Gruesas persianas venecianas cubrían ventanas de un tamaño similar a las del dormitorio del otro lado del pasillo. Quizá en ese barrio todo el mundo tuviera siempre cerradas las cortinas, pensé, esperanzándome de nuevo. Quizá nadie me había visto saltar la tapia del jardín.
Muebles claros. Un gran tocador con peines y botellas y un arbolito para anillos del que colgaban algunas joyas, todo cuidadosamente ordenado. Resultaba muy cálido.
Definitivamente, estaba en el dormitorio de Ceel. El baño se encontraba en el lado contrario que en el otro dormitorio. Tuve que volver a quitarme los estúpidos guantes. ¿Por qué no lo había pensado antes? Me habría bastado un minuto prever en el puto Bella del templo que iba a necesitar un par de guantes finos para todo esto. Pero bueno. La llave aserrada estaba sujeta a la base de la caja de tampones con un trozo de cinta adhesiva de doble cara. Confieso que saqué algunos tampones y les eché un vistazo; después, con los tampones todavía en la mano, repasé el cuarto de baño con la vista, la bañera y, junto a ella, una gran ducha de hidromasajes con asiento. Descubrí que contemplaba el retrete con una sonrisa.
Ay, Dios, ¿qué clase de lunático patético era, acariciando los tampones de una mujer mientras contemplaba embelesado, enamorado, su taza del váter? Aterriza, Kenneth. Y ponte en marcha, memo. Devolví los tampones a la caja y la caja a su sitio, luego repetí la operación de limpieza de huellas.
Bajé a la puerta cerrada del primer piso. Dediqué un poco más de tiempo a echar un vistazo por ahí. La casa estaba amueblada con un estilo respetable, discretamente anticuado, que probablemente se adecuaba al edificio. En realidad se parecía bastante a las suites de hotel, ligeramente más modernas, en las que había estado con Ceel. Celia debía de haberse sentido como en casa. Aunque el calor no era tan sofocante.
La llave abría la puerta del estudio. Dejé que se cerrara tras de mí. El estudio era más anticuado que el resto de la casa. La gran mesa escritorio era de estilo retro sin ironía, con una pieza de cuero borgoña trabajado en oro en la superficie y una lámpara de bronce con pantalla verde. El ordenador era un Hewlett Packard con pantalla de plasma. ¡Ja! Sabía que Merrial no era usuario de Mac. No descubrí ningún indicio de una caja de armas, pero supuse que estaría disimulada.
El contestador tenía una mesita para él solo junto a la puerta. Le dirigí una mirada acusadora, como si todo fuera culpa suya. ¿Has visto los problemas que me has causado, mierdecilla de color beige oficina? Me acerqué al contestador.
Entonces fue cuando oí la sirena.
Debía de llevar un par de segundos sonando en los límites del alcance de mis oídos. Había notado una especie de inquietud general que parecía no concordar con el hecho de que por fin le había echado la vista encima al trasto que tantos esfuerzos, angustias y sudores me había costado encontrar. Entonces lo comprendí: una sirena. Servicios de Emergencia. En una gran ciudad, con el tiempo, dejas de oírlas.
Si vas conduciendo —siempre que no seas la clase de descerebrado capaz de tener un camión de bomberos de veinte toneladas justo detrás con las luces girando y la sirena aullando y aun así no darte cuenta de que tienes que salir de en medio al instante—, todavía te fijas cuando se oye una sirena; empiezas a mirar a las calles laterales, compruebas el retrovisor cada pocos segundos, buscas gente echándose a un lado o subiéndose al bordillo u ocupando las paradas de autobús para dejar vía libre al vehículo de las luces azules. Si no, la oyes pero no le prestas atención a menos que la estés esperando o vaya subiendo de volumen hasta hacerse insoportable y callarse de golpe.
Escuché la sirena cada vez más cerca.
Maldito efecto Doppler, pensé. Puto Doppler con su gua-gua-gua. No pares. No te detengas aquí, en el callejón, ni en la plaza. Continúa. Que la emergencia sea en otro sitio. Que sea un coche de la pasma de camino a un robo en King’s Road o una ambulancia que se dirige a un accidente fluvial o un camión de bomberos acudiendo a una falsa alarma en una tienda; que sea cualquier cosa menos un coche patrulla comprobando un supuesto allanamiento en la parte posterior de Ascot Square.
