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Parece que el momento se congela. En ese instante, de pronto creo en Ceel y su absurda teoría. En un universo, Merrial gira la tarjeta entre los dedos y ve el código de la alarma apuntado en el dorso. En el otro, solo mira el lado impreso.

Quizá merezco lo que pueda ocurrirme. Sé que no soy una persona especialmente buena; he mentido y he engañado y no sirve de consuelo que pocas veces fuera ilegal. No es ilegal mentir a tu mejor amigo, follarse a su mujer, mentir a tu compañera, serle infiel. Romper ventanillas de coche, golpear a alguien en la cara, fumar costo, allanar casas ajenas; esa clase de cosas son ilegales y también las he hecho todas, pero ninguna significa nada comparado con traicionar a las personas más próximas; de eso es de lo que tienes que avergonzarte. Así que quizá no tengo razones para quejarme si aquí me toca sufrir.

Pero nada de lo que he hecho merece la pena de muerte, ni siquiera que me rompan las piernas, ¿no? He mentido a pequeña escala pero he intentado decir la verdad en general. He intentado ser coherente con mis creencias en lugar de ganar todo el dinero posible. ¿Es que eso no cuenta? Y, de todos modos, ¿quiénes cojones son estos tíos para juzgarme? Soy mentiroso, débil y, desde luego, no soy un héroe porque me he cagado en los putos pantalones pero —incluso sentado aquí, en mi propia pestilencia, con la ropa manchada del sudor de dos días duros— sigo siendo mejor persona que estos capullos vengadores, por muy almidonadas que lleven las camisas.

Ojalá merecerlo o no fuera lo único que importara.

En realidad, no importa un carajo. Ahora mismo habito el reino de la pura suerte, incluso si las locas ideas de Ceel son verdad (que no lo son ni por asomo). Así que a tirar los dados; dejemos que el universo se ocupe de las mates.

Merrial devuelve la tarjeta a la cartera sin mirar la parte de atrás. Entrega todo al hombre del mono, luego se quita despacio los guantes de látex y se los pasa también. El tipo vuelve a situarse detrás de mí.

—Quítale la mordaza de la boca, Alex —dice Merrial.

El tipo que de momento me ha pegado dos veces me la quita con gesto despreocupado. Duele un poco. Trago. El sudor frío me resbala por la cara y se me mete en la boca.

—Buenas noches, Kenneth —dice Merrial.

Durante un rato solo respiro, sin querer confiar en que seré capaz de contestar algo coherente.

Merrial se alza un poco para sentarse en el guardabarros del Bentley.

—Bien —dice con la sombra de una sonrisa—. Gracias por venir. Imagino que te estarás preguntando por qué te hemos invitado aquí esta noche.

Probablemente suponía que era un comentario gracioso. Sigo respirando, sin querer abrir la boca. Le miro a los ojos, oscuros bajo las cejas y las sombras de las pobres luces del techo. Sigo tragando, intentando llevarme algo de saliva a la boca. Echo un vistazo al lugar, miro el Bentley con ojos entornados. Al menos no se ve ni rastro de Celia. Tal vez haya tenido tiempo de escapar. Tal vez no tenga nada que ver con esto. Dios mío, algo a lo que aferrarse; por mínimo que sea.

—¿Te gusta estar en el subsuelo, Kenneth? —pregunta Merrial. No creo que quiera que le conteste, de modo que no respondo—. A mí sí —dice, sonriendo y mirando a la oscuridad—. No sé… Me hace sentir… —Levanta la vista—. A salvo, supongo.

Llegado este punto soy un puro nervio al que esa palabra concreta dispara en pos de la risa histérica, pero no creo que reírse a la cara del señor Merrial sea una buena idea y prevalece la sensatez. Un serie de peditos burbujeantes, horribles, anuncia que mis tripas han completado su deber evolutivo y me han preparado para la lucha o la huida liberándome del exceso de materia que retenía dentro del cuerpo. Una gran ayuda, pienso, sentado, inmóvil, indefenso.

