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Puse patas arriba el salón. Tiré cojines, levanté alfombras, abrí cajones. Tenía que ser un sueño, tenía que ser una pesadilla. No podía haber hecho lo que pensaba que había hecho. No había bastante alcohol en el puto mundo para obligar a un hombre a hacer algo tan rematadamente estúpido. Nunca, en toda la historia de la especie, había existido suficiente bebida fermentada, destilada o cocida para hacer que nadie, nadie en absoluto, por muy estúpido, irreflexivo o completo agilipollado de primer orden que fuera, cometiera semejante imbecilidad suicida. Existían leyes físicas, reglas inmutables escritas en la urdimbre misma del tejido que conforma la realidad, que impedían que cualquier supuesta criatura sensible hiciera nada que llegara ni a la décima parte de locura cretina y mortal.

Un sueño. Una pesadilla. La peor de todas; una nueva línea de bajamar en el sumidero del miedo y el terror humanos. Tenía que seguir dormido y con el corazón a punto de detenerse de puro pavor. Tenía que despertarme. Urgentemente.

Entré en el cuarto de baño, abrí el grifo del agua fría y me mojé la cara, mojándome y abofeteándome las mejillas y mirando fijamente en el espejo la cara lívida y aterrorizada de un hombre que no iba a despertarse de su pesadilla porque era una pesadilla de la peor especie, de la especie que es real, de la especie que puede causar la muerte pero no el despertar. La cara de un hombre que había matado a la única mujer que quería en el mundo, que la había mandado a una muerte horrible, lenta, dolorosa y lamentable por borracho y por estúpido, por no pensar, porque egoístamente había querido hablar con ella, porque se le había ocurrido que sería divertido o sexy dejarle una mierda de mensaje guarro en el contestador, porque era incapaz de leer la puta pantalla y ver que era otro número de teléfono, un teléfono fijo, porque era incapaz de captar la diferencia entre un servicio de buzón de voz y un contestador doméstico normal.

¿Por qué había contestado ella? ¿Por qué no había podido grabar el puto mensaje del contestador el puto hombre de la casa? ¿Por qué el cabrón de Merrial le había pedido a su mujer que grabara el mensaje, el muy mierda, patético, inútil, asqueroso y pringao?

Miré el estante de encima del lavamanos. El teléfono estaba allí. Lo cogí. Pero debía de haberlo dejado encendido durante la noche porque no tenía batería.

Le chillé. Sin decir ninguna palabra, solo grité. Sí, grita, pensé. Practica para luego, porque probablemente vas a gritar bastante en un futuro no muy lejano. Gritarás cuando veas las dos sillas colocadas a una pierna de distancia, cuando veas al grandullón rubio sonriéndote y dando saltitos de puntillas, gritarás cuando te aten, gritarás cuando saquen las navajas o los alicates o el soplete. Sí, era buena idea gritar ahora. Hasta era posible que de algún modo espeluznante cargara el teléfono, resucitara la batería. Porque tenía que comprobarlo; necesitaba que el puto trasto plateado de mierda se encendiera y funcionara para poder consultar la lista de últimas llamadas y descubrir que —¡eh!— pues claro que no había llamado a Ceel (aunque todavía oía su voz, todavía me recordaba de pie en cubierta escuchando, a oscuras, su bonita voz); no, había llamado a otro. A cualquiera, coño.

Ceel. Tenía que telefonearla. Corrí, conecté el teléfono al cargador de la mesa del salón y descolgué el teléfono fijo del barco.

Nada. ¡Jesús! ¡Habían cortado la línea! Estaban… Dio línea.

Titubeé. ¿Era lo correcto? ¿Estaba haciendo lo que debía? Sí, por supuesto. Estaba bien comprobarlo, solo por si alguien era tan estúpido como para hacer lo que yo había hecho anoche, pero era lo correcto. Definitivamente. La llamé al móvil, al número que me sabía de memoria. Por favor, contesta, por favor ten el móvil encendido. No, por favor, no estés en casa, por favor, en cualquier otro lugar, en algún lugar donde puedas correr, huir, escapar de él.

Por amor de Dios, contesta, Ceel, contesta. Por favor, contesta.

—¿Sí?

¡Sí!

—Celia. Hola. Soy Ken. Kenneth. Ken Nott.

