—¿Y qué? Si hicieran las películas como se hacen los cuadros, todas serían como una peli de Andy Warhol. —Fingió un escalofrío teatral—. Que no sé a ti, pero a mí la idea me aterra. —Miró el reloj—. Bueno. Será mejor que me arregle. —Se levantó.
—Falta casi una hora.
—Ya, pero tengo que ducharme y todo. —Se dirigió hacia la puerta—. Hazte a la idea de que estás en tu casa.
—Gracias. —Ladeé la cabeza de un modo que sabía que resultaba encantador e irresistible cuando Ceel lo hacía—. ¿Quién es, Craig? ¿La conozco?
—No pienso decírtelo.
—La conozco. No será Emma, ¿verdad?
Se rió.
—¿Alguien nuevo?
—Ken, no es asunto tuyo.
—Ya, ya lo sé. Pero es alguien nuevo, ¿no?
—Quizá —dijo el (en retrospectiva) muy hijo de puta con una sonrisita.
—¿De nuestra edad? ¿Más joven? ¿Mayor? ¿Con hijos? ¿Cómo os conocisteis?
Abrió la puerta mientras negaba con la cabeza.
—Eres como un puñetero periodista.
—¡Espero que la chica valga la pena! —grité al tiempo que Craig salía del salón en dirección a las escaleras.
Confesaré de buen grado cómo me entretuve mientras Craig estuvo fuera: tras un solitario porro y una botella de Rioja, probé con la tecla de rellamada de su teléfono, pero contestaron los imbéciles de Pronto Pizza.
Qué pasa; podría haber cotilleado en la factura detallada del teléfono o algo así. La tecla de rellamada era peccata minuta… incluso aunque sintiera un mínimo remordimiento por abusar de la confianza de mi anfitrión y Mejor Amigo Oficial (escocés).
Como si le importara; a la mañana siguiente, cuando salí para el trabajo, todavía no había regresado.
—La señora Boysert trabajará en casa todo el día.
—Bien. ¿Puede darme el número de su casa?
—Lo siento. No quiere que la molesten.
—Entonces no está trabajando, ¿no?
—¿Cómo dice?
—Mire, ¿me va a dar el número de teléfono o no?
—Lo lamento, señor Nott. ¿Quiere dejarle un mensaje?
—Sí; dígale que es una zorra.
—Ya. ¿De veras quiere que le pase el mensaje, señor Nott? Si insiste, lo haré, pero…
—Ah, olvídelo.
El mediodía del viernes de la semana en que Celia volvía a la ciudad llegó y pasó, pero no recibí ningún paquete ni ninguna llamada telefónica. Nunca me había dejado tan abatido saber que tendría que esperar aún más para verla. Empecé a desear haber hecho algo triste durante alguna de nuestras tardes juntos y haberle pedido unas bragas o algo así. Al menos ahora tendría algo. Me preguntaba si existiría alguna página web que me condujera hasta las revistas y los catálogos viejos en los que había aparecido como modelo. Desde luego, era probable (hacía ya mucho tiempo que había comprendido, como todos los usuarios de internet antes o después, que prácticamente no podía imaginar nada que no estuviera en la red), pero en cuanto se me ocurrió, me lo pensé mejor y decidí que en realidad prefería no saberlo.
Craig pasó fuera el fin de semana con su misteriosa mujer. Ed no estaba, Emma estaba ocupada todo el tiempo, había dejado de insistir con Amy, y Phil estaba decorando. Vi un montón de películas en DVD.
—¡Ken! ¿Cuál es tu versión de la historia? ¿De veras afirmas que no ocurrió nada?
—¡Ken! ¡Ken! ¿Te enviaste tú mismo las amenazas de muerte?
—¿Dirías que Lawson Brierley ha recibido lo que merecía, Ken?
—Ken, ¿es cierto que las amenazas de muerte las hacía alguien con acento árabe?
—Ken, ¿es un montaje publicitario? ¿Es verdad que van a retirar el programa?
—¡Ken! Al grano, al grano: te pagaremos la exclusiva. Con tu aprobación. ¡Y fotos!
