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Yo me convertí en Ken el Motorista, su medio de transporte preferido de ese verano. Desde el principio decidí callarme mi carrera radiofónica suspendida. Sam empezó a mencionarme en antena con más frecuencia y pasados un par de meses me convertí en uno más del dispar grupo de amigos, conocidos, adláteres y, bueno, parásitos que solía citar —siempre con alegría, nunca para mal— en el programa; un elenco de personajes que por lo visto iba construyendo sin pensar hasta que nos convertimos en una especie de culebrón de la vida real que el público seguía con avidez cinco mañanas por semana.

Al cabo de un tiempo —cuando la empresa nos equipó con intercomunicadores bidireccionales para poder charlar si así lo quería el cliente— Sam empezó a preguntarme por el camino sobre lo que había hecho antes de convertirme en chófer de motos. Al final no puede seguir ocultando mi antigua profesión sin resultar maleducado o mentir, así que lo confesé todo.

—¡Estupendo! ¿De verdad?

—De verdad.

—¡Genial! ¡Ven al programa!

—Oye —le dije—, no me voy a negar, pero quizá prefieras…

—No, hombre. Ven, ¡será divertido!

Así que fui. Y descubrí que no había perdido mi voz radiofónica ni mi toque personal y una mañana que libraba colaboré, de manera suficiente y modestamente divertida, durante cinco minutos de programa. Esa tarde recibí una llamada de una de las emisoras a las que había enviado una cinta de demostración hacía un año; me preguntaban si me importaría presentarme a una audición. Así que Sam me dio mi gran oportunidad.

La encantadora Samantha se despidió de sus oyentes una llorosa mañana de otoño para irse a Los Ángeles a tener niños con su prometido, el actor, cuya carrera había despegado por todo lo alto. Todos la echamos de menos, pero para entonces yo ya tenía un programa nocturno en una nueva radio privada de Londres llamada M25. Le envié flores; ella me envió una nota cariñosa, divertida y cortés que todavía conservo. Lo último que supe de Sam fue que era una mujer felizmente casada, madre de dos mellizas y una gran celebridad de la sociedad hollywoodiense, pero lo que más recuerdo de ella no fue su marcha ni esos generosos cinco minutos de programa que relanzaron mi estancada carrera, ni siquiera la mañana que la conocí; lo que más recuerdo son las estampidas por las calles somnolientas a la luz de un amanecer veraniego en dirección sur, avanzando hacia Langham Place entre el escaso tráfico de las cinco y media con el ronroneo de la moto bajo nosotros. Al principio se agarraba de los asideros, luego, pasados quince días, me pidió permiso para cogerse de mi cintura.

Yo, por supuesto, se lo di y de ese modo, tres de cada cinco mañanas y normalmente a la altura de Caledonian Road, entrelazaba sus manos enguantadas delante de mi barriga, apoyaba su casco en el mío y dormía plácidamente durante el resto del trayecto.

Cuando empezamos a llevar los intercomunicadores, a veces la oía roncar, muy flojito, mientras atravesábamos suavemente las calles silenciosas iluminadas desde las aceras en dirección al corazón de la ciudad que, poco a poco, iba despertándose.

Hasta entonces, nunca había sido tan feliz.

Desde entonces, solo cuando estoy con Ceel.

Y ahora estoy pensando en ella, porque ahora estoy en una caja, amarrado, maniatado, amordazado, a oscuras y petrificado porque va a pasarme algo horripilante, porque todo lo que hice anteriormente, todo ese asunto de entrar y salir de casa de Merrial no ha bastado y los malos han venido a por mí y se me han llevado y tengo miedo por mí y por Celia, porque me atenaza las entrañas y me hiela las tripas la terrible impresión de que cuando me saquen de donde estoy voy a verla y ella estará tan apurada como yo.

Llegaron en mitad de la noche, con la marea baja, cuando el barco entero estaba inclinado, desnivelado e inutilizado, deslizándose hacia un lado de la oscura pendiente de limo viejo de la que emana el olor frío de la muerte.

