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—Bueno, de todas maneras yo ya estoy dentro. Espera. —Me incliné sobre las piedras. Los guantes gruesos implicaron un par de intentos, pero tras unos segundos y unas cuentas blasfemias pude anunciar—: Tengo la llave.

—¿Tienes el número de la alarma?

—Memorizado y por escrito. La puerta de la tapia del jardín, la que da al callejón, ¿dónde encuentro la llave para esa?

—A la izquierda de la puerta trasera, en el office. Búscala. Tiene un llavero de plástico verde.

—¿Puedo cerrar la puerta sin la llave? Me gustaría salir sin tener que trepar el muro.

—Déjame pensar. —Ceel se quedó en silencio un par de segundos—. Sí. Abre la puerta con la llave, devuelve la llave a su sitio, hunde el botoncito de la cerradura y luego cierra la puerta desde fuera. Funcionará. No te olvides de devolver primero la llave de la puerta trasera de la casa a la piedra.

—Hostia —dije, tapándome los ojos con una mano—. Maldita la falta que me hace esto con la resaca que tengo. —Respiré hondo, me enderecé—. Vale. No importa. Bien. Ya está. Gracias.

—Buena suerte, Kenneth.

—Buena suerte, nena.

La puerta trasera se cerró sola y saltó el seguro. Recorrí a toda prisa el office, la cocina y el vestíbulo; un insistente pitido intermitente llegaba desde lejos, desde la puerta delantera. Introduje el código en el teclado de la alarma pero por culpa de los guantes debí de pulsar los botones equivocados. El sudor me picaba en la frente y volví a empezar. Aquello seguía pitando. Se me acababa el tiempo. Me saqué el guante derecho e introduje el código correctamente. El ruido cesó. El corazón me latía a mil por hora, las manos me temblaban. Respiré hondo varias veces. Limpié las teclas que había tocado con un pañuelo de papel, luego volví a ponerme el guante. Dios, qué calor. Me quité la estúpida gorra de béisbol y la guardé en un bolsillo. Algo me indujo a pensar que debía seguir pensando sin parar de hacer cosas, de modo que me dirigí a la puerta de atrás, descorrí el pestillo y la calcé con una bota para la lluvia mientras salía al jardín y devolvía la llave al interior de la piedra artificial.

Volví a cerrar la puerta de atrás. De camino al pie de las escaleras cercanas a la puerta principal descubrí que tenía que visitar el lavabo con urgencia. Era ridículo —por lo que sabía una vecina suspicaz debía de estar al teléfono avisando a la pasma local de que un tipo vestido con un mono desastrado acababa de colarse en un jardín— pero tenía menos de un minuto para encontrar un lavabo o de lo contrario me lo haría encima. Supuse que en parte era el resultado de la colosal ingesta alcohólica de la noche anterior, pero en parte era solo miedo. Recordé haber leído algo al respecto, que los ladrones que dejan una caca en mitad de la alfombra de la víctima necesariamente no estaban comportándose como unos mierdas. Sencillamente no podían aguantarse. Entrar a robar en una casa ajena daba miedo; la mayoría se cagaba de miedo. Y eso que —por norma— no se dedicaban a invadir la privacidad de un puto señor del crimen londinense.

Subí las escaleras a la carrera y me puse a buscar un cuarto de baño abriendo puertas varias, de la sala, la biblioteca, un pequeño cine, otra sala y un vestidor, antes de encontrar una cerrada que debía de corresponder al estudio donde estaba el contestador.

Ay, Dios mío, iba a cagarme en los pantalones. Notaba las tripas soltándose, un músculo por allí abajo empezaba a reaccionar con espasmos a mis intentos de mantenerlo todo dentro. No había ningún lavabo a la vista. Arriba; sabía que arriba había uno; arriba estaba el dormitorio de Celia con su baño correspondiente. Caminé con las rodillas juntas hasta las escaleras que llevaban a la planta siguiente, metiendo barriga como si eso fuera a detener el desastre que se desencadenaría en cuestión de segundos. ¿Qué estaba haciendo? Había sido una estupidez subir hasta allí; seguro que había un lavabo abajo, en la planta baja, donde debían de estar la cocina y el comedor.