—Ken, ¿es verdad que también golpeaste y pateaste a dos guardias de seguridad y a una ayudante de producción?
—Ken, podrían acusarte de desacato al tribunal, ¿qué opinas?
—Kenneth, ¿dirías que tus acciones del pasado lunes y tu actitud desde entonces constituyen una obra de arte ejemplo de metagénero y que cuestiona el contexto en lugar de un simple acto político de violencia mediática?
—¡Eh! Ken, ¿atizaste al capullo o no?
—¡Hola, chicos! ¡Chicas! Bonita mañana, ¿verdad?
(Ése era yo.)
—Ken. ¿La postura que has adoptado tiene algo que ver con tu reconocida antipatía hacia Israel? ¿Podría decirse que estás compensándola?
—¡Ken! Va, Ken. Eres uno de los nuestros. Coopera, coño. ¿Es que no puedes contestar ni una puñetera pregunta? Ya sabes lo que pasará si no lo haces. ¿Aporreaste al tipo o no?
—Ken; ¿es verdad que ya tienes una condena por agresión? En Escocia.
—Señor Nott, a menudo ha criticado a los políticos por no contestar a las preguntas directas de los medios de comunicación; ¿no se siente, en cierto modo, un hipócrita?
—Me encantaría responderos a todas las preguntas, de verdad; de hecho, me muero de ganas por contestaros, y eso podéis reproducirlo. Pero no puedo. La vida a veces es un engorro, ¿eh?
(Ese volvía a ser yo.)
—¡Ken! ¡Ken! ¡Aquí, Ken! ¡Por aquí! Venga, tío; una sonrisa.
—No, tío —dije—. No es mi lado bueno.
—¿Cuál es?
—Cualquiera que fuera, ya es historia. Hasta la vista, chicos.
Kenneth ha entrado en el edificio.
Enseñé mi pase en recepción y al guardia de seguridad y tuve el ascensor para mí solo hasta la segunda planta. Dentro del ascensor, solté un grito y luego me relajé, dejándome caer contra la pared.
Había decidido encararme con la prensa a la semana de mi ahora casi mítica pelea con el asqueroso fascista negador del Holocausto y absoluto mal bicho, Lawson Brierley. Había ido caminando desde casa de Craig hasta el metro, había cogido el metro y caminado otro poco hasta las oficinas de Capital Live! y había visto con tiempo a los periodistas amontonados en la ancha acera de la entrada que daba a la Soho Square. Me había cuadrado de hombros, repasado un par de respuestas preparadas de antemano que tal vez me fueran útiles y había cruzado sonriente por entre aquel montón de capullos.
Si sabían que no iban a sacarte nada ni siquiera teniéndote cara a cara, quizá se rindieran antes que si te limitabas a esquivarlos, porque si sencillamente los evitabas todavía les quedaba la esperanza de que si te pillaban a solas te vendrías abajo y hablarías y acabarías contándoles lo que querían oír. Por supuesto, eso no iba a impedirles inventar lo que quisieran, incluidas supuestas citas directas —a eso se refería el tipo que había gritado «Ya sabes lo que pasará si no hablas»—, pero al menos tenías la conciencia tranquila.
El truco no tenía nada que ver con no contestar a las preguntas sensatas y razonables; el truco consistía en no responder a las preguntas ridículas, las que se pasaban de la raya: ¿me había enviado yo mismo las amenazas de muerte? ¿Había golpeado a la ayudante de producción? ¿Tenía otra condena previa por agresión? (De haberla tenido, lo sabrían; habrían conseguido una copia de la denuncia de las puñetas.) Probablemente ni siquiera se trataba de rumores que alguien les hubiera contado; eran preguntas que los periodistas habían ideado con la esperanza de que yo reaccionara a alguna de ellas con un «¡Claro que no!»… Pero el problema era que contestar a una pregunta habría sido como abrirse una vena en una piscina llena de tiburones; desencadenaría la histeria. Empezabas a contestar —a negar— y luego era muy difícil parar.