada por lo que parecen almacenes y edificios industriales. Veo montones de pintadas y vallas publicitarias con anuncios viejos, gastados y empapados de lluvia que ondean al viento. Pasamos por debajo de un puente, el motor resuena contra la parte inferior, tachonada de remaches, de unas inmensas vigas negras.

—Casi hemos llegado —dice el taxista.

—Ajá —contesta Raine.

Vamos más despacio. Por delante se ve una calle más grande y ruidosa. Y semáforos.

—Al pasar esos semáforos.

Se ponen en ámbar.

—Bien.

Gracias a Dios.

—Sí, creo que ese de ahí es Danny.

Se ponen en rojo.

—Ajá.

Oh, sí. Oh, sí, que pare aquí, en el extremo contrario al que circulan los coches de dondequiera que estemos yendo, de quienquiera que sea Danny.

El taxi se detiene, el motor queda en ruidoso punto muerto. La lucecilla roja de la puerta debería apagarse. Ahora. Se oye un clic. Espero a que la luz roja se apague. No se apaga.

Algo terrible y tembloroso me recorre las tripas, arrancando sudor frío de todos los poros de mi piel. El conductor; los taxistas pueden anular la apertura automática de las puertas, dejar el seguro puesto cuando el coche se para. Nos ha encerrado.

Estoy jodido. Esta gente puede hacerme lo que quiera. Quizá esté a punto de morir. El semáforo sigue en rojo, pero el tráfico transversal se ha detenido. El conductor acerca la mano al cambio de marchas.

De pronto me enderezo. Raine me mira y empieza a abrir la boca con los ojos como platos. Me desabrocho el cinturón y doy una patada a la ventanilla de la izquierda con la pierna derecha, con todas mis fuerzas. Se rompe a la primera. Tengo la impresión de que la pierna también, pero la ventana ha desaparecido con un estrépito tremendo, llenando la calle y la moqueta del suelo del taxi de un millar de pequeñas cuadradas joyas de sodio que brillan a la luz de las farolas.

La cara sorprendida del taxista se gira hacia mí. Raine me agarra del brazo y yo hago algo que jamás había hecho: pego a una mujer. Le doy un puñetazo en plena nariz y la cabeza le golpea contra la ventanilla de su lado.

Luego salgo por la ventanilla rota de mi lado tan rápido que hasta el mismísimo John Woo estaría orgulloso de mí, girando sobre mi espalda, cogido de la parte alta del marco de la portezuela y recuperando el equilibrio pateando y agitando las piernas, para estropear la belleza de ballet de todo lo anterior.

Aterrizo en la calle con un bufido, justo cuando el taxi arranca y luego frena de nuevo, derrapando. Estoy girando sobre cristales rotos, me levanto de un salto y echo a correr. Detrás de mí se oyen gritos y un portazo. Llegan más gritos de más lejos. Unos y otros, masculinos. Ahora oigo gritos de mujer. La calle por la que corro es ancha y está casi vacía. Hay algunos coches aparcados, un par de Transit y Luton. Me dirijo a la acera para que los coches aparcados me separen de mis perseguidores.

El viento me zumba en los oídos mientras corro. Oigo el sonido de un motor detrás de mí. Estoy llegando al final de la calle. El motor gime, en marcha atrás, luego parece que se cala, se oye un chirrido de neumáticos, un momento de silencio, y el motor chilla. Ha girado con el freno de mano.

Entro corriendo en la calle que se abre a la derecha y cruzo a toda velocidad una ráfaga de tráfico repentino, con cláxones pitándome a derecha e izquierda mientras esquivo una isla peatonal de un salto y atisbo, a unos cien metros, un puesto de patatas fritas con varios clientes haciendo cola. Alcanzo la acera, sorteando una furgoneta de Correos, que apura tanto el frenazo que la rejilla me araña la palma de la mano del brazo que he alargado para detenerla. Corro a la cola del puesto de patatas, eludiendo a unas cuantas personas que caminan despacio como si fueran vallas en una carrera de eslalon cuesta abajo. La furgoneta de Correos me adelanta por la izquierda, el conductor se asoma por la ventanilla, me grita «¡Gilipollas!» y refuerza el comentario con un ademán. Hay dos coches en el bordillo justo pasada la cola del puesto. Los coches están aparcados junto a una pequeña puerta iluminada y una ventana coronada por un cartel luminoso de aspecto barato y color blanco amarillento colgado de ladrillos agujereados y que anuncia las dos palabras más maravillosas en el idioma más bonito del universo: taxis privados.

Freno y miro atrás al tiempo que me sumo a la cola pero no veo el taxi negro por ningún lado, ni a nadie corriendo. Me aliso la chaqueta, me paso los dedos por el pelo y cuando llego al primer taxi de la cola y aviso al tipo de la puerta y me subo al coche, estoy silbando.

—Bueno, ¿alguna vez miras el número de licencia cuando te subes a un taxi?

—No —admitió Craig—. A ver quién lo hace.

—Probablemente Phil —dije. Había telefoneado al móvil y al fijo de mi productor, pero saltaron los contestadores.

—Sigo pensando que deberías acudir a la policía.

—Por Dios. Solo pensaba en escapar.

—Ya, pero aun así…

—Sí, pero aun así, ¿qué? Eran las once y media de un viernes por la noche. La poli andaría ya bastante ocupada con peleas y broncas y las locuras típicas del fin de semana. Y, de todos modos, ¿qué iba a denunciar? Creo que me estaban secuestrando, creo que alguien me echó algo en la bebida, pero si necesitan pruebas tendrán que conseguir la chaqueta de mi amigo y analizarla para ver si tiene drogas, si es que aún se pueden detectar. Creo que me tenían preparado algún acto violento pero no lo sé. Estoy bastante seguro de que me persiguieron pero eso ni siquiera es ilegal. Joder, lo único decididamente criminal que ocurrió lo hice yo: destrocé la ventanilla de un taxi y le di un puñetazo en la cara a una mujer. ¡Tío, pegué a una mujer! Hostia, tenía la esperanza de no caer en eso en la vida, como no romperme un hueso importante ni cambiar un solo pañal.

Le di una profunda calada al porro. Yo quería un brandy o algo, pero Craig había considerado que lo que necesitaba era fumar algo dulce y apacible.

Lo primero que pensé al subir al taxi y decirle al conductor que pusiera rumbo a Basildon (que debía quedar al este de dondequiera que estuviésemos, de modo que no teníamos que pasar por la calle por la que me habían perseguido) fue en llamar a Amy. Amy vivía en Greenwich, que resultaba verosímil que quedara por la zona, y acudir a ella —presentándome de improviso en la puerta de su casa— en ese momento de necesidad, escapando de los villanos, podría ser justo el tipo de suceso romántico requerido para romper el hielo y empujar nuestra relación hacia la fase siguiente que le deparara el destino (la había visto por última vez el 11 de septiembre, cuando nos habíamos sentado todos juntos en el loft de Kulwinder y Faye a ver los increíbles acontecimientos hasta que su jefe la había llamado).