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Otra vez tenía la boca seca. Cuando intenté levantarme las piernas me fallaron y tuve que sentarme; me costaba respirar. Me puse de pie. Acerqué la oreja a la puerta. Estaba a un metro de la salida. Escaparía por la puerta principal y al diablo con desandar el camino de entrada. Menos mal que ya había devuelto la llave a la piedra falsa.

Silencio. En el guardarropa tampoco había ojo de cerradura. Me arriesgué a abrir la puerta para echar un vistazo. No se veía a nadie. La puerta se abrió y se cerró casi sin hacer ruido. Escaleras arriba se oía el ruido de la ducha. También una puerta cerrándose con un ruido apagado. Me volví hacia la puerta principal. Por favor, que no haya ninguna criada ni ningún poli al otro lado. La puerta era pesada pero también se abrió silenciosamente; salí de la casa. El aire frío de una luminosa tarde invernal me golpeó en la cara y bajé a saltos los escalones que daban a la plaza, resollando. El aire sabía a libertad.

Dos giros a la izquierda y llegué al callejón. No había nadie junto al Land Rover. Subí al coche y salí marcha atrás. Silbé y chillé durante casi todo el camino de vuelta al Bella del templo. Aparqué en una zona prohibida al lado de una cabina telefónica de Buckingham Palace Street para llamar a Ceel. Tenía puesto el contestador. Me lamí los labios mientras pensaba qué decirle.

—Todo va bien —dije.

Le tiré un beso a una vigilante que ya estaba tomando los datos del Landy.

Luego, cuando llegué al aparcamiento de Chelsea Creek, apenas podía moverme. Era como si las ruedas delanteras se arrastraran por asfalto blando y, al bajar, me fallaron las piernas. Tuve que agarrarme con ambas manos para cruzar la estrecha pasarela que conducía al barco. Cerré la puerta, bajé los escalones a trompicones y —por segunda vez en doce horas e incluso, con el mono, todavía más vestido— me desplomé sobre la cama como un peso muerto. Me dormí al instante.

12. LOS GATOS MUERTOS REBOTAN

Existe una cosa llamada «el rebote de un gato muerto». Creo que es una expresión de terminología bursátil. Alude al hecho de que incluso unas acciones que en esencia carecen de valor y solo van a la baja pueden registrar un ligero repunte momentáneo porque casi todo tiene un fondo. La comparación se basa en el hecho de que, incluso cuando un gato cae al suelo desde cuarenta pisos de altura y muere al instante, experimenta un ligero rebote.

Ahora sería un buen momento para pensar en cosas alegres.

Cuando llegué a Londres por primera vez, en 1994, no era locutor de radio. Había perdido mi trabajo en la StrathClyde Sound tras una serie de disputas (la gota que colmó el vaso, por absurdo que parezca, fue una campaña que titulé «No ensuciéis las estaciones» para que volvieran a instalar papeleras en las estaciones ferroviarias escocesas, ya que el IRA nunca había perpetrado ningún ataque terrorista en Escocia y por tanto no teníamos por qué tragarnos la medida de seguridad inglesa de retirar las papeleras por su condición de potenciales lugares en los que ocultar una bomba). Así que decidí emigrar al sur, a la gran ciudad, como generaciones de escoceses habían hecho antes que yo. En Londres, los pocos contactos que tenía y las docenas de cintas que había enviado no me llevaron a ninguna parte, de modo que acepté un trabajo de mensajero y me dediqué a surcar las calles atestadas a lomos de una Bandit bastante usada que me había costado los ahorros que me quedaban, zigzagueando entre coches, camiones y autobuses y cruzando en contra dirección alguna que otra isla peatonal para llevar documentos, disquetes y dibujos de un despacho a otro a la máxima velocidad.