—Sí —dice Merrial mirando alrededor—. Me gusta esto. Es un lugar muy útil. —Señala al suelo, donde el agua ha dejado ya de moverse y ha recuperado su aspecto de negrura pura—. Aunque ahora se está inundando. —Cabecea con los labios fruncidos—. Dentro de un año o dos estará inutilizable. —Me mira—. Es el nivel freático, Kenneth. El nivel freático de todo Londres está subiendo otra vez. Durante años disminuyó; por lo visto, durante siglos, cuando se extraía el agua para la industria: tintes, cerveceras, esas cosas. Ahora está subiendo de nuevo. En las líneas de metro más profundas y en los aparcamientos subterráneos de varias plantas tienen que tener las bombas de extracción en marcha todo el tiempo. —Sonríe débilmente—. Cualquiera diría que podrían utilizar una parte como agua potable en lugar de inundar valles preciosos, pero por lo visto está demasiado contaminada. Una pena, ¿no crees?

—Señor Merrial —digo con voz temblorosa—, de verdad, no sé por qué…

Merrial levanta una mano y mira hacia la rampa por la que me han bajado. Luces, el ruido del motor de un coche grande. Un Range Rover desciende por la pendiente. Se cuela entre la uve de las verjas de malla metálica abiertas y entra en el agua. Se acerca despacio hacia nosotros, levantando un pequeño oleaje negro, luego gira hacia la oscuridad y vira de nuevo, deteniéndose en el lado contrario de la isla de palés del que está el Bentley mientras una serie de ondas en miniatura se rizan y borbotean contra la madera. El Range Rover apaga las luces. El aire huele a tubo de escape.

Se abre la portezuela del conductor, del lado más alejado, y Kaj baja del coche. Se acerca chapoteando, se sube a los palés y ase la manilla de la puerta del acompañante.

Sé que quizá sea ella. Sé quién es probable que se encuentre tras las lunas tintadas. Merrial me observa con atención, lo noto. Miro fijamente la puerta del Range Rover. Voy a hacer cuanto esté en mi mano para protegerla mientras pueda. Tal vez no sea mucho tiempo, pero es lo único que puedo hacer, lo único que aquí depende de mí. Cuando se abre la puerta y veo a Celia, finjo sorpresa. Me quedo mirándola, luego echo una breve mirada a Merrial.

Ceel parece intacta. Mira a Merrial, luego a Kaj, que sigue aguantándole abierta la puerta. Celia baja del coche, arruga la nariz al notar la peste. Lleva unos vaqueros azules, una camisa roja gruesa y una chaqueta de excursionista negra y amarilla. El pelo, suelto. Botas de montañero. Parece enfadada pero serena.

—¿Qué te piensas…? —empieza a preguntarle a Merrial, pero entonces parece verme bien por primera vez. Oh, no, por favor, no te rindas tan pronto, nena. Me mira con el ceño fruncido—. Ése… Ése es Ken Nott. El locutor. —Atraviesa a Merrial con una mirada acusadora—. ¿Qué narices se supone que ha hecho ese? —La pregunta termina bordeando la risa.

Merrial se queda donde está, sentado en el guardabarros del Bentley. Kaj cierra silenciosamente la puerta del Range Rover y se coloca detrás de Celia con las manos cruzadas sobre la entrepierna, al estilo gorila, y paseando la mirada por la escena. Los dos tipos que me han secuestrado permanecen inmóviles, uno a cada lado de mí.

—Preguntémosle, ¿te parece? —sugiere Merrial en tono agradable. Me mira—. Y bien, Ken, ¿por qué crees tú que estás aquí?

—Señor Merrial. No lo sé. No sé qué es lo que cree que he hecho, pero…

Merrial sacude la cabeza.

—Ah, no, Ken. Ya has empezado a mentir, ¿verdad? —Parece sinceramente decepcionado conmigo—. Creía que en tu programa te pasas la vida diciendo que la gente tiene que ser sincera, que tienen que decir la verdad incluso cuando cuesta, pero ya ves, la primera respuesta que de momento nos has dado es una mentira, pura y dura.

—Si… si… si… —tartamudeo por primera vez desde que tenía cuatro años. Respiro hondo—. Si he hecho algo que le disguste, lo siento, señor Merrial. Lo lamento muchísimo.

Merrial se encoge de hombros, arquea las cejas y arruga el labio inferior como en un puchero.