Nikki negó con la cabeza y se acercó cojeando al siguiente marco de la pared del despacho. Ahora solo llevaba una muleta, pero seguía renqueando. Le habían cubierto el yeso con una gran variedad de mensajes multicolores. Estaba en el despacho porque yo sabía que era fan de Radiohead y Thom Yorke iba a venir al programa de mediodía. Solo que ahora acabábamos de enterarnos de que no vendría, así que lo mejor que podía ofrecerle a la chica era una visita guiada por el lugar que culminara aquí, en el estrecho, ultracompartimentado y por lo general desintegrado espacio donde Phil, yo, dos ayudantes y algún investigador de refuerzo ocasional componíamos el programa todos los días. Desde el despacho disfrutábamos de una vista estupenda de los ladrillos blancos y manchados de lluvia del patio de luces, aunque, si te agachabas junto a la ventana y alzabas la vista, veías el cielo.
Las paredes del despacho estaban cubiertas casi por entero de carteles de grupos independientes de los que yo nunca había oído hablar —sospechaba que Phil solo contrataba ayudantes que despreciaran la música que pinchábamos; una de sus pequeñas rebeliones contra el sistema—, sin embargo, también disponíamos (así como del retrato obligatorio de nuestro querido propietario, sir Jamie, que venía con el equipamiento de la oficina) de algunos premios Sony, discos de oro y de platino donados por artistas y grupos que habían sido cruelmente engañados por sus disco— gráficas para que creyeran que nosotros los ayudaríamos con sus carreras y —de lo que me sentía más orgulloso— una modesta colección de gran calidad de correo vengativo enmarcado que había hecho historia.
—Esta carta es de un abogado —dijo Nikki, con el ceño fruncido.
—Es solo una muestra —murmuró Phil.
—Sí —dije—. Sugerí que acelerando «Your Are The Sunshine of My Life» de Stevie Wonder obtenías el mismo riff de «Layla» del colega Clapton. Se habló de emprender acciones legales, pero lo dejaron correr.
—Gram Parsons —dijo Phil.
—¿Qué? —le pregunté.
—Que supuestamente el riff es suyo, no de Clapton.
—¿Sabías que los labios contienen un gran número de vasos sanguíneos, Philip? Podrías engancharte uno de esos parches de nicotina en la boca.
Nikki me dio un codazo fuerte y señaló el siguiente Cuadro de la Vergüenza con la cabeza.
—¿Y ese?
—Ah, mi primera amenaza de muerte —dije, con lo que esperé que sonara a inmerecida modestia—. Un momento del que me siento particularmente orgulloso.
—¿Una amenaza de muerte? —preguntó Nikki, con ojos centelleantes.
—Sí, querida, de la divertida y dormida Irlanda del Norte, donde el tiempo se ha detenido. Pedí que dejaran pasar a los orangistas por las zonas católicas pero que por cada marcha que organizaran permitieran que una católica de proporciones similares atravesara las áreas lealistas con banderas tricolores, carteles de Bobby Sands…
—Héroe republicano de los años setenta que estuvo en huelga de hambre —apuntó Phil.
—… montones de sentidísimos cantos republicanos; esas cosas —continué—. Idea que evolucionó en mi solución patentada de tres palabras para el Problema: «Unión, federal, secular. Empezad ya».
—Eso son cinco palabras —musitó Phil.
—Estaba pendiente de la fase de edición —dije, mirando con expresión resplandeciente a Nikki—. De todas maneras, se ofendieron; por allí arriba son muy susceptibles.
Phil carraspeó.
—Creo que tu comentario jocoso acerca de que la Mano Roja del Ulster es símbolo de una tierra ganada por un pringado dispuesto a automutilarse para reclamar un cacho esmirriado de ciénaga lluviosa tal vez contribuyera también al considerable número de partidarios con los que cuentas en Shankhill.
—¿Lo ves? Intentas resaltar el color local de alguna pintoresca regioncilla de las provincias y los locos esos insisten en entenderlo todo al revés.
—Estoy segura de que en correos ya está tu premio Nobel, tío Ken. ¿Y esta?