Luego conseguí trabajo en una empresa de chóferes de motos tras convencer al director, no sé cómo, de que era un conductor hábil, responsable y, por encima de todo, agradable (milagrosamente había conseguido mantener limpia mi licencia pese al caos de la mensajería londinense y a que me habían derribado dos veces). La idea consistía en que el tráfico londinense estaba tan congestionado que se había creado un hueco, casi literal, en el mercado para trasladar a gente de un punto a otro de la ciudad por medios más rápidos que un taxi o una limusina. La respuesta era la moto; una moto grande como una Honda Pan European o una Tourer BMW 1200, complementada con maleteros para el casco extra y el sobretodo del cliente y una pantalla lo bastante alta para protegerlo de lo peor de las inclemencias (siempre que estuvieras en movimiento, aunque, claro, en moto siempre lo estás, incluso en un embotellamiento).

A la empresa no le iba mal, pero acabó con problemas de liquidez y la compró una firma de limusinas; echaron a la mitad de los conductores pero yo fui uno de los afortunados.

Una mañana de finales de primavera, al inicio del primer turno, me llamaron para una urgencia consistente en trasladar a alguien de Islington a Langham Place. El coche no se había presentado y yo era el conductor más cercano. Aparqué frente a un bonito adosado semipijo de Cloudesley Square, una de las zonas más residenciales del distrito, y una rubia menuda y delicada en vaqueros y una camiseta arrugada bajó corriendo las escaleras mientras se ponía una cazadora con pretensiones de ser de motorista y se despedía de un tipo con cara de dormido que había salido a la puerta vestido con lo que me pareció el camisón de una mujer muy pequeña.

—¡Hola! —me saludó la rubia, poniéndose el casco que le había ofrecido.

Tenía una cara pequeña y amistosa, el pelo corto y rizado y extremadamente despeinado y ojos arrugados del tamaño máximo que podía admitir una carita tan fina. Algo mofletuda. Estaba seguro de saber quién era. Y pensándolo bien, el tipo del camisón pequeño también me sonaba de algo.

—Buenos días —contesté, ayudándola a ajustar el cierre del casco bajo la barbilla. Cosa que no resultaba todo lo fácil que debería porque la mujer no paraba de cargar el peso del cuerpo sobre una pierna y luego sobre la otra—. Va a tener que estarse quieta —le dije con amabilidad.

—¡Perdón! —Movió las cejas. El casco le iba un poco grande, pero apreté la correa al máximo.

Abroché el cierre y la mujer levantó la pierna por encima del sillín y se sentó detrás de mí.

—¡Broadcasting House! ¡Langham Place! —bramó, chocando su casco con el mío—. ¡Rapidísimo! Si no le importa.

Asentí y arranqué. Serían las seis menos diez. No llegamos a tiempo, pero el productor cubrió el retraso pinchando un par de discos de cabo a rabo y —aparcado junto a un pequeño café de Cavendish Street— la oí empezar su programa en mi radio de auriculares y sonreí cuando —entre jadeos, risillas y disculpas— le dio las gracias al motorista que la había ayudado a llegar casi a tiempo. «Siento no haberte preguntado el nombre —dijo—. Pero si me estás escuchando: has hecho un buen trabajo, amigo.»

Por entonces Samantha Coghlan era algo muy parecido a la niña mimada del país. Había presentado varios programas infantiles de televisión con gran éxito, había probado con varios programas más serios sin un gran resultado —uno de esos tratos en que se van añadiendo ceros a la oferta monetaria hasta que el talento cede y luego los ejecutivos van por ahí rascándose la cabeza y preguntándose qué hacer con la estrella que han comprado— y después se pasó a la radio nacional en lo que al principio pareció un acto desesperado tanto por su parte como por la de Radio One.

Aunque al final resultó ser perfecta para Los desayunos de la radio. Bueno, perfecta salvo porque demasiado a menudo se quedaba dormida con su famoso novio estrella del cine después de alguna fiesta del mundo del espectáculo o salida nocturna con sus famosos amigos. Simpática y amistosa, pero también aguda y divertida, Sam añadió millón y medio de oyentes al programa y revitalizó una carrera que quizá estaba al borde de tener problemas. Al cabo de un año recibía premios, presentaba un programa de música pop y rock en televisión todavía con más éxito y ayudaba a un par de grandes cadenas a mejorar su aceptación por una generación de consumidores con la que habían perdido contacto.