Craig y yo nos abrazamos y nos dimos palmadas en la espalda al más puro estilo caledonio para dar la bienvenida a los colegas. Abracé a Nikki de manera más vacilante. Ella más o menos se inclinó hacia mis brazos y topó de frente con mi mejilla. Olía a aire libre, a algún lugar fresco y perfecto muy lejos de Londres.
—Me han dicho que estás a punto de entrar en Oxford, ¿eh? —dije, sacudiendo la cabeza mientras la miraba. Ella asintió.
—Ajá —dijo, y después contestó a su padre—: Sí, solo un agua o algo así.
—Chino, ¿no? —pregunté.
—Sí. —Asintió.
—Genial. Bien por ti. Podrás enseñarme a decir tacos en mandarín.
De pronto dejó escapar unas risillas, convertida de nuevo en niña por un instante.
—Solo si prometes decirlos por la radio, tío Ken.
Inspiré por entre los dientes.
—Hazme un favor, no me llames tío Ken, ¿vale? Haz feliz a un pobre viejo mientras estemos juntos y finge que podrías ser un trofeo que he recogido de la calle.
—¡Ken! —Me pateó con la muleta.
—Eh —dije, frotándome la espinilla—. Tengo que estar a la altura de mi reputación. O a la bajura, no sé.
—¡Eres de lo que no hay!
—Vamos —le dije, ofreciéndole el brazo—. Vamos a conseguirte un asiento. Craig, estamos por ahí —le dije a su padre. Craig saludó. Nikki me indicó con la cabeza que pasara delante— Cojea por aquí —le dije, y abrí camino entre el montón de gente hacia el espacio principal con Nikki pegada tras de mí. Volví a mirarla cuando salimos de la muchedumbre de la cocina y suspiré—. Ah, querida Nikki.
—¿Qué?
—Chica, vas a romper tantos corazones en Oxford…
—Órganos mejor que huesos. Buena idea.
—Hum… ¿Jugando al fútbol?
—Ahora las chicas también jugamos, ¿sabes?
—¡Vaya que si jugáis! ¿No os enredáis con las faldas? ¡Guau! ¿Podrías dejar de hacer eso?
—Bueno…
—¿En qué posición juegas?
—Delantero; me pusieron la zancadilla en la zona de penaltis. Iba a por el tercer gol.
—Una pena.
—Nikki, Nikki, aquí. ¡Nikki!
Acababa de aparecer Emma. Abrazó a su hija con fuerza, con los ojos cerrados. Me quedé un rato, pero en cuanto se instalaron las dos no quedó sitio en el sofá para mí y Emma parecía excluirme a propósito. Me despedí de Nikki y fui a dar una vuelta. Había llegado la hora de meterse una o dos rayas más y combinarlas o sustituirlas por una sesión rápida en la PlayStation 2 de Kul (si este último fragmento me deja como a un niño cuyos padres no quisieron o no pudieron comprarle una videoconsola propia, me declaro medio culpable del cargo de infantilismo; tenía una PS2 propia pero me sacó de quicio una noche de borrachera el verano anterior y la tiré por la borda. Vivo en una casa flotante, así que puedo hacer ese tipo de cosas).
Una o dos bebidas, un par de rayas y varias conversaciones después, volvía a estar de pie en la terraza, admirando la vista y respirando el aire fresco del otoño. Con Jo lejos de allí, me dominaba una sensación de libertad e incluso de oportunidades y promesas que se abrían ante mí, la tarde y la noche se anunciaban tentadoras. Llevaba encima un par de Evo 8, pensé en tomarme una. Buen rollo durante el resto del día. Aunque también me desincronizaría con respecto a Jo, suponiendo que volviéramos a vernos antes de acabar el día. Con Addicta de por medio, no era probable, pero nunca se sabe.
Un brazo me rodeó la cintura. Un cuerpo se pegó al mío, un beso en la mejilla y una voz ronroneando:
—Hoo-laa.
—Amy. Vaya, hola.
