—De follarse a mi mujer, Ken.
Mantuve los ojos cerrados.
—No. No iba de eso. No fue así. Si es la impresión que da, lo siento. Lo siento muchísimo, Craig. No quería hacerte daño, ni a ti ni a ella. Siento que haya pasado. —Hice una pausa—. De verdad.
Craig permaneció callado un rato.
—Lo triste es que probablemente estés siendo sincero, Ken.
—¿Vais a volver juntos de todos modos? Es decir, esto no va a…
—Vamos a volver juntos, Ken. El problema eres tú. Ni yo, ni Em.
—Mira, tío…
—Ken, Ken, Ken…
—¿Qué?
—¿Podrías dejarnos en paz una temporada? A los dos solos. Necesitamos tiempo para… arreglar las cosas. ¿Me explico?
Quise tener ganas de vomitar. Abrí la boca cuanto pude. Tragué.
—Claro. Sí. Por supuesto… Sí, claro.
—Tal vez… Quizá… Necesitemos tiempo para reflexionar.
—Sí. Por supuesto. —Descubrí que me había mordido el labio. Notaba el sabor de la sangre—. Ah, espero que seáis muy felices. Espero que funcione. De veras.
—Sí. Bueno. Ah… Gracias por ser sincero, al menos. Me alegro que lo del juicio haya acabado bien.
—Sí. Gracias. Sí.
—Adiós, Ken.
Y, oh, joder, solo el modo en que lo dijo. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas cuando le contesté:
—Adiós, Craig.
El teléfono se cortó. Lo plegué, lo colgué del cinturón. Me quedé un rato mirando la alcantarilla, escuchando el ruido de la música que llegaba del bar.
Al final me enderecé, me sequé la nariz, me limpié las mejillas, me cuadré de hombros y regresé a la puerta del Bough. Había considerado irme de allí sin más, volver a casa a llorar en la almohada o algo por el estilo, pero seguía teniendo una fuga legal que celebrar, y ¿qué mejor modo de ahogar el dolor de haber hecho daño a mi mejor amigo —tal vez le he perdido para siempre— que coger una buena curda?
Cervezas, whiskies, un puro. Mucha charla y mucha tontería con Phil, Kayla y Andi, y luego las chicas se fueron y nos dejaron solos a Phil y a mí durante la hora previa al cierre del local. Hablamos de ir al Clout y a alguna otra discoteca y al final nos decidimos por el Grouche. Me topé con un creativo publicitario del que sabía que por lo general llevaba exceso de material y le saqué algo de coca de calidad razonable para bajarme la borrachera (principalmente para poder volver a emborracharme), pero luego tiré casi toda por el suelo del baño de la taja que llevaba.
No recordaba haber cogido un taxi ni despedirme de Phil, ni salir del Groucho; lo único que recordaba era llegar a casa, al Bella del templo, y estar de pie en el muelle contemplando el agua y tener que cerrar un ojo para no ver doble y decidir que era absolutamente necesario telefonear a Ceel. Hacía demasiado que no la veía. Acababa de evitar un juicio y quizá hubiese perdido a uno de mis dos mejores amigos y necesitaba, desesperadamente, hablar con ella. Incluso consideré, muy brevemente, pasarme por casa de los Merrial y mirar una ventana tras otra con la esperanza de ver a Ceel, de sentirme cerca de ella; quizá hasta podría llamar al timbre y… No.
La telefonearía.
Tuve que usar ambas manos y mantener un ojo cerrado pero conseguí abrirme camino hasta la Posición 96 del listín e inmediatamente apreté la tecla de confirmación cuando el teléfono preguntó si quería marcar ese número y luego oí su voz. ¡Oí su voz! Grabada, pero ¡su voz! Los ojos se me llenaron de lágrimas.
Un mensaje. Podía dejar un mensaje.
Ja; guarro, ¿por qué no? A lo mejor le gustaba.
«Oh, nena, me muero por follarte —dije arrastrando las palabras—. Ha pasado demasiado tiempo, Ceel… y no me refiero solo a mi polla… Ja, ja. Por favor, llámame. Te necesito. Te echo mucho de menos. Necesito lamerte ese rayo que tienes. Quedemos otra vez, pronto. Muy pronto. Te quiero. Buenas noches. Buenas noches, Ceel. Oh, ah, soy yo; yo, Ken. Ken el Pillín. Ja. Buenas noches. Buenas noches, Ceel. Te quiero. Quiero follarte. Buenas noches. Te quiero. Buenas noches.»
No sé cómo, conseguí entrar y meterme en la cama.
Aunque una parte de mi cerebro debía de seguir funcionando, porque cuando me desperté con la luz de la mañana no fue solo a la realidad de una resaca de muerte, sino también a la conciencia plena, espantosa, que me dejó lívido y con retortijones, de lo que había hecho.
10. LOCALIZACIÓN, LOCALIZACIÓN, LOCALIZACIÓN
Mierda.
11. FUNCIÓN PÁNICO AMPLIADA
Me cago en la leche. Me cago en mis muertos. Me cago y me vuelvo a cagar en toda la puta mierda.
No lo había hecho, ¿verdad que no? Por favor, Dios mío, que fuera un sueño, que fuera una pesadilla, que no hubiese pasado, que hubiese telefoneado a otro número. Que fuese el teléfono de otra persona, de cualquiera; el de mis padres, el de Craig, el de Ed, el del despacho, el de cualquiera, cualquiera, cualquiera, pero, por favor, por favor, ése no, el número que había guardado encima del móvil de Ceel no.
Me caí de la cama, todavía vestido. El teléfono no estaba en su funda del cinturón. Miré alrededor. ¿Dónde leches estaba? Ay, Dios, ay, Dios. ¿Dónde estaba? Retiré el edredón, miré debajo de la cama, busqué en los armarios de al lado de la cama, en el ropero, en la mesa de delante del sofá. ¿Qué había hecho con el móvil? Tenía que encontrar al pequeño cabrón, comprobarlo, asegurarme de que no había hecho lo que pensaba que había hecho y por tanto me tenía aterrorizado. Hostia puta, podían estar ya de camino, aparcando, cruzando el pontón, pisando la plancha, subiendo a cubierta. Tendrían las dos sillas preparadas, el grandullón rubio estaría deseando oír y notar mis rodillas doblarse del revés hasta partirse. Luego me castrarían, después me torturarían hasta matarme. O quizá fuesen rápidos, piadosos, y solo me atravesaran la cabeza con una bala. Pero Dios mío, Ceel. ¿Qué le haría Merrial? ¿Qué le haría para obligarla a hablar y luego, una vez conseguido, cómo le haría pagar lo que le había hecho?
Oh no, no, no, no podía estar pasando. Entré en el salón a trompicones. Tenía que estar allí. Por fuerza. Joder, esto no estaba pasando. Tenía que ser un sueño. Ahora mismo en realidad no estaba despierto. Tenía la puta tatarabuela de todas las pesadillas. Por narices. No lo había hecho. No. No podía haber estado tan borracho; ni yo ni nadie. No era posible físicamente que ningún ser humano bebiera tantísimo como para olvidar que había borrado el móvil de su amante con el número del fijo, no cuando el número del fijo era también el de su marido, un puto gángster de altos vuelos famoso por su gigantesco guardaespaldas rubio al que le gustaba saltar sobre las piernas de las personas que no le caían bien hasta que se les rompían las rodillas, se les partían los tobillos o los fémures se les salían de los huecos de la cadera o cualquiera que fuera el horror o espantosa combinación o sucesión de cosas que ocurrían cuando te lo hacía.