—¿Podemos hablar de lo que todavía no hemos comentado?
—¿Debemos hacerlo? —Phil parecía afligido.
—Phil, la semana pasada me tuvieron tres días fuera de antena; ayer nos pasamos todo el programa pinchando el equivalente pop de la música marcial…
—¿Y? ¿No es eso lo que sale de los amplis Marshall?
—Y además nos dicen que hace siete días el mundo cambió para siempre. ¿Un programa que se presupone de actualidad no debería reflejar esos hechos?
—Ni siquiera sabía que conocieras la palabra presuponerse.
Me incliné más sobre el micro, bajé la voz. Phil cerró los ojos.
—Oyente, esta es la reflexión para hoy. Para nuestros primos americanos… —Phil gimió—. Si encontráis y matáis a Bin Laden, dando por sentado que él sea la basura que se esconde detrás de todo esto, o aunque solo encontréis su cadáver… —Hice una pausa mientras miraba las manecillas del reloj del estudio avanzar en silencio hacia el punto de la hora. Phil se había quitado las gafas—. Envolvedlo en piel de cerdo y enterradlo debajo de Fort Knox. Hasta puedo deciros a qué profundidad: cuatrocientos once metros. Es decir, a ciento diez pisos. —Otra pausa—. No os preocupéis por ese ruido, oyentes, es solo la cabeza de mi productor golpeando suavemente contra la mesa. Ah, una última cosa: tal como están las cosas, lo que ocurrió la semana pasada no fue un ataque a la democracia; de haberlo sido, habrían estrellado el avión contra la casa de Al Gore. Basta por hoy. Hablamos mañana, si es que aún sigo aquí. Después de unos ejemplos vitales de propaganda consumista, las noticias.
—Esta mañana he ido a Bond Street. En DKNY no tenían las existencias normales. ¿Sabes que tenían en su lugar, Kenneth?
—No, no lo sé, Ceel. ¿Por qué no me lo cuentas?
—Tenían cinco mil camisetas rojas de las torres gemelas. Cinco mil. Rojas. Nada más. En toda la tienda. Parecía una galería de arte en lugar de una tienda. Me ha parecido muy conmovedor y artístico. Pero también he pensado que nunca las venderán, aunque supongo que no importa. —Se giró sobre la cama para mirarme—. Todo parece muy silencioso y aterrador, ¿no crees? —Volvió a darse media vuelta.
Aparté un mechón de su larga melena castaña con una caricia y lamí el valle que se hundía entre los omóplatos. Ese hueco era del color de la leche con cacao y sabía a sal. Inspiré el cálido aroma de su piel, dejando que mis sentidos nadaran en él, perdiéndome en el dulce y denso microclima de su cuerpo largo y esbelto.
—Son los aviones —dije por fin, paseando una mano por su costado, por encima de la cintura, la cadera y el muslo. Su cuerpo, tan claro para una mujer decididamente negra, se veía oscuro como la caoba vieja en contraste con la blancura cegadora de las sábanas del hotel.
—¿Los aviones? —preguntó, cogiéndome la mano.
—Han dejado de sobrevolar la ciudad de camino a Heathrow. Para que ningún otro señor Atta pueda estrellar uno contra la torre del Canary Wharf o el edificio del Parlamento. Hace que la ciudad resulte más silenciosa.
(Aquel día, sentado entre las ruinas de la fiesta abandonada de Faye y Kulwinder, mientras los dos comprendían paulatinamente que no iban a ir a Nueva York de luna de miel, al menos no al día siguiente ni probablemente en muchos días, no paramos de salir a la terraza a mirar las torres de Canary Wharf, elevándose en el horizonte a menos de kilómetro y medio de distancia, esperando más o menos ver cómo chocaba con ellas un avión y se desmoronaban con idéntica grandeza atroz que la primera torre. «Es Pearl Harbour II», decíamos. «Tirarán la bomba atómica en Bagdad.» «No me lo creo. Sencillamente no creo que esté viendo esto.» «¿Dónde está Superman? ¿Dónde está Batman? ¿Dónde está Spiderman?» «¿Dónde está Bruce Willis, o Tom Cruise o Arnie o Stallone?» «Los bárbaros se han apoderado de la narración.» «¡Mierda, los malos están reescribiendo el guión…!» «Lo del Challenger y Chernobil fue ciencia ficción, Aum Shinrikyo y el metro de Tokio fue manga; esto es una película de desastres dirigida por Satán.»
