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¡Mierda! ¿Lo habría oído Merrial? ¿Y dónde estaba el teléfono? Tirado en el suelo, por alguna parte. Con un poco de suerte, los golpes habrían desmontado el maldito trasto, pero si no había suerte estaba a punto de agotar las tres o cuatro vibraciones del modo en que lo tenía seleccionado antes de empezar a sonar. Tenía que encontrarlo enseguida. Probablemente Merrial se había detenido en el pasillo y escuchaba con atención mientras se preguntaba si había oído un par de golpes sordos separados por un cling metálico procedentes del gimnasio. Si oía el trino insidioso de un móvil desconocido procedente de la habitación de la que acababa de salir, volvería a entrar de inmediato. Aunque todavía era más probable que corriera al estudio, agarrara un arma y volviera hecho una furia.

Me incliné hacia delante, palpando el suelo invisible en busca del pequeño móvil. ¿Por qué puñetas tenían que hacer esos trastos tan canijos? Los móviles viejos eran del tamaño de un ladrillo; seguro que ya lo habría encontrado y no estaría gimoteando mientras peinaba el suelo de madera con las manos, golpeándome con diferentes componentes deportivos y fracasando totalmente en el intento de dar con el móvil, que ahora ni siquiera oía. El tono saltaría en cualquier momento. Tampoco importaba demasiado, porque, gracias al pánico y a los consiguientes porrazos propinados al móvil como si de una maldita pelota de squash se tratara, Merrial ya se habría dado cuenta de que había alguien escondido en el trastero del gimnasio y probablemente ahora subía tranquilamente las escaleras armado con una escopeta o similar, cargada y amartillada.

Un resplandor verde a un lado, parpadeando rápido. La pantalla del móvil. Lo encontré, golpeándome la frente con algo de metal. Lo cerré y lo volví a abrir. La pantalla se veía normal; al cabroncete no le había pasado nada. Entonces, ¿por qué no había pasado de vibración a tono? Luego vi el sobre de mensajes. Claro; habría recibido un mensaje y por eso solo había vibrado una vez. No tenía por qué haberme asustado; desde luego el trasto no tenía por qué haber salido rebotando contra las paredes como una mosca en un puto bote de mermelada.

Seguían sin llegar sonidos del exterior. Quizá me había librado. Me agaché en la oscuridad y accedí al mensaje: «¿Me llamas? C.».

Miré la puerta del armario. A media altura de uno de los bordes se veía un ojo de cerradura anticuada. Me giré para echar un vistazo por el hueco iluminado. Me golpeé la frente con la manilla de la puerta. Caí sentado, con los ojos llenos de lágrimas. Un pomo de puerta justo encima de una cerradura; ¿quién se lo iba a imaginar? Puto idiota. Me había hecho tanto daño que no sabía si el ruido había sido muy fuerte. Hostia puta. Para el sigilo con el que estaba actuando, lo mismo daba que saliera cantando un popurrí de Slipknot y me deslizara por la puta barandilla de la escalera entonando cantos tiroleses.

Miré con precaución por el ojo de la cerradura. Se veía casi todo el gimnasio, incluida la puerta que daba al pasillo. Estaba cerrada. No había nadie en el gimnasio. Me apoyé en la pared y marqué el número de móvil de Celia.

—¿Sí?

—Estoy en el trastero del gimnasio —susurré—. ¿Me oyes?

—Sí. John acaba de llamarme.

—Lo sé. Lo he oído. ¿Quién es Kaj?

—El guardaespaldas de John. Es sueco. Lo viste en Somerset House.

El grandullón rubio.

—Mierda.

—¿Has borrado la cinta del contestador?

—Toda.

—Sal de ahí. Rápido.

—Es lo que intento.

—John ha dicho que echaría un vistazo por la casa y le pediría a Kaj que se pasara. También es posible que se duche. Si lo hace, lo oirás; la bomba de la ducha está en un armario del pasillo de la segunda planta; hace mucho ruido, al menos en ese piso.

—¿Desde dónde viene el tal Kaj?

—No lo sé. Me ha sorprendido que no estuviera con John. Quizá estuvieran juntos y John le diera el resto del día libre. Espera, Kaj tiene una novia que vive… Por los alrededores de Regent’s Park. Tal vez esté con ella. John podría haberlo acercado con el coche de vuelta de Yorkshire. No me ha dicho nada de ningún Land Rover aparcado en el callejón, así que es posible que haya aparcado delante. Pero tienes que irte en cuanto puedas.

—¡Ya lo sé! —dije entre dientes, volviendo a echar un vistazo por el ojo de la cerradura.

