—Eh, vosotros dos, ¿qué andáis tramando?
—Ed, hola. Espero que no te importe. Estamos tirando fruta al aparcamiento. Tranquilo, la tiramos lejos de tu coche.
—La leche, colega, espero que sea verdad. Solo hace una semana que lo tengo. Me costó siete de los grandes.
Ed era mi mejor amigo oficial (inglés). De constitución ligera, con una cara que siempre me había recordado a un Mark E. Smith negro; duro y tierno a la vez, el rostro de un matón de los pesos gallo flexible. DJ de discoteca; el tipo en alza con dos sesiones por noche que coge un helicóptero para ir de una a la otra. El Porsche probablemente equivaliera al sueldo de una semana.
—Bonito coche —le dije—. Pero… ¿amarillo?
—Es un color tradicional para los Porsche, coño, por eso.
—¿Tradicional? ¿Tradicional el amarillo? Azul, verde, esos sí son tradicionales. Incluso el rojo, pero no el amarillo. El amarillo es tradicional para los juguetes JCB y Tonka. Incluso el verde lima, si me apuras; para los Kawasaki. Pero el amarillo, no.
—Gilipolleces —se rió Ed—. ¿Qué te has metido?
—Hola, Ed —saludó Amy, de vuelta con otra manzana— Ten.
—Gracias. Fibra —le dije a Ed, ofreciéndole la manzana—. Me he metido montones de fibra.
—¿Listo?
—Listo… ¡Eh! —exclamé indignado—. A esta manzana le falta un mordisco.
Amy asintió.
—Sí. Alguien se la estaba comiendo.
La miré.
—¿Cómo estás? —pregunté con acento dublinés.
Ella se limitó a encogerse de hombros y se preparó para tirar sus dos manzanas, sosteniéndolas en alto.
—¿Listo?
—Listo —contesté.
—¿Para qué hacéis esto? —preguntó Ed al tiempo que dejábamos caer las manzanas—. ¿Eh, Ken? —insistió mientras Amy y yo estábamos concentrados en ver caer la fruta hacia su destino—. ¿Qué…? —Las manzanas se espachurraron—. ¡Guau, sí!
—¿Lo ves?
—Por eso —dije.
—Es una pasada, tío.
—¿El melón? —preguntó Amy.
—El melón, seguro —convine, calculando el peso de la fruta.
—¡Déjame a mí! —dijo Ed—. ¡Yo quiero tirar el melón! —Amy y yo nos miramos—. ¡Venga! Yo no he tirado nada.
—Tienes que pasar la prueba —dijo Amy con severidad—. Tienes que traernos algo que valga la pena tirar, si no, no entras en la fiesta.
Asentí.
—Todavía no has sido iniciado.
—¡Enseguida traigo algo! —Ed se dirigió al apartamento, pero se detuvo—. Un momento; primero tiremos el melón.
Lo sostuve por encima del borde con ambas manos y luego lo solté.
Amy chilló y chocamos las palmas.
—¡Superior!
—¡La puta, tío!
—Muy divertido.
—Necesitamos más fruta.
—Voy a por algo, yo voy.
—Buena suerte.
—Sí, algo que escasee en el frente frutal.
—Mejor otra cosa.
—¿Qué?
—No sé; basura, porquería.
—¿Tú has visto bien este sitio? El salón es como un quirófano; no tienen porquerías.
—Están de mudanza, tío. Deben de tener cosas para tirar.
—Bien pensado. A ver qué puedes encontrar.
—Vamos todos a ver.
—Mejor aún.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kul.
—¡El hombre perfecto! —dije. Kul brillaba un poco; tenía los ojos algo vidriosos. Nunca le costaba demasiado emborracharse—. Kul, seguro que tenéis montones de cosas que vais a tirar, ¿verdad?