Ay Dios mío, iba a tener que contárselo, iba a tener que admitir que era un imbécil, que la había puesto en el peor de los peligros, todo por ser un borracho estúpido.

—¿Sí?

—Mira, he hecho algo total, increíblemente estúpido. Tienes que escapar, huir.

—Sí —dijo con calma—. Estoy en Escocia.

Por detrás de su voz oí el motor de un coche.

—¿En Escocia? —grité.

Pero eso era bueno. Cualquier lugar alejado de Londres era bueno. A menos que estuviera con él, a menos que Ceel estuviera con él y él consultara el contestador a distancia, desde dondequiera que estuvieran de Escocia. Mierda.

—Huy, me temo que me estoy quedando sin cobertura —mintió—. Te volveré a llamar cuando tenga… Vaya. Se ha cortado. Bueno —le oí decir a otra persona—, qué raro…

Y colgó.

Cogí el móvil con la esperanza de que se hubiera cargado suficiente. No.

Me senté, tembloroso. Ceel estaba viva. En Escocia. La había avisado y me llamaría cuando quienquiera que la acompañara la dejara a solas.

Si había hecho lo que temía haber hecho —y tenía que aceptar que probablemente lo había hecho porque recordaba la voz de Ceel y algunas de las palabras del mensaje del contestador—, ¿qué podía hacer? Miré la hora. El imponente Breitling decía que —mierda— eran las diez y media. Tenía que devolverlo y regresar a mi Spoon, mucho más elegante… ¿En qué estaba pensando? A la mierda con el reloj, a la mierda pensar en el reloj o cualquier otra cosa aparte de la terrible situación suicida en la que nos había colocado a Celia y a mí. Piensa; tal vez Merrial estuviera con ella. Tal vez —probablemente— habían ido a pasar fuera el fin de semana. Eso me daba un día y medio para hacer algo.

¿Qué? ¿Quemarles la casa? ¿Entrar? ¿Contar con que habría un criado o un sirviente o alguien (aunque entonces, ¿para qué tenían contestador?) e intentar hacerme pasar por él…? No lo sabía. ¿El hombre del gas? ¿Un poli? ¿Un puto testigo de Jehová?

¿Podía acceder a la cinta o el chip desde fuera de la casa? ¿Y si volvía a telefonear y dejaba un mensaje interminable, se grabaría encima del de la noche previa? No. Por supuesto que no. Nunca me había topado con ningún contestador así. Nadie diseñaría un contestador así. Bueno, nadie con un mínimo de sentido; un capullo como yo sí, claro.

Prende fuego a la puta casa. Lanza un cóctel molotov por la ventana, vierte líquido para mecheros por la rendija del correo; cuando lleguen los bomberos —llámalos primero, antes de ir, pero a la policía no— les dejas reventar la puerta y luego entras con ellos, finge ser un policía de paisano o de algún cuerpo especial o consigue una tienda de disfraces y alquila un uniforme de policía…

Oh, por favor, ojalá no haya pasado. Por favor que sea cosa de un síndrome de falsa memoria muy vivida. Me había imaginado su voz en el mensaje del contestador. No había sido ella. Había copiado mal el número de la tarjeta de Merrial, escrito mal un dígito y había estado equivocado todo ese tiempo y la primera vez que había llamado me había contestado la voz de una mujer que vivía en la casa con el teléfono con un solo dígito diferente del de Merrial y por lo tanto había dejado mi mensaje guarro y sexual en el contestador de una desconocida. Dios mío, tenía que ser eso. Por fuerza.

Pero si no era así, si lo había hecho de verdad, ¿qué podía hacer?

Tenía ganas de vomitar. Me encontraba muy mal. Me daba vueltas la cabeza, empezaba a ver las cosas como dentro de un túnel. Me zumbaban los oídos. Me levanté y me dirigí tambaleando al lavabo.

Diez minutos más tarde, todavía con alguna que otra náusea seca, la garganta irritada, la boca apestosa a pesar de los enjuagues y los dientes con esa sensación pegajosa resultado de acabar de bañarlos con ácido estomacal, volví a sentarme a la mesa del salón e intenté encender el móvil. Todavía tenía la cara pálida. Las manos me temblaban incontroladas. Tuve que apoyarme el teléfono en las piernas para poder acertar con las teclas. Me eché a llorar por lo embarazoso y desesperado de la situación.