Nos estábamos parando en el Mall, arrimándonos a la acera cerca del Instituto de Arte Contemporáneo.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
El conductor echó una mirada al retrovisor, encendió las luces de emergencia, apagó el motor y se giró, pasándome las llaves. Me quedé mirando las llaves que me había dejado en la mano preguntándome qué narices pasaba.
—Tengo que hablar con usted, señor Nott —dijo. Cosa que bastó para tensarme y comprobar si los seguros de la puerta estaban subidos—. Pero no quiero alarmarle. —Señaló las llaves con la cabeza—. Por eso le he entregado las llaves. Si quiere, puede salir del coche.
El hombre tendría unos cincuenta años; un tipo con un leve sobrepeso que se estaba quedando calvo y el tipo de gafas de montura grande que estuvieron de moda a principios de los años noventa, además de una cara transida de preocupación y una mirada triste. Por lo demás, resultaba bastante anodino. Hablaba con un acento vagamente de las Midlands, como si hubiera nacido y crecido en Birmingham y hubiera vivido la mayor parte de su vida en Londres. Iba vestido con pulcritud, llevaba un traje gris claro que solo entonces empezó a parecerme de un corte demasiado bueno para un chófer de limusina.
—Aaah. Voy a comprobar la puerta, ¿le parece?
—Adelante, por favor.
La puerta se abrió sin problemas y el ruido del tránsito y la cháchara de un grupo de turistas japoneses que pasaba por allí entró en el coche. Cerré.
—Dejaré el móvil preparado aquí al lado —dije con recelo.
El chófer asintió. Me tendió la mano.
—Chris. Chris Glatz. —Nos estrechamos la mano.
—Y bien, Chris, ¿qué está pasando aquí?
—Como le iba diciendo, señor Nott, me gustaría tener una charla con usted.
—¿Sobre qué?
—Una cuestión que, hum… me ha tocado intentar resolver.
Apreté los ojos.
—Necesitaría que fuera más específico.
Miró alrededor. En la amplia acera arbolada frente a la espléndida columnata del ICA, una pareja de policías paseaba despacio, vigilándonos.
—Francamente, no estamos en un buen sitio —dijo a modo de disculpa—. Sugiera otro lugar.
Consulté el reloj. Faltaba una hora y diez minutos para la hora límite de llegada al estudio antes de que empezara el programa.
—Será mejor que conduzca yo —le dije.
Si se lo hubiera pensando demasiado o se hubiera negado, me habría marchado, pero solo pareció sorprenderse un poco, asintió y abrió su puerta. Me aseguré de que los dos policías nos echaran un buen vistazo saludándolos: «Buenos días, agentes». Contestaron con la cabeza, muy profesionales.
De camino, telefoneé a la oficina, pero las líneas estaban ocupadas. Así que dejé un mensaje a la secretaria de Debbie diciendo que llegaría tarde.
Aparqué el Lexus detrás del Museo de la Guerra Imperial. Compramos unos cafés en un carrito ambulante y caminamos hacia la parte delantera por debajo de los cañones colosales de dos piezas de artillería naval. El señor Glatz se sacó unos guantes del bolsillo del abrigo y se los puso. El aire soplaba del este y las nubes eran grises como la pintura de la artillería gigante que pendía sobre nuestras cabezas.
—Bonito coche —dije—. ¿Es suyo?
—Sí. Gracias.
—Debería haber adivinado que la emisora no alquilaría un Lexus para mí.
—Ja, ja.
—Bien, señor Glatz. Chris.
—Bien, señor Nott…
—Llámeme Ken, por favor.
—De acuerdo. Ken. Bien, iré directo al grano. Ah, bueno, primero será mejor aclarar que todo esto es extraoficial, ¿de acuerdo?
—No soy periodista, señor Glatz, pero sí, de acuerdo.
—Bien. Entonces. Recordarás que hace unos meses presenciaste un accidente.
—Hum… El tipo del Beemer Compact azul, el que hablaba por el móvil y…
—Exacto, ese. —Bebió un sorbo de café—. Verás, Mark, el caballero implicado, el señor Southorne, y yo a veces trabajamos juntos.