—Primera amenaza de muerte internacional —contesté—. Todo por culpa de la por entonces flamante conexión nueva a la web. Otra vez el viejo debate sobre el control de las armas. Si la memoria no me falla, yo argumentaba a favor del control. Pero la cuestión es que me parecía que para Estados Unidos la medida llegaba tarde; se habían hecho la cama y ahora no les quedaba más remedio que acostarse en ella. En el caso estadounidense apoyaba la ausencia total de control. De hecho, admitía que en Estados Unidos las armas deberían ser obligatorias para todos los adolescentes. Podrían producirse asesinatos en masa, por supuesto, pero ¿quién está en situación de afirmar que a la larga no fuera beneficioso? Quedarían menos hijos de puta por los que preocuparse. ¿Y por qué reprimirse y permitir solo automáticas y pistolas? Paso libre a los lanzagranadas, adelante con los morteros y las minas, divirtámonos con algo de artillería tierra aire y armamento pesado de calibre importante. Que traigan también armamento químico y biológico; en cierto sentido, representan la opción ecológica. Misiles de largo alcance. Bombas nucleares. Y si algún cabeza de chorlito rencoroso decide volar Manhattan o Washington con una de esas armas, pues bueno, mala suerte. Es el precio a pagar por la libertad.
Nikki me miró.
—¿Y te pagan por decir esas cosas, Ken?
—Jovencita, no solo me pagan, compiten por mí.
—El tipo es la bomba —explicó Phil.
—Exacto —le dije a Nikki.
—Sí, una bomba de mano —añadió Phil.
Sonreí a Nikki.
—Ahora va a decir «a punto de estallar».
—A punto de estallar.
—Te lo dije.
—A ver, Nikki. ¿Estás segura de que no quieres que te invite a almorzar?
—Sí, gracias.
—Pero estarás hambrienta.
—No, será mejor que regrese. Tengo que encargar libros, leer, esas cosas.
—Hay que empezar el curso de chino con buen pie.
—Es la idea, sí.
Estábamos sentados en mi viejo Land Rover, en el aparcamiento subterráneo de las oficinas, esperando a que se calentara el motor.
—¿Seguro que no quieres comer algo? Venga, mujer; para compensar la ausencia de lord Thom of Yorke. Lo tenía todo listo para darte el gran gustazo y me han frustrado el plan. Necesito un buen final. En serio; conozco algunos sitios estupendos. Hasta podríamos encontrarnos a algún famoso.
—No, gracias.
—¿Es tu última palabra?
—Sí.
—¿Quieres llamar a algún amigo?
—No, de verdad. Mira, no tienes ni que llevarme en coche a casa de Craig, Ken. Puedo plantarme en un taxi.
—¿Plantarte?
—Bueno; coger, subirme. De verdad. No me importa.
—No pasa nada. Le prometí a tu padre que te devolvería a casa sana y salva.
—Sé cuidar de mí misma, Ken —me dijo sonriéndome con indulgencia.
—Nunca lo he dudado. Pero es lo menos que puedo hacer. ¿Dejamos el almuerzo para otro momento? Quedamos otro día para comer, ¿vale?
—En otra ocasión —aceptó con un suspiro.
—Genial. —Se iluminó la lucecilla de encendido del salpicadero; puse el motor en marcha y el coche empezó a emitir un alarmante y persistente estertor—. Oye —dije, cargando el peso sobre el volante tamaño del de un autobús para sacarnos de la plaza de parking—, no sé si ya te lo he dicho, pero me parece una pasada que entres en Oxford.
Se encogió de hombros, casi avergonzada.
—¿Estás totalmente segura de que no quieres celebrar tu ascensión al mundo de los chapiteles con una suculenta comilona?
Se limitó a mirarme.
Me reí, virando para coger la rampa de salida.
—Está bien. Pues vamos a tu casa. —Saqué el Land Rover del aparcamiento de la Mouth Corporation y entramos en Dean Street entre botes, chirridos y golpeteos. Eché una mirada a Nikki—. ¿De qué te ríes?