Me desperté presa otra vez del pánico, pero en esta ocasión porque creía haber oído algo. Me quedé tumbado en la cama, sin atreverme a moverme. ¿Había oído algo? A veces estaba seguro de haber oído un golpe fuerte justo antes de despertar, pero Jo siempre me decía que eran sueños. ¿Había vuelto a ocurrirme? Oí otro ruido, por encima de mí. Empecé a acercar la mano a la cabecera de la cama, donde guardaba la gran linterna-cachiporra negra de Mag-Lite. Quizá estaba soñando. O quizá era Jo que volvía, avergonzada, incapaz de vivir sin mí. Mejor todavía, quizá era Ceel; me habría dejado la puerta abierta o ella habría aprendido a saltar una cerradura de los colegas delincuentes de su marido.

Otro ruido. Hostia. Olvídate de la linterna. Activa el puto aparato para emergencias del Breitling, so burro. Empecé a juntar las manos.

Se encendió la luz. Me dolieron los ojos. Me volví, girando sobre la cama a tiempo de ver a un tipo blanco, alto y fuerte que no conocía encima de mí; de pie en la puerta del dormitorio había otro grandullón con una caja grande a sus espaldas. Tenían la misma pinta que yo hacía un rato: monos y gorras de béisbol. Me llevé la mano derecha a la muñeca izquierda, donde llevaba el Breitling, pero demasiado despacio. El primer tipo me golpeó con fuerza en la barriga y el aire se me escapó de los pulmones. Me agarró de la muñeca y me arrancó el reloj.

Cuando me soltó, me acurruqué, jadeando y lloriqueando, hecho un ovillo alrededor del dolor y el vacío sofocante provocado por el puñetazo, y los tipos me ataron en esa misma posición sin que pudiera hacer nada, tapándome la boca con cinta de electricista plateada y atándome de pies y manos con las misma tiras que usa la poli de modo rápido y eficiente. Los dos llevaban guantes de látex, como cirujanos. Me cachearon veloz, hábilmente, y me vaciaron los bolsillos. Luego me ataron el cuello con una soga al mismo nudo cuádruple que me atenazaba muñecas y tobillos, de modo que quedé en posición fetal. Así me encajaron dentro de la estructura metálica forrada de espuma de una lavadora escondida en la caja de cartón que había visto antes y que debieron de bajar a pulso por las escaleras. Me depositaron sentado sobre nalgas y pies y cerraron la tapa, obstaculizando el paso de la luz. Oí cerrarse por encima de mi cabeza las solapas de la caja de cartón y el ruido de la cinta al rasgarse, luego noté que me izaban para subir las escaleras.

Ahora estaba de lado, tumbado, y rodeado, me pareció, de una gruesa capa de poliestireno expandido. Intenté moverme, intenté gritar por la nariz, intenté patear, golpear, de todo, pero lo único que conseguí fue emitir un patético lamento por mis mocosas narices y acalorarme en aquel espacio minúsculo y aislado. Noté que me cargaban por la pasarela, el pontón, la pendiente de subida al aparcamiento y luego oí el ruido apagado de las puertas traseras de una furgoneta al abrirse. Me bajaron, cerraron las puertas con un golpe sordo, y a los pocos segundos, sin que oyera el motor debido al recubrimiento de espuma que me aislaba, la furgoneta arrancó, viró hacia la calle principal y aceleró.

Dios mío, joder, mierda. Lo mejor que cabía esperar ahora era que la situación estuviera relacionada con el capullo del accidente. Mark no sé qué. Quizá todavía intentaba salirse con la licencia de conducir en regla; quizá había convencido a mi amigo el señor Glatz de que al fin y al cabo, y pese a la charla frente al Museo de la Guerra Imperial, seguía necesitando que me presionaran un poco. Quizá había contactado con otros delincuentes dispuestos a hacerle el trabajo. Quizá tenía más recursos dudosos de los que el señor Glatz suponía. Quizá todo esto lo hacía solo para acojonarme —«¡Eh, chicos! ¡Misión cumplida!»—, para que me aviniera a cambiar mi declaración.