—Hura… bueno…
La mayoría de los asistentes a la fiesta esperaban turno para lanzar cosas por el parapeto. Para ser una pareja de delicado minimalismo, Kul y Faye tenían una cantidad sorprendente de cosas que no iban a echar de menos cuando abandonaran el loft: bastantes trastos y menaje de cocina viejos, como cuencos, bandejas, jarras, un exprimidor estropeado, un termo difunto, algunas copas pasadas de moda, un juego para fondues de color verde bilis… y un puñado de adornos regalo de los padres de Faye que nunca les habían gustado y ni siquiera habían colocado a la vista pero que habían guardado por si los viejos se presentaban de visita (los adornos, como los padres de Faye, eran bastante odiosos), además de cosas más grandes que aparecieron cuando Faye y Kul entraron en el juego y la gente empezó a grabar el acontecimiento: un equipo de música viejo, un televisor estropeado, una radio que funcionaba mal y botellas, montones de botellas.
—¡Mi coche! —bramó Ed al tiempo que media docena de botellas de vino cuidadosamente arrojadas se desplomaban hacia la destrucción. Lanzamos una gran ovación más o menos simultánea cuando se hicieron añicos.
—No está cayendo nada cerca del puto coche, Ed —le dije.
—No puedes estar seguro, joder, tío. ¿Y los neumáticos? Los putos neumáticos son nuevos de trinca. Fijo que cuestan una fortuna.
—¿Bolitas de poliestireno? —se rió Amy cuando uno de los compinches de trabajo de Kul apareció entre el gentío aferrado a dos bolsas de cuentas de poliestireno por encima de la cabeza como a gigantescos escrotos marrones.
—¿Tenéis…? ¿Tenéis bolsas de poliestireno? —le pregunté a Kul.
Se encogió de hombros.
—Promete que no lo contarás.
—¿Qué sentido tiene? —gritó alguien—. No van a estallar.
—No —quiso decir el promotor, que, al igual que Ed, era de Sarf Landin y por tanto pronunció otra cosa—. Pero se me ha ocurrido que, bueno, que si les tiras algo pesado encima…
—¡Genial! —chillé, profundamente impresionado por la brillantez de la idea.
—¿Kul? —dijo Faye entre risas pero algo insegura—. Creía que esa silla te gustaba.
—Ya, sí, bueno, no tanto —contestó él—. Échame una mano…
Subimos al parapeto la butaca de madera y metal, un buen puñado de gente la colocamos de manera que pareciera que fuera a desplomarse sobre una o dos bolsas de cuentas y después la soltamos.
La ovación por la butaca fue muy, muy grande; la butaca chocó justo con una de las bolsas de cuentas provocando una explosión masiva de bolas blancas de poliestireno que se dispersaron por el aparcamiento, a estas alturas fabulosamente cubierto de residuos, como una nívea pluma gigante que apuntara hacia la alambrada.
—Eh, si tiramos la pecera, ¿el pez experimentará la ingravidez? O sea, ¿una doble ingravidez? Es broma.
—Faye, ¿quieres esta mesa vieja?
—¡He encontrado más botellas!
Faye miró a Kul con los ojos como platos. Chasqueó los dedos.
—¡La caja esa de cava asqueroso que mi tío compró tan barato en el supermercado! ¿Te acuerdas?
Kul le cogió la cara con las manos y la besó.
—Sabía que acabaría siendo de utilidad. Está claro que es imbebible.
Se dirigió al interior del piso. Un torrente inestable de botellas de diversos tamaños cayó silbando hacia el asfalto, provocando cada una de ellas pequeños vítores. La gente cantaba puntuaciones al mérito técnico y artístico de cada lanzamiento.
—Apuesto a que esto lo has empezado tú, Ken.
Di media vuelta y me encontré con Nikki apoyada en las muletas y con mirada malhumorada.
Levanté las manos.
—Culpable —admití, sorprendido por su expresión—. ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
—Tirar comida que está en perfecto estado está mal, Ken —dijo, negando con la cabeza como ante un niño al que hay que explicarle que no se pinta en las paredes con ceras de colores.
—Solo eran unas frutas. Probablemente no…
—Venga, ya, Ken. —Sacudió la cabeza y se fue hecha una furia.
Kul regresó con una caja de cartón repleta de botellas de cava y empezó a repartirlas entre las numerosas manos que las pedían.
—Solo para tirar —advertía en serio a la gente—. Os lo ruego; haced lo que queráis, pero no os las bebáis.