Cambiando de cadena descubrimos a un hombre en la BBC asegurando que cuando la gente decía que había visto a personas saltando de las torres en realidad lo que habían visto era el revestimiento de los edificios que se desprendía. Luego volvías a cambiar de cadena y veías los trozos de revestimiento cogiéndose de las manos para saltar juntos y las faldas hinchándose alrededor de los cuerpos. Después se desplomó la segunda torre y ya no quedaban saltos ni caídas posibles, solo seguir al tanto de los fragmentos adicionales de atrocidades que iban surgiendo en algún otro lugar de Estados Unidos.)
—Entiendo —dijo Celia en voz queda, girándose de nuevo—. Tienes razón. —Me acarició la mano—. Pero lo que quiero decir es que todo está más silencioso, Kenneth.
Ceel era la única persona aparte de mi madre que me llamaba Kenneth. (Bueno, aparte de Ed, que a veces me llamaba Kennif, y la madre de Ed, que alguna vez me llamó Kennit, pero eso no cuenta.)
—Hay menos gente. Sobre todo en sitios como Mayfair y Knightsbridge o Chelsea.
—Ah, en pijolandia; entre los hedonistas. ¿Te parecen más silenciosos?
—Sí. Creo que están todos en sus casas de campo.
—Es probable que tengas razón. Entonces, ¿por qué sigues aquí?
—Odio Gladbrook.
Gladbrook era la casa de campo de Ceel, o mejor dicho la de su marido. En el interior de Surrey. Me desagradó en cuanto la oí nombrar, incluso antes de que Ceel me contara que en realidad su marido solo la usaba para celebrar reuniones de negocios e impresionar a la gente. Según Ceel, ella nunca lograba sentirse en casa en Gladbrook y odiaba pasar allí más de una noche. O sea, Gladbrook; hasta el nombre sonaba mal, como el nombre de una empresa ya formada que algún tipo adulador de la City compraría para encarar un chanchullo arriesgado relacionado con la evasión de impuestos. Nunca la había visitado, pero una vez vi el informe del agente inmobiliario; aquello era un libro ilustrado de gran formato que debería haber contado con su propio número del ISBN. Se extendía sus buenas cuarenta páginas incluyendo las fotografías satinadas, pero a cualquiera le habría bastado con saber que el camino de entrada a la casa principal tenía calefacción. Ya saben; para esas tormentas de nieve habitualísimas en Surrey.
—¿El señor M. está allí?
—No, John está otra vez en Amsterdam.
—Hum…
John. El señor M. El señor Merrial. Negocios de importaciones y exportaciones. Drogas, para empezar; en estos tiempos, sobre todo, personas. Tocaba más teclas que dedos tenía en las manos. En estos tiempos algunos de los intereses comerciales del señor M. eran hasta legales; tenía una cartera de bienes inmuebles impresionante, por lo visto. Un hombre un poco mayor que yo; quizá de unos cuarenta años. Según todas las descripciones, un tipo tranquilo, incluso tímido, con un acento medio pijo con un ligero deje del sudeste, la tez pálida y el pelo oscuro, vestido de habitual con un traje discreto de Savile Row y en absoluto la clase de individuo que parece un señor del crimen multimillonario que podría eliminar a gente mucho más importante que yo con la eficiencia y el sigilo —o el dolor y el escándalo— que quisiera cualquier día de la semana. Y yo me tiro a su mujer. Fijo que estoy como una puta cabra.
(Pero, claro, cuando follamos y me pierdo en ella, rodeado de esas profundidades que superan la mera carne, nada puede superarlo, nunca ha habido nada mejor, nada será nunca mejor. No hay otra como ella, ninguna tan serena e intencionada e infantil e inocente y licenciosa y sabia al mismo tiempo. Ella también piensa que estoy loco, pero solo por desearla tanto, no por arriesgarme a lo que sea que su marido pudiera hacerme si nos descubre.