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Habíamos estado dando vueltas al paseo circular de delante del museo. Di media vuelta y le dije a la cara:

—¿Tiene algo que ver con un viaje al East End en taxi hasta la puta Haggersley Street?

Mi nuevo colega Chris miró alrededor y dio unas palmadas al aire.

—A ver, entiendo que estés molesto, Ken, pero…

—Hijos de puta… ¿Intentasteis dragarme y secuestrarme por una puta infracción de tráfico? —Una vez más, tuve problemas para mantener la modulación de mi voz lo más meliflua posible.

Glatz volvió a dar palmadas al aire. Suspiró y se llevó una mano a la mejilla, luego señaló hacia delante con la cabeza y echamos a andar de nuevo, paseando despacio por el sendero circular.

—Ken, no voy a engañarte —dijo con voz cansada—. Fue una reacción excesiva. Pero —añadió alzando una mano sin darme tiempo a responderle— se tuvo la sensación de que era necesario impresionarte para que comprendieras que somos serios y que contamos con los recursos y la voluntad para llevar adelante, ¿cómo decirlo?, cualquier plan de incentivos que consideremos oportuno.

—Podéis cumplir las amenazas porque sois unos criminales.

Chris se rió en voz alta de mi comentario.

—Bueno, ya que estamos siendo sinceros, en esencia, sí.

—Comprendo. ¿Y la amenaza telefónica? ¿Y los neumáticos del Land Rover? ¿Y los faros?

Asintió.

—Un poco descuidado, un poco innecesario, la verdad, Ken. Por eso estoy aquí. Por eso me dirijo a ti de hombre razonable a hombre razonable.

Reí escuetamente.

—Obviamente, no escuchas mi programa.

Sonrió y bebió otro sorbo de café.

—Ken, nos gustaría compensarte por los daños y las molestias ocasionadas.

—Ya. Sobornarme.

—Sinceramente, sí.

—¿Cuánto?

—Dos mil. Y pagaremos la factura del taller.

—¿Y si digo que no?

Se volvió para mirarme.

—¿La verdad?

—La verdad.

—Entonces iré a ver a Mark y le diré que hemos hecho cuanto hemos podido; incluso nos hemos aventurado por él, pero no ha funcionado. Hemos probado con dinero y tampoco ha funcionado, y a menos que quiera elevar la oferta a una cifra que aceptes…

—No soy pobre ni lo bastante avaricioso, Chris. Y a mucha honra. —Sonreí.

—Me parece bien —dijo, tirando el café en un papelera. Habría seguido su ejemplo salvo que la precaución me empujó a guardar el café todavía bastante caliente para escaldar a cualquiera con el fin de usarlo de arma si la cosa se ponía fea—. De modo que le diría a Mark que a lo mejor tiene que aceptar su castigo como un hombre y conducir con más cuidado en el futuro y contratar a un chófer por el tiempo que le retiren el carnet. Y a menos que cometa una estupidez, cosa de la que intentaré disuadirle, ahí terminará todo.

—¿De veras?

Le miré a los ojos. Me dio la clara impresión de que en realidad al señor Glatz no le parecería mal del todo que su socio tuviera que tragarse el orgullo y apechugar con la condena.

Se encogió de hombros.

—Hay que tener sentido de la proporción con estas cosas, Ken —dijo de modo muy razonable—. De lo contrario, la gente acaba mal parada. Y es un follón. Y los follones, en general, no son buenos para los negocios.

—Así que si no me avengo a retractarme de mi declaración, se acabó.

—En principio sí.

—Ya sé que en principio sí, pero ¿en la práctica?

—Ken. —Glatz dejó escapar un largo suspiro—. No he venido a amenazarte. He venido a hacerte una oferta y así lo he hecho. Parece que la rechazas. En lo que a mí y a mis colegas respecta, fin de la historia. En lo que a ti respecta… Ya me entiendes.

—Creo que sí. Continúa.

—No puedo hablar por Mark, que tal vez quiera ponerse en contacto contigo.

—¿Y eso qué coño significa?

