No. Largo. Mueve ese culo. Ahora. Vuelve a la puerta. Mira por el ojo de la cerradura. Comprueba que no pasa nada, que no hay nadie. Ase la manilla de la puerta. Gírala y abre la puerta despacio. Levántate. Nota la queja de las rodillas, como si anticiparan lo que podría ocurrirles después si todo sale fatal. Respira hondo. Vuelve a cerrar la puerta. Camina sigilosamente hacia la puerta del gimnasio. No hay ojo de cerradura, así que no puedes espiar el pasillo.
Para y escucha. ¿Oyes una bomba de ducha en marcha? No. Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Regresar al trastero a esperar? ¿Mantener la oreja pegada al ojo de la cerradura del trastero para oír la bomba cuando se encienda? Pero ¿y si desde dentro del armario no se oye? ¿Esperar donde estás, junto a la puerta del pasillo? Pero ¿y si Merrial vuelve a mirar en el gimnasio antes de ducharse? Ya ha estado en el gimnasio, pero tal vez quiera volver a comprobarlo.
Una casa de semejante tamaño probablemente superaba con creces el límite topográfico que según la probabilidad matemática definía cuándo un espacio devenía demasiado grande para que una sola persona pudiera registrarlo por completo. Podías confirmar que no había nadie en una planta determinada, pero mientras te adentrabas en las profundidades de una de sus enormes estancias, comprobando un cuarto de baño adjunto o similar, la persona que se escondía podía escabullirse de una habitación todavía por registrar hasta una de las que se habían comprobado sin que el perseguidor le viera. De modo que tenía sentido registrar dos veces la misma habitación.
Joder, no tenía ni idea. Miré atrás. Cortinas abiertas. La ventana frente a la que había permanecido Merrial mientras hablaba con Ceel por el móvil. Desde allí veía la casa del otro lado de la plaza, por entre los árboles desnudos del invierno. Demasiado alejada para representar un problema. Me pregunté si habría algún modo de salir por la ventana y descender hasta el suelo sin armar un escándalo. O de subir hasta la planta superior y desde allí al tejado para encontrar luego un modo de bajar. Si todavía me funcionara el móvil podría llamar a los bomberos con la excusa de que la casa se había incendiado y tal vez escapar en la confusión. No, solo serviría para complicar las cosas y que hubiera aún más probabilidades de que todo se torciera.
Pasos en el pasillo, acercándose. Mierda. ¿Tenía tiempo de regresar al armario? Probablemente no, y, desde luego, no sin hacer ruido. Me encogí detrás de la puerta. Si Merrial abría la puerta y era lo bastante tonto como para no mirar detrás quizá saliera del apuro.
Pasó de largo. Se cerró una puerta. Me pareció que la cerraba con llave. Esperé al ruido de la ducha. Eché una mirada al gimnasio. Si encontraba una extensión en el gimnasio, ¿me atrevería a telefonear a Ceel por si tenía alguna información vital que debiera conocer? Pero ¿y si Merrial estaba al teléfono? El clic de otro teléfono me delataría.
Esperé. ¿Cuánto tiempo llevaba esperando? ¿Desde dónde tenía que venir Kaj? ¿King’s Road? ¿Regent’s Park? ¿Otro lugar? Joder, ¿cuánto le llevaba al puto Merrial prepararse para una ducha, por amor de Dios? Vamos, hombre; para ya de dar vueltas y desnúdate, métete de una puta vez en la ducha. Abre el grifo y enjabónate.
Quizá Ceel había exagerado el ruido de la ducha. Quizá oía mejor que yo. Quizá alguna rareza en el modo en que el ruido se transmitía por la casa provocaba que el gimnasio donde estaba fuera el único lugar donde no se oía la puta bomba del agua. Escuché con suma atención. ¿Eso era una bomba? Hostia, si el móvil aún tuviera batería podría telefonear a Ceel y preguntarle si ese zumbido lejano apenas audible era la bomba. O si era la calefacción central o la puñetera nevera del estudio o lo que fuera. Quizá Merrial estuviera usando otra ducha por la razón que fuera. ¡Ja! Quizá se estuviera duchando sin hacer ruido porque no quería que el supuesto yonqui con la navaja supiera donde estaba, aunque hubiera cerrado con llave la puerta del dormitorio y presumiblemente también la del baño.
Cuando por fin se encendió la bomba volví a dar un bote; sonaba como si estuviera justo al otro lado de la pared. Me acordé de ese dicho acerca de estar nervioso como un gatito y pensé que era una gilipollez; nunca había visto a un gatito tan nervioso como yo en las dos últimas horas.
Vale. Hora de irse. Así la manilla de la puerta. Pero ¿y si Merrial había abierto el agua para despistar y…? No, no, no, a la mierda; lárgate de una puta vez, cagón de mierda.
Salí raudo al pasillo, con sigilo; cerré la puerta con suavidad y me dirigí a la escalera, pisando con cuidado los escalones para reducir los crujidos de la madera. Hice lo mismo en el siguiente tramo de escaleras. Estaba justo en el último escalón, de cara a la puerta principal y a punto de girar hacia el largo pasillo que llevaba a la cocina y a la puerta de atrás, cuando oí una llave en la cerradura de la entrada.
No me paralicé. Ni siquiera pensé que tal vez podría negar la evidencia, vestido como iba con mi mono increíblemente convincente. No tenía tiempo de retroceder escaleras arriba ni de llegar a la cocina. Quizá tuviera el tiempo justo de alcanzar la puerta que había a la derecha de la principal. La ataqué de un salto, así el picaporte y la abrí, y descubrí que era un guardarropa al tiempo que volvía a cerrar la puerta conmigo dentro, consiguiendo evitar un portazo solo un instante antes de oír que se abría la puerta principal.
Oh, no, iba a estornudar. Jadeaba, casi sin aliento, preocupado porque hacía tanto ruido que quienquiera que acabase de entrar —probablemente Kaj— iba a oírme de todos modos, pero ahora me picaba la nariz como cuando se avecina un estornudo. Apreté la lengua contra el paladar y hundí un dedo contra el tabique nasal, en la base de la nariz. La necesidad de estornudar se disipó. Intenté esconderme entre los abrigos y las chaquetas —por alguna razón, el olor a material encerado siempre me daba ganas de estornudar— y recé para que Kaj no quisiera guardar allí su abrigo. Se cerró la puerta de entrada.
—¿Jefe? —bramó una voz masculina—. ¿John?
Silencio. Me agaché detrás y debajo del grupo de abrigos más grueso. Era invierno; no helaba pero tampoco hacía calor, así que era muy probable que Kaj llevara un abrigo que quisiera dejar en el guardarropa. Oh, no. Por favor, no. Por favor, tienes que ser un sueco duro que se chotea de la mera idea de ponerse un abrigo o una chaqueta hasta que la temperatura no llega a los diez bajo cero y el viento hiela el doble.
Se abrió la puerta.
Dios mío, ya está. Se acabó. No creía estar visible pero mi suerte tenía que acabarse en algún momento y sospechaba que había llegado a su fin hacía tiempo. Enterrado detrás y debajo de los abrigos, solo veía un par de botas Timberland y las perneras de unos vaqueros. ¿Kaj me veía? Oí un frufrú, el ruido de tela contra otra tela, luego la puerta se cerró.
Me quedé donde estaba. Le di tiempo al cabrón del grandullón rubio para caer en la cuenta: Un momento, ¿de quién eran esos zapatos que acabo de ver?
Luego oí pasos pesados subiendo rápidamente la escalera.