Me quedé de pie, con la vista clavada en el contestador, consciente de que debería seguir adelante, consciente de que lo sensato, lo inteligente, era seguir adelante con el plan, coger la cinta, borrar el puto mensaje, borrar otra vez el puto mensaje, asegurarme de que la cinta estaba vacía y de que Celia y yo estábamos a salvo… pero no podía. Tenía que escuchar qué iba a pasar con la puñetera sirena. De todos modos aún tendría tiempo de borrar la cinta incluso si la sirena se paraba justo delante de la puerta de Merrial, pero no podía moverme, no podía hacer nada hasta saber qué iba a pasar. Cerca, cada vez más. ¿Encienden la sirena en estas situaciones? ¿No sería la cosa más estúpida del mundo si estás intentando atrapar a unos criminales con las manos en la masa? Avisa a los ladrones. Les da tiempo de largarse con las bolsas del botín y sus chándales a rayas y sus pasamontañas antes de que la pasma les caiga encima y los mande al trullo más rápido que canta un gallo…
Me llamaron al teléfono, que me vibró en la cadera. Di un salto como si me hubiera golpeado con una picana y luego me saqué el guante derecho y lo sostuve entre los dientes mientras desenganchaba el móvil del cinturón. Otra vez gimoteaba. Empezaba a cogerle el tranquillo a eso de gimotear. Me temblaban tanto las manos que casi se me cae el teléfono. Lo abrí. Phil. Corté la llamada y guardé el móvil, aunque con los dedos temblorosos necesité tres o cuatro intentos para acertar con el gancho. La sirena seguía acercándose. Volví a ponerme el guante.
Pasa, pasa. Joder, pasa de largo… San Doppler, os ruego que intercedáis en mi nombre… Hostia, joder, qué asco. Solo me faltaba rezarle al santo patrón de los ateos.
La sirena empezó a oírse más lejos. Solté un suspiro que debía de llevar reteniendo al menos un minuto. El estruendo de mis oídos empezó a desvanecerse y la habitación ganó en colores y dejó de parecerme como vista a través de un tubo. Joder, seguro que había estado a punto de perder el conocimiento.
En fin. Al final habría que encender una vela en la capilla de san Doppler. Roja, desde luego.
Me aproximé a la mesilla del contestador. Tenía una pequeña pantalla verde con letras negras que indicaba el número de mensajes. Cinco. Todavía estaba mirándola cuando sonó.
Di un bote.
—¡Joder! —grité—. ¡Hijo de puta! —En ese momento me pareció un comentario razonable.
El contestador saltó al cabo de cuatro telefonazos. «En este momento no hay nadie», dijo la bonita y serena voz de Ceel.
—¡Que no! —bramé con voz ronca, sacudiendo los puños frente al pecho.
«Por favor, deje su mensaje después de oír la señal.»
—¡No! —chillé—. ¡No te molestes! ¡Vete al carajo, seas quien seas!
Otro clic y un zumbido cuando la cinta del contestador corrió hacia delante. A continuación:
—Ah, hola, sí, me llamo Sam, llamo de parte de British Telecom. Nos gustaría comprobar que está al corriente de nuestras últimas ofertas para usuarios domésticos. Volveré a llamarle más tarde y espero poder charlar con usted de las ofertas. Gracias. Adiós.
—¡Que te jodan! —le grité al teléfono al tiempo que volví a hacer clic y la cinta se rebobinaba de vuelta al mensaje inicial de Ceel.
Típico, pensé. Te borras del listín telefónico porque estás harto de recibir llamadas de vendedores y ¿qué ocurre? Que te llama la British Teleputa. Al menos debería haberme tranquilizado que ni siquiera los criminales metropolitanos fueran inmunes a esos coñazos.
Cuando el contestador se quedó en silencio, identifiqué con cuidado los botones de Función y Borrar. Eran lo bastante grandes para pulsarlos con los guantes puestos. Apreté uno —la pantalla verdinegra me preguntó si quería borrar todos los mensajes—, después el otro. No pasó nada.