—Muy bien. Así que, ¿qué? ¿Cómo le va a esa mierda de club de fútbol tuyo por tierras escocesas?
Me reí.
—Ahora te escucho, Stan. ¿Sobre qué aspecto en concreto de la profunda atrocidad de los Bankies te gustaría que habláramos, Stanley? Tenemos muchos para elegir y el programa es largo.
—En realidad me la suda, colega.
—Ah, indiferencia. Buena elección. Veamos… ¿Stan? ¿Stanley? ¿Hola? —Le había cortado—. Ah, qué mordaz ha sido este rechazo casual pero incisivo de Stanley. Aunque la verdad es que tengo que decir que en la actualidad a los Bankies no les está yendo nada mal en la liga y tienen muchos números para ascender. Sin embargo, estoy seguro de que la normalidad se restablecerá a su debido tiempo.
Eché un vistazo a la pantalla de llamadas. Las chicas hacían cuanto podían por descartar a los periodistas; el sistema señalaba los números telefónicos de los periódicos y, si Kayla o Andi sospechaban de alguno en particular, lo marcaban con un asterisco (aunque, en el caso de Kayla, además de un asterisco también podía tratarse de , [, 7, 8, 9, U o I). Un nombre y un tema cautivaron inmediatamente mi atención. Oh, oh.
Nombre: Ed. Tema: Robe.
—Ah… Toby, tienes un problema con la seguridad en los aeropuertos.
—Sí. Hola, Ken. Es por las gafas.
—¿Las gafas?
—No puedes subir un cortaúñas a un avión, ni siquiera uno de los pequeños, pero la gente sube con gafas, para eso no hay problema.
—¿Y tú crees que…?
—Las lentes de las gafas son de cristal, ¿no? No son de plástico, ¿verdad? Rompes una y ya tienes dos cuchillas perfectas, ¿no? Muy afiladas. ¿Que las quieres subir a bordo? Ningún problema. Pero ¿un cortaúñas? O sea, por favor, un cortaúñas. Ah, no, de ningún modo. ¿De qué van?
Vi desaparecer la entrada de Ed de la pantalla; había colgado. Ya había dicho lo que tenía que decir.
—Buena puntualización, Tobias —dije—. Deberían dejar las gafas en el banquillo y ofrecer lentes de contacto blancas para esos bellacos astigmáticos en todos los escáneres de los aeropuertos.
—Ed.
—¿Qué coño hacías tratando de contactar con Robe?
—Oh, bueno. Adivina.
—Te dije que no lo hicieras. Que lo dejaras correr.
—Estaba desesperado. Pero, oye, ahora ya está.
—No está.
—Que sí; no me vendió un… ya sabes. Ni siquiera quedamos. Y…
—Se pensó que eras un poli, ¿verdad? Pensó que eras un madero tratando de ponerle una trampa.
—Me dio un poco esa impresión. Pero…
—Ahora me está dando el coñazo porque el número lo conseguiste por mí. De mi madre, Kennif; de mi madre. No le veo la gracia.
—Lo siento, Ed. —Intentaba reprimir las ganas de decirle algo del tipo: «Vamos, Ed, no es tan malo como follarse a la novia de un colega»—. Tenía miedo, pánico, pero lo siento de veras.
—Pues claro que lo sientes.
—Pero ya no necesito… el artículo en cuestión. Ésa es la buena noticia.
—¿No? ¿Por qué no?
—Resulta que había sido una especie de malentendido. Estuve con alguien que está en proceso de resolverlo.
—Hablas como un contable. ¿Alguien te ha apuntado con una pistola en la sien?
—Creo que todo va a salir bien. Casi seguro.
—Bien. Así que ahora solo tienes que preocuparte de que no aparezcan un montón de fachas en mitad de la noche y te pateen la cabeza con sus botas como venganza por haber hostiado al cabrón ese de la tele que negaba el Holocausto.
—Vaya, te has enterado.