—Comprendo.
—¿No has oído hablar de él?
—No. ¿Debería?
Glatz meneó una mano.
—Es bastante conocido en la City. Es uno de esos tipos con estilo, ¿sabes?
Bueno, no, pensé, pero podía imaginármelo. No me había parecido que tuviera mucho estilo allí plantado bajo la lluvia con el móvil en la mano y mirando a un motorista todavía inconsciente tirado en el suelo, pero a lo mejor había sido por la impresión.
—La cuestión es que, verás —dijo Glatz con aire afligido—. Con esta, se pondría en diez amonestaciones. En el carnet.
Asentí.
—Pobre.
—Doce, y se lo retiran. Seguro que sabes lo que es eso.
—Por supuesto.
—Y bueno, la cuestión es que Mark necesita el coche. Le encanta su coche; le encantan sus coches. Pero conduce mucho, cosa que le entusiasma, y…
Levanté una mano.
—Un momento, Chris. Conducía una mierda de utilitario de dos años. Si le gustan tantos los coches…
—Sí, se lo habían dejado. Tenía el M5 en el taller.
—Ajá.
Vamos que si ajá. Me lo merezco, pensé. Claro. Ya me había embalado dando por sentadas un montón de cosas del hombre ese solo porque conducía la clase de coche que la gente se compraba porque quería dejar claro que tenía un BMW en lugar de por lo que el coche era capaz de hacer. De hecho el tipo tenía un M5. Eso era otra cosa. Había probado a un conducir un M5 hacía un año; una bestia pulcra con cuatrocientos caballos de potencia. Un motor estupendo, pero desperdiciado en Londres.
—Mira, ah, Ken —dijo Glatz, sonriéndome de un modo extraño—. Sinceramente, creo que esto se ha llevado mal. Creo que el enfoque general lo han pensado con el culo. —Otra sonrisa forzada—. Perdón por la expresión.
—Bueno, evidentemente me sorprende, pero está bien.
Sonrió.
—Voy a hablarte claro, Ken. La cuestión es que, verás, nos gustaría que te retractaras de tu declaración, sobre todo en lo referente a que Mark estuviera hablando por teléfono en el momento del accidente.
—Vaya.
Bebí un sorbo de café. La verdad era que detestaba esta nueva cultura del café; eso de la gente paseándose con vasos de cartón del tamaño de una pinta lleno de una droga aguada, caliente e insulsa que costaba unas veinte palabras y cinco preguntas solo pedirla, convirtiendo algunas calles de Londres en meras procesiones de Starbuck, Aroma, Coffe Republic, Costa y… basta. El señor Glatz estaba exponiendo sus argumentos.
—Presentaremos un buen expediente, sugeriremos que el motorista iba demasiado rápido y sacaremos a Mark del follón. Pero necesitamos que te retractes del testimonio dado, Ken, porque es lo que más nos perjudica. Sin tu testimonio podríamos arreglárnoslas; con él, la acusación nos destrozará.
Asentí.
—Bien —dije. Se me había ocurrido una idea muy rara, inquietante, pero también extrañamente tranquilizadora. Parecía improbable de puro grotesco, pero por otra parte, ¿cuándo había sido eso un problema para la realidad si estaba determinada a servirte los flanes con calamares?—. Esa relación de negocios ocasional con el tal Mark…
—¿Sí?
—En términos de legitimidad, ¿dónde la situaríamos?
Chris Glatz se rió entre dientes.
—Ahí me has pillado, Ken. La verdad, muy por debajo de la línea de flotación.
—Bien, y cuando dices —pregunté lentamente— que el asunto se ha llevado mal, ¿a qué te refieres exactamente?
—Ah. Bueno. Cuando, y me apresuro a añadir que, Ken, en ese momento yo no estaba implicado en el tema —dijo levantando una mano—. Cuando se decidió que mis colegas podrían ayudar a Mark con el problema de… ¿cómo decirlo?, tratar de hacerte entender el hecho de que nos tomamos muy en serio el compromiso de ayudar a nuestro amigo y colega.