El tráfico era relativamente fluido. Hacía una mañana de invierno agradablemente templada, con nubes altas y sol débil. Corría la brisa. ¿Por qué cojones no podía correr la brisa en Inverness? ¿Y salir el sol en el puto Peak District? Podría haber ido más rápido, pero había limitado la velocidad entre cincuenta y sesenta kilómetros por hora. No habría sido un buen momento para que me pararan por exceso de velocidad, en especial con la ignota cantidad de alcohol que todavía recorría mi sistema sanguíneo.
Ascot Square estaba tranquila. Los racimos de globos plateados atados a la verja indicaban que se había celebrado una fiesta en una de las casas del otro lado de la plaza que la de los Merrial. Quizá unas bodas de plata. Montones de Mercedes, Jaguar y BMW, además de dos Range Rover y un par de Roller o Bentley; también, algún Audi A2 y una pareja de Smarts. Los Merrial vivían en el número once, cerca del centro de la imponente hilera de casas adosadas de cuatro plantas más sótano. No se distinguían señales de vida en el número once.
En los jardines privados del centro de la plaza crecían tilos y hayas altos. Atravesé la plaza en dirección a la Eccleston Street y luego giré hacia Chester Square. Aparqué en una plaza para vecinos un par de minutos, me subí a la parte de atrás del Landy y me puse el mono. Completamente nuevo; lo había comprado junto con el Landy, pensando en encargarme yo mismo de las reparaciones. Y una talla menos de la que necesitaba; las mangas de la camisa y los bajos de los 501 sobresalían por debajo del mono verde sus buenos dos o tres centímetros. Estupendo; así que ahora parecía estúpido además de criminal. Tenía una gorra de béisbol vieja de los premios Sony de la Música; me la puse. Una pista para la gente de la industria, pero ¿qué iba a hacerle? Saqué las gafas de sol del cuchitril escondido entre los dos asientos delanteros.
¡Guantes! Claro, necesitaba guantes. Iba a forzar una casa o entrar de forma ilícita o cualquiera que fuera la definición legalmente adecuada. No quería ir dejando huellas por todo el maldito lugar. Guantes. Tenía unos en alguna parte. Rebusqué detrás de los bancos de ambos lados, hundiendo la mano entre los respaldos y el asiento. Caray, allí había sitio para esconder una caja entera de herramientas además de… los guantes. Por fin. Eran gruesos, acolchados, para arrancar ramas de zarzas o trajinar con cables de cabestrante o cualquier otra mierda viril por el estilo; en cualquier caso, nada que ver con el tipo de guantes finos y delgados que desearías para la delicada operación de colarte en la casa de otro pero, mierda, tendrían que valer.
Salté delante y volví a arrancar, crucé otra vez Ascot Square y me metí en el callejón del lado sur. Allí se hacinaban partes traseras de casas carísimas con variados tratamientos de la arquitectura antigua, una gran diversidad de ventanas grandes y balcones pequeños, toldos y escaleras. También había muchas plantas; colgando de cestas, en macetones o emparrados. Mierda; y una familia cargando un Landy Discovery. Una pareja joven y tres críos colocando neveras portátiles y sillitas de niño para pasar el día fuera. ¡Mierda! ¿Qué horas eran esas de salir? ¡Si casi era mediodía! ¡Habían perdido la mejor parte del día, joder! ¿No podían haberse largado después del desayuno, los muy imbéciles?
El hombre alzó la vista al ver acercarse por el callejón de adoquines mi cascado todoterreno. Me repasó bien. Hum, no reconozco ese trasto ruinoso ni al sospechoso bicho raro de las gafas de sol que lo conduce. No vive por aquí. Y tampoco es una furgoneta del gas ni de la luz. Prácticamente le veías bullir el pensamiento.
Bajé la ventanilla y paré al lado del Discovery.
—Usté perdone. ¿Esto é Ascot Mews norte?
—Ah, no —dijo el tipo—. Está en Siythe.
—¿Seguro? Pues, vale. —Eché una mirada al otro asiento, como si consultara alguna guía—. Vale. Gracias, tío —dije, y salí marcha atrás.
