Sopesé sin demasiada convicción tratar de alcanzar el radio de reparto de botellas de Kul, pero la presión de la gente resultaba excesiva.
Me volví hacia Amy con las manos en alto.
—Da igual —dijo ella.
Nos apoyamos en el parapeto que daba al este. Me ofreció la mano.
—Buen juego, Ken. —Parecía acalorada, excitada.
—No lo sé —contesté, entrechocando su mano—. Antes me gustaba más.
—¿De veras?
Más ovaciones cuando las botellas de cava llenas estallaron con estruendo y ruidos varios a un volumen satisfactorio.
—Sí —dije—. Llámame purista, pero tengo la impresión de que cuando dejamos la fruta se le acabó la gracia, perdimos la categoría de aficionados.
—No puedes vivir en el pasado, Ken.
—Supongo que no.
—Debemos enorgullecemos de haber estado cuando todo empezó.
—Tienes razón. ¿Fue idea mía o tuya?
—Quizá de los dos.
—Desde luego.
—Por supuesto.
—Mentes brillantes.
—Tuvimos la idea; aprovechamos el momento.
—Nada de patentes; lo importante es el resultado.
—El destino.
—Como en Destiny’s Child.
—Synchronicity.
—The Pólice —dije, justo cuando llamaron al móvil (yo también lo tenía en vibrador). Cuando lo sacaba de la chaqueta, sonó el de Amy; una coincidencia clásica que no sabía identificar.
—Ja, ja. Esto sí es synchronicity —dijo.
Me reí y miré la pantalla del teléfono; mi productor, que llamaba desde el despacho. Oí uno o dos teléfonos más por los alrededores y me pareció escuchar también el fijo del piso y me pregunté si por alguna extraña razón todos los presentes habían programado las alarmas para poco después de las dos un martes de septiembre por alguna urgencia.
—Hola, Phil —dije.
Amy también contestó a su llamada.
—¿Qué?
—¿Qué?
—¿Nueva York?
—¿El qué?
—¿Dónde?
—¿El World Trade Center ? ¿Eso no es…?
—¿Un avión? ¿Qué, un avión grande como un Jumbo o así?
—Quieres decir que, o sea, ¿te refieres a los dos rascacielos?
Kulwinder regresaba por entre la muchedumbre mientras seguían sonando los teléfonos y las caras empezaban a parecer perplejas y el ambiente comenzaba a cambiar y a enfriarse. Ahora se dirigía de vuelta al espacio principal mientras hablaba con alguien por teléfono.
—Sí, sí, voy a poner la tele…
2. MIÉRCOLES DE REPRIMENDA
—Eso han sido los Limp Bizkit. Su versión de Misión imposible. Hace tiempo que el tema no está en las listas, Phil. ¿Intentas demostrar algo con ese título?
—Para nada, jefe.
—¿Estás seguro, Phil?
Le miré desde el otro lado de la mesa. Estábamos en nuestro estudio habitual de Capital Live! Estaba sentado, rodeado de pantallas, botones y teclados como una especie de comerciante de materias primas, porque en eso se han convertido los estudios, incluso en el tiempo relativamente escaso que llevo en el maravilloso mundo de la radio; tienes que buscar los dos reproductores de cedés (en este estudio, arriba a mi derecha, entre la pantalla del correo electrónico y la que detalla las llamadas de los oyentes) para confirmarte a ti mismo que no eres un trajeado jugando en el mercado de futuros. Solo el micrófono, que emerge en ángulo de la mesa de mezclas principal, da alguna pista.
—Segurísimo —contestó Phil, parpadeando tras las gafas.
