Solo que no lo creía.
Todo había resultado muy fácil, eficiente, bien planeado. Demasiada práctica. Estos cabrones lo habían hecho antes. Era Merrial.
Pero tal vez no. Tal vez cuando llegáramos adondequiera que fuésemos —y siempre cabía la posibilidad de que estuviéramos yendo a algún lugar terminal y espantoso tipo trituradora o incineradora o simplemente una dársena abandonada— vería al tal Southorne en lugar de a Merrial. Tal vez.
Rompí a llorar. El dolor del abdomen disminuía, pero me eché a llorar.
La furgoneta giraba por las calles de noche, a un lado y a otro.
Las cosas que no llegaré a decir. Los sermones que nunca soltaré. Tenía uno en construcción acerca del contexto, la ceguera, la selectividad, el racismo y nuestra intensa imbecilidad a la hora de reaccionar ante imágenes y símbolos y nuestra rotunda incapacidad para aceptar y comprender la realidad en forma de estadística.
Porque el otro día Phil había descubierto una estadística de fuentes fiables según la cual cada veinticuatro horas mueren en el mundo unos treinta y cuatro mil niños debido a la pobreza, la malnutrición y la enfermedad. Treinta y cuatro mil niños de un mundo, de una sociedad mundial, que podría alimentarlos, vestirlos y curarlos a todos con un cambio factible en la distribución de los recursos. Mientras tanto, las últimas estimaciones calculan que en las Torres Gemelas habían muerto dos mil ochocientas personas, de modo que es como si esa imagen, el espantoso derrumbe doble que levantó nubes de polvo, se repitiera doce veces todos los putos días; veinticuatro torres, una a la hora, día y noche sin descanso. Llena de niños.
Lamentamos la muerte de la gente que estaba en las torres, aceptamos prácticamente cualquier medida que evite que se repita y así debe ser. Pero ¿y las treinta y cuatro mil muertes diarias? Dado nuestro comportamiento y, pese a la idea de que se nos supone amor por nuestros niños, se nos perdonaría el pensar que a la mayoría de nosotros nos importan un comino.
Así que tal vez no sea tan terrible estar a punto de dejar este mundo (una última esperanza atrapada en la resaca, avanzando hacia la oscuridad, a la que poder aferrarse). Al menos le dije a Ceel que la quiero. Se lo dije, con las dos palabras convencionales. Ya es algo. No mucho, tal vez, y ella nunca me dijo que sintiera lo mismo, pero yo tenía que decirlo, quizá haya sido la última manifestación voluntaria de mi vida.
Parece que pasa mucho tiempo hasta que la furgoneta se detiene. Luego arranca otra vez, avanza despacio. Se sacude al pasar por encima de lo que da la impresión de ser un terreno desigual o una carretera llena de baches, luego se inclina hacia delante. Un giro a la izquierda, tomado poco a poco, luego varios seguidos, como si bajáramos por una rampa en espiral. Después paramos.
Siento como si el corazón se me despellejara contra la caja torácica, desesperado por escapar; es una rata en un microondas humeante. Sudo entre los confines aislados de la caja. Luego me izan, me bajan y les oigo rasgar la cinta al arrancarla de la caja de cartón. Levantan la tapa y entra un poco de luz. Dos de los tipos con mono que me metieron en la caja me sacan a pulso sin problemas. Desatan la soga que me mantiene el cuello agachado hacia los tobillos y las muñecas, luego cortan la ligadura de plástico que me une muñecas y tobillos. Me abro como una navaja y me sostienen de pie entre los dos, todavía atado de pies y manos. Estoy en un gran túnel rectangular de hormigón. Está bastante oscuro, iluminado únicamente por un par de luces de vidrio reforzado en el techo.
La furgoneta en la que hemos venido era una Astramax blanca y una pequeña parte de mi cerebro que no se cree lo que está ocurriendo piensa: ¡Claro! Una Astramax. ¿Qué, si no? Más adelante veo dos verjas de malla metálica y luces de techo a lo lejos que dibujan una cuadrícula en el espacio más grande que hay del otro lado de las verjas.
Me arrastran hasta las verjas y las abren de un empujón. Estamos en una ligera pendiente. Al fondo, la pendiente desaparece en la negra oscuridad, la oscuridad de un pozo infinito.
