El teléfono se despertó con un zumbido encima de mi muslo. El marcador de batería solo indicaba una barra de capacidad pero no necesitaba más. Tú funciona un par de minutos, trasto de los cojones; podrías haberte quedado seco anoche antes de que hiciera la llamada que puede conseguir que me torturen y me maten, a mí y a la mujer que amo, zurullo plateado y lleno de botones. Sí, ya sé que estás buscando, capullo… Para de una puta vez y muestra el menú. Menú; Listín Telefónico, OK, Marcación Por la Voz, Números Personales, Últimas Llamadas. Se me secó la boca. OK. De Salida. ¿Seleccionar? OK.
Allá vamos.
Miré fijamente el número. Me levanté de un salto y cogí la cartera, donde tenía la tarjeta de Merrial. Comprobé los teléfonos número a número. Los comprobé otra vez, y otra más, deseando que uno, solo un asqueroso dígito de las pelotas difiriera. Joder, no habría sido tan difícil equivocarse; me equivocaba todo el tiempo. Incluso estando sobrio. Constantemente. Solo por esta vez, que sea un error.
¿Llamar?, preguntó el breve retazo de escritura de la parte inferior de la pantalla. No. No, no quiero llamar otra vez, coño, estúpido cacho de mierda. Quiero Deshacer. Quiero apretar F1 o ir al menú adecuado con la flecha del ratón y Deshacer, Deshacer de cabo a rabo lo que hice anoche, rebobinar la cinta, oh sí, borrar el chip, formatear el disco, rebobinar la cinta mortal de las pelotas o lo que fuera que tuviesen en esa casa a un kilómetro escaso de mi barco, rebobinarla y borrarla. Mejor todavía, sacarla y quemarla y reducirla a cenizas finísimas y tirarlas todas en un triturador de basura de la distante Mongolia de los cojones.
Leí los números de la pantalla del teléfono, comparándolos con los números de la tarjeta de Merrial. Eran idénticos. Ahora no iban a cambiar. Cerré el teléfono.
A lo mejor Merrial no adivinaba quién era. Había dicho que era Ken, eso lo recordaba —pensé—, pero a lo mejor a Merrial no se le ocurría relacionar ese Ken borracho con el tipo que había conocido en el patio de Somerset House… Ah, mierda, ¿en qué estaba pensando? Había dicho Ken el Pillín o algo igual de patético e incriminatorio, ¿no? ¿O sí?
No importaba; era un puto locutor radiofónico; me enorgullecía de tener una voz inconfundible. Incluso si Merrial no escuchaba nunca el programa y se había perdido mis apariciones estelares en radio y televisión de las últimas semanas o nunca había escuchado un anuncio doblado por mí, algún conocido suyo me reconocería. Y en cualquier caso no había ocultado mi número de teléfono; su contestador lo habría grabado, como suelen hacer esos trastos, ¿no? O tal vez el suyo no; a lo mejor el contestador de Merrial era uno de los primeros modelos, una máquina viejísima que nunca había llegado a reemplazar y que no guardaba una lista de los números entrantes.
Sí, eso.
Pero incluso si tenía el número, ¿cómo iba a saber que era el mío? Yo no le había dado mi teléfono, no podía… Sí, claro, el gran señor del crimen no tenía ningún modo de descubrir a quién correspondía un número de móvil. Por supuesto que lo tenía.
¡Ya está!, pensé. Me debía un favor. Merrial me había dicho que le llamara si había algo que pudiese hacer por mí. Le llamaría una y otra vez hasta que contestara o me acercaría hasta la casa y colaría una nota por debajo de la puerta y le pediría que por favor no escuchara los mensajes del contestador; como un favor personal; que confiara en mí. Cielos, sí, eso seguro que funcionaría. Y O. J. Simpson era inocente y Al Megrahi culpable.
¡Llama ya!, pensé. ¡Claro! Llama ahora y averigua si el puto contestador sigue en marcha. ¿Por qué no había empezado por ahí? Porque todavía estaba borracho, con resaca y aterrado bajo la influencia del error más catastrófico cometido en la larga historia de los errores catastróficos.
Me alcancé el teléfono fijo. Mierda, ¿y si contestaba Merrial? ¿Y si decía algo del estilo «Ah, Kenneth, otra vez tú. He escuchado tu mensaje. Muy interesante. Acabo de mandar a un par de colegas a hacerte una visita para charlar un rato…»?
Oh, joder, joder.