Demasiado tarde. Corrí hacia la puerta de una habitación probablemente orientada a la parte de atrás de la casa, con vistas al jardín japonés. Iba con las mejillas hundidas —las mejillas de la cara además de las nalgas del culo—, como por afinidad. Ahora me temblaba todo el cuerpo; casi me caigo al cruzar la puerta de la habitación. Dormitorio. Grande. Oscuro a causa de los estores grises que tapaban dos ventanales altos.

Había sendas puertas a cada uno de los lados de la enorme cama negra y blanca. Abrí la de la izquierda; un puto vestidor.

Me cago en la leche, ¿qué coño les pasaba a esos ricachones de mierda? ¿Es que no podían tener roperos como la gente normal, joder? Malditos hijos de perra mimados. Rodeé la cama renqueando, intentando andar sin separar las piernas y con la mano derecha en el culo, tratando de presionar hacia arriba para que todo siguiera donde estaba. Joder, joder; si esa puerta no daba a un lavabo iba a cagarme en los putos pantalones.

La puerta se abrió y frente a mí apareció un bello retrete de porcelana blanca con tapa y asiento de rica madera oscura. Me saqué rápidamente los guantes.

Mis gimoteos de alivio pronto degeneraron en un terrible lamento de rabia y desesperación frustradas por tener que perder unos segundos con los que no contaba —y que tal vez no pudiera permitirme— en arrancarme el estúpido mono demasiado pequeño antes de alcanzar siquiera los vaqueros y los calzoncillos. Me acordé de levantar la tapa del retrete justo antes de girarme.

Empecé a cagar incluso antes de que mi carne tocara el borde de madera del retrete. Fue una experiencia horrenda, llena de salpicaduras y terriblemente hedionda, pero me pareció que, por los pelos, conseguí mantenerme dentro de los límites del comportamiento social de la defecación.

Me recosté y cerré los ojos, respirando por la boca para evitar el pútrido olor de lo que ocurría debajo de mí y —durante unos instantes breves y fugaces— me dejé llevar por la oleada de alivio animal que me recorría el cuerpo.

—La Virgen —suspiré.

La limpieza me llevó un rato. Casi había terminado cuando caí en la cuenta de que había soltado mi mierda apestosa en el cuarto de baño privado de John Merrial, no en el de Ceel. Los artículos de tocador colocados en los estantes eran masculinos y había un espejo para afeitarse y una maquinilla eléctrica en la balda de encima de uno de los dos lavamanos. Al pensarlo mejor recordé que la ropa del vestidor en el que había mirado antes también era de hombre; no me había dado cuenta por el terror del momento.

Me pareció buena idea tirar dos veces más de la cadena y usar la escobilla del váter para asegurarme de que no quedaban restos.

Dejé el lugar tal como lo había encontrado, exceptuando el olor. Recurrí al ambientador más por deferencia a la formación en hábitos higiénicos recibida de mi madre que porque fuera a notarse la diferencia; si por casualidad Merrial regresaba a casa en el curso de la hora siguiente y decidía que lo primero que necesitaba era una ducha para reponerse tras un largo día en las cuevas, Claro Alpino le resultaría igual de sospechoso que Heces Fecales.

Las toallas perfectamente dobladas del baño me intimidaban, así que después de lavarme las manos me las sequé en el mono en lugar de mancillar aquellas extensiones blancas como la nieve. De nuevo limpié las superficies que había tocado con el pañuelo de papel.

Unas cuantas inspiraciones profundas más y un vaso de agua del grifo y casi estaba lo bastante sereno y calmado para continuar. Encontré otro dormitorio grande del otro lado del pasillo, también con vistas a la parte de atrás. Este dormitorio estaba pintado en tonos azules y verdes pálidos, techos, paredes, moqueta, muebles y complementos. Los estallidos de color tropical en las paredes los aportaban unos cuadros con escenas de junglas exuberantes, profusas abstracciones de flores, hojas, cielo y rocas, atravesadas por lo que semejaban escuadrones de loros o cacatúas surcando el paisaje, representadas en manchas de caótico cromatismo.