—Ken, Ken —dijo levantando ambas manos—. No te alteres. Significa solo lo que he dicho. No es una amenaza. —Me dedicó lo que probablemente tenía la intención de ser una sonrisa alentadora—. Mark no es… No confía en el físico, ¿comprendes? Por eso hacemos un buen equipo. Él es muy bueno con el dinero, los contactos, el encanto… Bueno. Pero al lavarnos nosotros las manos, la acción directa parece que no se contempla.

—Bien. —Pensé. Señalé a Glatz con el dedo—. Solo por si se le ocurre alguna idea, le dices que un tipo llamado John Merrial me debe un favor, ¿de acuerdo?

Glatz pareció muy sorprendido durante un instante fugaz. Luego, solo ligeramente sorprendido.

—¿El señor Merrial? —preguntó—. ¿De verdad?

—De verdad. Y si Mark no sabe quién es John, creo que tú podrías explicárselo. ¿Verdad?

Glatz había apartado la vista y asentía en silencio. Casi estábamos de vuelta bajo los cañones, que parecían un lugar estremecedoramente apropiado para invocar el nombre del señor M. ante otro villano, a todas luces de menor categoría.

—Ya veo, Ken —dijo sin dejar de asentir y mirándome—. Vaya, interesante. No tenía ni idea. Un favor, ¿eh?

—Es lo que me dijo la última vez que le vi.

Glatz me miró y asintió.

—¿Puedo confiar en tu discreción, Ken? Extraoficialmente, tal como hemos acordado. Todo esto es estrictamente entre tú y yo.

—Evidentemente. Siempre y cuando tu amigo Mark no cometa ninguna estupidez.

—Hablaré con él.

—Estaría muy bien.

Sonrió.

—Bien. Bueno, creo que hemos terminado. ¿Te parece, Ken?

Sonreí.

—Supongo, Chris.

—De acuerdo. —Dio una palmada—. Te llevo de vuelta a la emisora. ¿Quieres conducir tú?

—Lo prefiero. —Echamos a andar hacia el coche.

El señor Glatz señaló mi reloj con la cabeza.

—A propósito, bonito reloj.

—Hum…

¡Ah, qué gustazo cuando llegamos a Capital Live! Hice lo típico de Ronald Reagan, llevándome una mano a la oreja fingiendo que no entendía lo que me decía la prensa. Por supuesto, en lugar de hacerlo cruzando el césped de la Casa Blanca de camino al helicóptero con la prensa a unos cincuenta metros de distancia y detrás de un cordón custodiado por marines, yo estaba a unos diez centímetros de los periodistas, separado de ellos solo por el grosor de un cristal que podría haber bajado con solo apretar un botón. Así era más divertido.

—¡Ken! ¡Ken! ¿Es verdad que pateaste al tipo?

—¡Ken! ¿Cuál es la verdad? Cuéntanos lo que pasó.

—Ken, ¿es verdad que empezaste tú?

—¡Ken! Los alicates, ¿se los tiraste?

Fue fantástico ver a tantos gacetilleros; me esperaba uno o dos, pero aquello era propio de celebridades. Debía de ser un día tranquilo en la capital. Me llevé la mano a la oreja, moví la cabeza, sonreí de oreja a oreja y articulé «No os oigo» en silencio mientras el coche avanzaba despacio y tomaba la curva de entrada en el aparcamiento. Intentaron abrir las portezuelas pero había puesto los seguros a la altura de Trafalgar Square. Tenía dos fotógrafos plantados delante del coche, apuntando al parabrisas; dejé que el coche se deslizara con los frenos chirriando, obligando poco a poco a que los fotógrafos retrocedieran.

En el asiento del acompañante, el señor Glatz se había sorprendido al ver la pequeña multitud de reporteros reunidos a la entrada de las oficinas. Cuando me habían descubierto entre el tráfico conduciendo hacia el aparcamiento subterráneo y se habían acercado corriendo a aporrear las ventanillas armados con grabadoras, disparando flashes —vamos, si había hasta una cámara de televisión—, el hombre se había horrorizado, pero era demasiado tarde. Había cogido un periódico y se había escondido detrás. Claro, eso era justo lo que no tenía que haber hecho, porque ahora las damas y los caballeros de la prensa estaban empezando a pensar: Un momento, ¿quién es ese Sr. Tímido del asiento de al lado? Un par de ellos fotografió las manos del señor G. y el Torygraph que sostenían.