Intenté marcar el número tres veces, pero me temblaban demasiado las manos.
La voz de Ceel, grabada. Su bonita, clara, serena, perfecta voz. Deje su mensaje después de oír la señal… Luego una serie de pitidos indicativos del mensaje o mensajes ya dejados —¡el mío!, el mío estaba ahí, ¡esa divagación de mierda, sucia y borracha, estaba girando ahora mismo!—, luego el bip. No dejé otro mensaje. Colgué. De modo que, probablemente, nadie había escuchado el mensaje. Lo peor aún no había ocurrido. A menos, claro, que Merrial se estuviera haciendo el listo y fingiera que no lo había escuchado… pero eso era ser más paranoico de lo que la realidad demandaba, como si no fuera ya bastante mala.
Quizá pudiese confesar a medias. Podía decir que me había obsesionado con Celia desde que la había visto en la pista de patinaje. Vivía una fantasía en la que éramos amantes, la acechaba… No. No, así Merrial también me haría algo horrible, solo por eso, y era probable que quisiera asegurarse de que no había pasado nada, de modo que me torturaría para sacarme la verdad. Y no me hacía falsas ilusiones acerca de mi aguante sometido a dolores extremos, ni por Celia, ni por mí, ni por nadie.
Tenía las palmas de las manos empapadas de sudor. La boca tan seca que no podía tragar. Me levanté con torpeza y fui a la cocina a por algo de agua mineral. Llamaron al fijo al segundo trago y escupí el agua en la moqueta.
—¿Kenneth? —Era ella. Gracias a Dios. Ella, viva, sin gritos de agonía, capaz de hablar y ahora con libertad para hacerlo—. ¿Qué pasa?
Se lo conté. En toda mi vida —y quizá no me quedara mucha más— no había sabido nunca de nadie que permaneciera tan sereno frente a un desastre tan rotundo y absoluto. Celia estaba en su derecho de echarse a gritar, llorar o desgañitarse, pero solo me hizo un par de preguntas sensatas y meditadas para cubrir algunas lagunas que había dejado en mi semihistérico relato de lo ocurrido. Luego la oí suspirar.
—Bien. Bueno, yo estoy en Escocia con unos amigos, cerca de Inverness. John está en el Peak District, practicando espeleología. Volverá esta noche o mañana.
—¿Esta noche? Dios mío.
—Depende del tiempo que haga; si llueve demasiado el sistema se inunda y no pueden hacer gran cosa. La última vez que hablé con él no estaba nada claro.
Me pasé la mano por la cara.
—¿Tienes acceso a los mensajes del contestador desde fuera, desde otro teléfono?
—No. John no quiso un contestador con esa función, por si acaso alguien descubría la manera de acceder a los mensajes.
—Vale, vale, bueno, eso como mínimo nos da tiempo hasta que tu marido vuelva a casa. —Cerré los ojos y me quedé de pie, moviendo la cabeza—. Ceel, lo siento muchísimo. Soy incapaz de decirte…
—Kenneth, basta. Tenemos que pensar. Bien. Bien. Puedo fingir una emergencia y pedir que me lleven al aeropuerto. Cogeré el próximo vuelo. Llegaré a casa antes que John y borraré la cinta.
—Sí, por favor, por favor, por favor.
—Será mejor que hable con los anfitriones. —La oí suspirar—. Será interesante. Te llamaré en cuanto tenga noticias.
—¿Ceel?
—¿Qué?
—Te quiero.
Esta vez cogió aire.
—Sí —dijo—. Bueno. Enseguida te llamo.
Y colgó.
Bebí de la botella de agua con las manos todavía temblorosas. Fijé la vista al frente, sin ver nada. Seguía viva. Los dos seguíamos vivos. De momento. De momento no había habido torturas ni muertes dolorosas. Ceel volvería. Regresaría, a tiempo. Brillante, serena, Ceel, llena de recursos, resolvería la increíble mierda de lío que había montado el idiota de su amante. Bendita mujer fantástica, bella, maravillosa, sexy y lista. Quizá no volviera a hablarme más, quizá me echara de su vida para siempre con una carta y me maldijera ritualmente todas las noches antes de irse a dormir durante el resto de su larga vida por ser tan capullo, como sin duda lo era, pero al menos viviría para hacerlo, al menos los dos seguiríamos vivos. No sufriríamos por culpa de mi estupidez. Bebí más agua y me dije que un día acabaría viendo el lado divertido de todo el asunto.