Las gafas de Phil tenían una montura negra y gruesa, como las de Michael Caine interpretando a Harry Palmer o las de Woody Allen interpretándose a sí mismo. Phil Ashby era un tipo grandote, amable, de aspecto arrugado, con el pelo grueso, rebelde y prematuramente entrecano (según Phil, las canas eran obra mía, aunque yo tenía pruebas fotográficas de lo contrario) y un leve deje del oeste; tenía una manera de hablar lenta, arrastrando las palabras, casi soñolienta, que, aunque yo nunca lo había admitido ante él, complementaba mi voz. Solemos hacer la broma de que él va permanentemente de Valium mientras que yo siempre voy de speed y un día intercambiaremos drogas y los dos hablaremos normal. Phil ha sido mi productor en Capital Live! durante este último año. Dos meses más y habría establecido un nuevo récord de trabajo radiado. Rara vez aguanto más de un año antes de que me echen por decir algo que alguien en alguna parte cree que no debería haber dicho.
—Lalo.
—¿Qué? —Esta vez me tocó a mí parpadear.
—Lalo —repitió Phil.
Solo podía verle la cabeza por encima de los diversos aparatos electrónicos y pantallas que nos separaban. A veces ni siquiera eso, no cuando Ashby hundía la cabeza tras un periódico.
—¿Ése no es uno de los Teletubbies? Lo pregunto porque sé que eres un experto.
—No; Lalo Schifrin. —Se calló y se encogió de hombros.
—Buen encogimiento de hombros radiofónico, Phil.
Tenía efectos sonoros para muchas de las sílabas silenciosas que componían el fragmentado lenguaje corporal de Phil, pero todavía estaba trabajando en uno para el encogimiento de hombros.
Arqueó las cejas.
—Bien. —Cogí un anticuado cronómetro mecánico del paño verde que cubría la mesa. Lo puse en marcha—. Vale, voy a cronometrar cuánto tardas en explicarte, Ashby.
Eché un vistazo al reloj de pared del estudio que colgaba sobre la puerta. Noventa segundos más y saldríamos de antena. A través del cristal triple, en la sala de producción donde en los viejos tiempos solían cobijarse cómodamente los productores, nuestras ayudantes parecían enfrascadas en un conflicto de baja intensidad, consistente en lanzarse aviones de papel unas a otras. Bill, el presentador de los informativos, deambulaba entre ellas ondeando el guión y gritando.
—Lalo Schifrin —dijo pacientemente Phil en el silencio de nuestro lado del cristal—. Compuso la banda sonora original de Misión imposible.
Detuve el cronómetro.
—Cuatro segundos; no te estás esforzando. A ver, Lalo. Te refieres a la serie de televisión.
—Sí.
—Bravo por él. ¿Y con eso quieres decir que…?
Phil frunció el ceño.
—Gente vagamente relacionada con el pop cuyos nombres parezcan puesto por bebés.
Resoplé.
—¿Solo gente? ¿Así que el «Ob-la-di, ob-la-da» de los cuatro de Liverpool no contaría? ¿Ni el «In-a-gadda-da-vida»? ¿O el «Gaba-gaba Hey»?
—No hay público para eso, Ken.
—¿Y para Lalo sí?
—Jay-Lo.
—Jay-Lo.
—Jennifer López.
—Ya sé quién es Jay-Lo.
—P. Diddy, para el caso.
—¿Lulu? ¿Kajagoogoo? ¿Bubba sin Sparxx? ¿Iio? ¿Aaliyah?
—Que en paz descanse.
Negué con la cabeza.
—Solo estamos a martes, ¿y ya estamos tocando fondo como si fuera viernes?
Phil se rascó la cabeza. Apreté una tecla de función de mi teclado de efectos especiales; un sonido exagerado y a madera de alguien rascándose la cabeza, de dudoso valor cómico, resonó en mis auriculares. Era eso o repetir lo del cronómetro, y no se puede exagerar con estas cosas. Nuestros oyentes, de los que gracias a una carísima, dinámica y sólida investigación de mercado sabíamos que eran estadísticamente de una gran lealtad e incluían una proporción mayoritaria de publicistas con un perfil de ingresos elevado, estarían familiarizados con la gama de efectos sonoros descaradamente descabellados e incluso estrambóticos que empleaba para dar una idea de las acciones silenciosas de Phil mientras estábamos en el aire. También sabían lo que era aire muerto, que es el término terroríficamente técnico con el que los cerebritos de la radio nos referimos al silencio. Cogí aire.