Amy era una amiga. Una de las amigas de Jo, en origen, aunque sospechaba que en la actualidad se llevaba mejor conmigo que con Jo, que parecía mostrarse más fría con ella. Amy era casi igual de alta que yo; tenía una magnífica melena rubio oscuro que le llegaba hasta los hombros y de rizo natural. También tenía las piernas muy largas y una buena figura. En conjunto destilaba cierta sensación de haber detenido el tiempo; en realidad era un año más joven quejo y que yo pero se vestía y actuaba como alguien cinco o diez años mayor. Trabajaba de secretaria personal en un grupo de presión.
—Tienes buen aspecto, Ken.
Amy se recostó en el parapeto, estirando los brazos sobre el muro. Llevaba un collar de perlas, una blusa azul, una falda por debajo de las rodillas y una americana larga; zapatos de salón.
—Tú estás deliciosa, como siempre —le dije con una sonrisa.
Amy y yo almorzábamos juntos de vez en cuando. Llevábamos más o menos un año tonteando y bromeando con tener una tórrida aventura pero los dos sabíamos que no iba a pasar nada. Bueno, no era probable. Era con ella con quien había estado hablando por teléfono cuando nos interrumpieron.
Sonrió despacio y miró alrededor.
—¿Está Jo?
—Estaba. Ha tenido que irse. Por trabajo.
—¿Otra vez el grupo ese tan adictivo?
—Los mismos.
Tomó un sorbo del vaso de vino blanco que tenía en la mano con delicadeza.
—¿Qué tal ha ido la boda?
Una ligera ráfaga de viento le empujó el pelo delante de la cara. Lo apartó de un soplo.
—No lo sé —contesté—. No he podido ir; tenía trabajo.
—Ya. ¿Tienes drogas, Ken?
—Algo de coca y un par de éxtasis.
—¿Me invitarías a una rayita? No sé por qué. Me apetece. —Arrugó la nariz—. ¿Nunca te pasa?
—Todos los días, con el caballo.
Había un par de niños en la fiesta y al menos dos periodistas en los que no confiaba, de modo que fuimos a una habitación que daba al único pasillo del loft. Antes había sido el despacho de Faye, pero ahora estaba lleno de cajas de embalar, listas para la mudanza.
De vuelta en la terraza, un poco después, mientras charlábamos animadamente, Amy cogió la manzana a medio comer que seguía sobre el parapeto y empezó a darle vueltas en la mano.
—No le pasa nada —dije—. Es nuestra.
Me la lanzó. Tenía una pinta muy poco apetitosa, marrón alrededor del único mordisco que le había dado. Me asomé por encima del muro y la sostuve por encima del aparcamiento. Amy se asomó a mi lado. Solté la manzana. Cayó muy lentamente, casi como si desapareciera.
Chocó en el asfalto y estalló de manera harto satisfactoria en montones de cachitos blancos que se esparcieron por la superficie negra.
—¡Estupendo! —Amy aplaudió.
Nos miramos, con las barbillas asomando por el borde del parapeto de ladrillos. De pronto me sentí de nuevo como un colegial.
—Oye.
—¿Qué?
—Tiremos más cosas.
—Justo lo que estaba pensando.
—Lo sé.
Y así fue como acabamos lanzando prácticamente la mitad del contenido del piso de Faye y Kul parapeto abajo. Empezamos con más fruta.
—De todos modos tienen demasiada comida —dijo Amy mientras cargábamos con naranjas, plátanos, un melón y más manzanas.
Miramos el asfalto situado treinta metros más abajo.
—Qué decepción.
—Un poco sí, ¿verdad? —dije, mirando abajo, hacia el mejunje fangoso producido por un par de naranjas— Creo que los cítricos no son el camino. No se fragmentan de manera satisfactoria.
—Ni los plátanos.
—Estamos de acuerdo. Volvamos a las manzanas.
—Falta el melón. Podría estar bien.
—Sí. He depositado grandes esperanzas en el melón.
—Lancemos dos manzanas a la vez; una cada uno.
—Buena idea. A la de tres. Una, dos, tres… Ah, sí. Muy bien.
—Buena sincronización. Probemos con cuatro. Dos cada uno.
—Solo tenemos tres manzanas.
—Voy a por otra. No tires el melón mientras no estoy.
—Ni se me pasaría por la cabeza.