Se encienden unas luces del otro lado del abismo negro. Los faros de un coche, cegadores. La negrura es agua. Nos metemos en ella, levantando olor a muerto y podrido. Solo tiene un par de centímetros de profundidad, apenas es más que una película de agua. Las puntas de mis zapatos rozan la fina capa de cemento viejo pero todavía pulido. A unos quince metros de la suave rampa por la que hemos entrado llegamos al coche. Es un Bentley moderno, oscuro, grande. Junto al lado del conductor hay una pequeña isla de palés; unas dos docenas de cuadrados de anémica madera pelada de color blanco amarillento que forman una especie de burdo pontón por encima de la delgada película de aguas negras. El Bentley descansa junto a la isla de palés cual buque amarrado a un muelle.
En el centro de los palés, una columna metálica desciende desde el techo. Hay dos pilas de ladrillos a cada lado de la columna, de unos sesenta centímetros de altura, unidos a la columna de hierro negro con cinta aislante gruesa de color negro. A un metro de distancia, de cara a la columna, hay una gran silla de madera, maciza y sin apoyabrazos, del tipo que encontrarías a la cabecera de la mesa en una granja.
Cuando la veo intento luchar, pero con una ineficacia casi cómica. Sospecho que los dos tíos que me agarran ni siquiera lo notan. Me colocan frente a la silla. Cuando me resisto a que me sienten, el que me ha pegado antes me da un puñetazo que me destroza la mejilla. Por un momento pierdo la conciencia y cuando vuelvo en mí ya estoy atado en la silla y están acabando de engancharme los pies a la columna con cinta de electricista. Tengo los talones apoyados en las pilas de ladrillos, uno a cada lado del poste metálico.
No me lo puedo creer. La cabeza me da vueltas, da volteretas de campana y vibra, como en una atracción de feria en la que mi cerebro es el único desventurado e indefenso pasajero. Cuando estoy bastante asegurado y soy incapaz de mover un pelo —la única parte del cuerpo que controlo es la cabeza—, se abre la portezuela del Bentley por el lado del conductor y John Merrial desciende del coche. Viste un traje negro de tres piezas con chaleco de cuello alto. Guantes negros. Los dos tipos, uno a cada lado de mí, se cuadran ligeramente.
Adiós a mi última esperanza. Es Merrial, no Southorne. Estoy aquí por culpa del día de ayer, por el mensaje, por Ceel, y no por ningún chanchullo idiota para evitar unos puntos negativos en el permiso de conducir.
El señor Merrial parece pequeño, oscuro y apesadumbrado, como si tampoco él fuera a disfrutar con lo que me espera.
Las tripas se me descontrolan y me cago. No puedo evitarlo. Ahora no soy más que un pasajero en mi propio cuerpo que se limita a esperar, escuchar, sentir y luego oler lo que ocurre, sorprendido de lo rápido y fácil del proceso. El señor Merrial arruga la nariz. La mierda me llena los calzoncillos.
Nada, pienso. No se me va a perdonar nada.
El tipo que no me ha pegado se acerca a Merrial y le entrega las cosas que me han quitado. Merrial saca un par de guantes grandes de látex de un bolsillo, se los pone por encima de los de cuero y luego coge el Breitling, sopesándolo. Sonríe.
—Bonito reloj.
Se lo devuelve al tipo. Intenta encender mi móvil pero, claro, no tiene batería. Luego mira en mi cartera, saca varias tarjetas de crédito y papeles y demás y lo examina todo. Se detiene en su tarjeta de visita blanca, en la que yo había escrito.
Desde aquí, como estoy sentado y mi perspectiva es más baja, veo el dorso de la tarjeta, donde he apuntado el código que Ceel me dio por teléfono, el código que desconecta la alarma antirrobo de la casa de Merrial. He estado aquí sentado, tratando desesperadamente de idear lo que tengo que decir y sigo sin tener ni idea, pero todo depende de que el cabrón no mire el dorso de la tarjetita blanca. Si lo mira, no se me ocurre nada que pueda salvar a Celia, por no hablar de mí. Si no lo mira, me queda una remotísima esperanza.