Aparqué cerca de la esquina de Eccleston Street con Eaton Square y fingí consultar el callejero. El Discovery se unió al tráfico y puso rumbo al río al cabo de diez largos minutos. Regresé a Ascot Mews sur, pasé por delante de varias casas del final del callejón donde empezaban los garajes y las tapias altas de los jardines. Fui contando números hasta el once, pero no tenía que haberme molestado; la reluciente puerta verde para peatones que daba a la calle junto a las puertas recién pintadas del garaje lucía un flamante número once.
Había repasado mentalmente lo que tenía que hacer. Ya que había que hacerlo, mejor darse prisa. Me olvidé de las ventanas traseras de las casas de la otra acera y de las vecinas al número once. Apagué el motor, bajé, cerré la portezuela, trepé al techo por el parachoques y el capó delanteros —el aluminio cedió bajo mi peso y todavía me quedó energía cerebral de reserva para sentirme decepcionado— y luego salté a la cima del alto muro de piedra.
Un jardín japonés; grava rastrillada formando estancos redondos secos con grandes guijarros pulidos a modo de islas en las inmóviles ondas grises. Pequeños arbustos y matorrales cuidadosamente recortados; una charca en calma con otro canto rodado grande. Una terraza cubierta por grandes toldos verdes. Algo en la organización serena del lugar me dijo que el jardín era más de Celia que de su marido. Miré abajo. Iba a tener que saltar de una vez y caer en la grava. Habría fácilmente tres metros y medio.
Descolgué una pierna, luego la otra y me quedé balanceándome cuan largos eran mis brazos. En Escocia, de niños, a eso lo llamábamos dreeping. No tenía ni idea de cómo lo llamaban aquí. En realidad, no encontré un buen asidero en la superficie redondeada de lo alto de la tapia así que me limité a apretar cuanto pude los antebrazos y las manos enguantadas hasta que la gravedad me venció y caí al lecho de gravilla. Misericordiosamente hondo. Me golpeé, rodé y no me rompí nada. Aunque tendría que reparar un poco la disposición de la gravilla con un rastrillo. Levanté la vista hacia la tapia. Ya me preocuparía más tarde de cómo salir de allí. Alisé un poco la gravilla mientras lo meditaba, por si acaso se me olvidaba después. No quedó perfecto pero podría pasar por la acción de un gato que se hubiera colado en el jardín. Comprobé la puerta del jardín. La cerradura era una especie de cierre automático reforzado; intenté abrirla, pero por lo visto necesitabas la llave incluso desde dentro.
Llamaron al móvil mientras recorría el sendero hacia la piedra falsa que escondía la llave. El mono tenía dos aberturas laterales para acceder a los bolsillos de la ropa que llevaras debajo. Atrapé el Motorola por una de las rajas. Ceel.
—Estoy en el jardín de atrás —dije.
—Bien. Se me acaba de ocurrir una cosa. John se habrá llevado el coche. Cuando entres, usa las llaves que hay a la derecha de la puerta trasera para abrir el garaje y meter tu coche. Resultará menos sospechoso.
No le había prestado demasiada atención a las puertas del garaje. Me habían parecido bastante altas, pero quizá estuviera equivocado.
—Es un Land Rover —dije—. Hace al menos dos metros de alto. Quizá no pase.
—No, debería caber. Antes eran unas cocheras.
—Vale. Buena idea. —Me detuve frente al tercer farol y bajé la vista hacia el ordenado arreglo de piedras variadas—. Un momento. ¿Y si vuelve? Ver un Land Rover aparcado frente al muro trasero de tu casa podría sorprender un poco, encontrártelo dentro del garaje…
—Hum… tienes razón. He telefoneado al centro meteorológico. Esta noche ha llovido más de lo esperado en el Peak District. Me parece muy probable que John regrese hoy a casa.
—Mierda. ¿Y tú? ¿Qué pasa con el vuelo?
—Aberdeen está cerrado. A Edimburgo o Glasgow son tres o cuatro horas en coche. Estoy intentando cerrar un vuelo privado desde un aeropuerto más pequeño que esté más cerca, pero no es fácil.