De Regent’s Park a Belgravia. ¿Cuánto se tarda en coche? En la hora punta de un día laboral lluvioso y con huelga de metro podían tardarse varias horas, pero era la hora del almuerzo de un sábado soleado. ¿Diez minutos? No; tal vez en domingo. ¿Veinte minutos? ¿Más? Eso suponiendo siempre que el tal Kaj estuviera allí, para empezar. Tal vez el muy cabrón estaba a diez minutos a pie, ocupando la mitad de la acera con los hombros mientras registraba King’s Road en busca de una tienda moderna de tallas grandes.

—Esperaré un par de minutos. Si está registrando la casa, lo más probable es que crea que no necesita mirar aquí porque ya lo ha hecho.

—¿Por qué no le vuelvo a llamar? —propuso Celia—. Puedo tratar de descubrir lo que va a hacer y cuánto tardará Kaj. Hasta puedo intentar convencerle de que no debería estar en casa sin Kaj, de que vaya a casa de unos amigos o a una cafetería.

Lo pensé.

—Buena idea —dije—. Llámame luego.

—Muy bien. Estate preparado.

—Oh, ya lo estoy.

Ceel colgó. Iba a cerrar el móvil cuando la pantalla decidió apagarse sola. Oh. No. Cerré el móvil y volví a abrirlo, pero el teléfono se había apagado solo. Intenté encenderlo de nuevo, pero lo único que conseguí fue una vibración y que iniciara el proceso de puesta en marcha sin mostrarme ninguna de las tres barras de nivel de batería disponibles, detalle que confirmó volviéndose a apagar. Sin batería. Había sido afortunado al conseguir alargar tanto la batería con el poco rato que había estado cargándose en el Bella del templo por la mañana.

Me quedé sentado, respirando casi con normalidad, con el pequeño teléfono en la mano reducido a un bultito muerto, después me lo colgué y suspiré. De modo que estaba solo. Pobre Ceel; se preocuparía al no poder contactar conmigo. Ojalá supusiera que el teléfono se había quedado seco. Otra vez al ojo de la cerradura. En el gimnasio seguía sin ocurrir nada. Pensé que tenía que ponerme el otro guante.

Ah, el otro guante. A ver, ¿dónde estaba?

Cabeceé en la oscuridad. Di media vuelta y resbalé de regreso al rincón donde me había acuclillado, al fondo del trastero; me golpeé otra espinilla con algo muy duro. A ese paso no iba a necesitar que Kaj me saltara sobre las rodillas para romperme las putas piernas. Palpé el suelo. Toqué el guante. Qué alivio. Otro pequeño obstáculo imprevisto que había sabido salvar. Mierda, estaba agotado. Iba a pasar el resto de la vida en esa pijada de casa, intentando salir.

Quizá pudiera tumbarme a dormir donde estaba y nadie me encontraría. Podía acurrucarme, esconderme. Vivir en la casa en secreto como una especie de ermitaño silencioso. Celia me descubriría y me traería algo de comer por las noches, como si fuera un niño al que su comprensiva madre o la hermana pequeña le mandaran comida porque el estricto padre lo había castigado en su habitación.

Me dolían las rodillas de tanto golpe. Rodillas doloridas. Piénsalo. Piensa en el dolor, retén la imagen; la gran cara de pelo rubio y corto de Kaj te sonríe mientras va haciendo boing-boing sobre los pobres huesos de tus piernas, tío.

Una parte sorprendentemente amplia de mi cerebro parecía no querer actuar. Una minoría significativa y chillona de mis neuronas parecía creer que quedarme a oscuras donde estaba era una idea bastante buena. De momento había funcionado; no me habían descubierto, se estaba tranquilo y seguro; tal vez si me quedaba allí todo se arreglaría. Obviamente, sabía que no tenía sentido pensar así, pero resultaba tentador. Quédate. Abandonar el santuario oscuro y mohoso significaba emerger a la luz, enfrentarse a los descansillos y escaleras y pisos y pasillos y puertas de una casa cuyo propietario estaba presente y alerta y potencialmente —y para entonces, muy probablemente— armado. Y que en cualquier caso era un jefe criminal. Y que acababa de ordenar a su guardaespaldas personal, un Dolph Ludgren dopado de esteroides, que acudiera a investigar qué estaba pasando. Ah, sí, quedarse en la oscuridad, escondido en silencio, parecía una idea buena y seductora. O quizá pudiese regresar al dormitorio de Ceel y ocultarme allí, y nuestro intenso karma sexual me protegería misteriosamente de una búsqueda decidida y minuciosa hasta que Celia regresara y me ayudara a escabullirme cuando no hubiera monos en la costa…