Me había llevado casi toda la tarde ponerme en contacto con Ed; su teléfono estaba todo el rato apagado o comunicando y no había querido dejarle un mensaje. Había empezado a llamarle nada más acabar el programa. Habíamos tenido otra reunión con Debbie y Cuy Boulen, nos habían traído unos bocadillos de la cantina para almorzar en el despacho y luego, durante la primera mitad de la tarde, me había dedicado a tareas rutinarias pero necesarias.
Cuando estábamos a punto de marcharnos Phil se había acercado hasta un pasillo con vistas a la calle y había comprobado que todavía quedaban algunos periodistas esperando fuera, así que había pedido un taxi municipal y uno privado por teléfono para que me recogieran en el aparcamiento; Phil, Kayla y Andi se subieron al taxi municipal; apilaron los abrigos y las bolsas en el suelo en un gran montón del tamaño aproximado para esconder debajo a una persona y los periodistas los siguieron diligentemente. Yo me marché en el maletero del otro taxi diez minutos después. Ya había acordado con Craig que me quedaría con él un par de días hasta que hubiera pasado lo peor. El taxi se detuvo según lo convenido en Park Road y salí del maletero para sentarme delante.
Por fin contacté con Ed, después de instalarme en casa de Craig.
—Pues claro que me he enterado. Sales en el Standard, colega.
—¿De veras? ¿En qué página?
—¿Cómo? ¿No tienes un ejemplar?
—Todavía no. Conseguiré uno, luego. ¿En qué página? ¿Qué página?
—Hum… la cinco.
—Por encima o por debajo del pliegue.
—¿Del qué?
—De la mitad de la página. En un tabloide no es tan importante, pero…
—Te han dado la página entera, colega. Bueno, aparte de un anuncio de vuelos baratos.
—¿La página entera? Vaya.
—Dicen que comprenden que lo hiciste por la presión de estar amenazado de muerte y el secuestro y todo lo demás.
—¿Qué?
En fin.
Moví la cabeza.
—Ridley Scott tiene que responder por muchas cosas.
—¿Qué? —preguntó Craig—. ¿Por hacer Black Hawk derribado?
—Vaya, pues sí. Pero no, pensaba más bien en la introducción del concepto Vapor Gratuito.
Craig levantó la vista en mi dirección. Estábamos un poco borrachos y algo colocados, viendo Alien en DVD después de una comida temprana consistente en pizza a domicilio. Nos la habíamos comido mientras veíamos los noticiarios de las televisiones londinenses locales por si me mencionaban, pero no. Me pregunté entonces quiénes serían el equipo de cámaras que esa mañana esperaba a la entrada de las oficinas, aunque luego decidí que probablemente correspondía a alguna televisión que no había conseguido un metraje lo bastante bueno para emitirlo (quizá debería haber salido, decir algo) o cuyos editores habían juzgado que la historia no era lo bastante importante.
Craig estaba bastante menos borracho y colocado que yo, además solo se había comido una porción de la pizza; tenía una cita misteriosa sobre la que no quería contarme nada, a las nueve. Mientras tanto: Alien. Craig era exactamente la clase de hombre que se racionaría, comprando una película vieja en DVD cada vez que se comprara una editada por primera vez. Alien era su última adquisición vieja.
Craig me miró.
—¿Vapor Gratuito?
—Sí —dije gesticulando hacia la pantalla—. Mira qué vaporosa está la Nostramo esa. ¿Quién coño ha decretado que las naves espaciales, docenas de generaciones después de su lanzamiento (sin duda el Modelo T de la navegación espacial y que se sepa nada proclive a los vapores) estarían tan llenas de humo? O sea, ¿por qué? Y desde entonces se ha usado de manera grotesca y excesiva en prácticamente todas las películas de ciencia ficción y suspense descerebradas.
Craig se quedó sentado mirando la película un rato.
—¿El diseñador?
—¿Qué?
—El diseñador de decorados —dijo con autoridad—. Porque queda bien. Hace que el lugar parezca industrial, vivido. Y esconde cosas, de manera amenazadora. Que es lo que se busca en una película de terror o de suspense. Además le da a la gente como tú algo de lo que quejarse, que clarísimamente constituye una ventaja añadida.