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—Bueno, todos lo lamentan cuando los pillan, Kenneth —dice, muy razonable—. Pero yo creo que sabes por qué estás aquí. —Habla en voz bastante baja.

Sospecho que ya no hay nada que decir. Me limito a tragar. La mierda está empezando a enfriárseme en el culo sobre el asiento al que estoy atado. Joder, apesto. Oh, Celia, ojalá no tuvieras que ver, oler, experimentar todo esto. Ojalá hubieras escapado, hubieras huido hacia el norte o donde fuera con tal de que fuese lejos de este hombre.

—¿Kaj? —llama Merrial—. Tienes la prueba A, ¿verdad?

Kaj asiente y abre la puerta trasera del Land Rover.

—John —dice Celia—. No sé qué está pasando aquí, pero no quiero formar parte de este asunto. Quiero irme a casa. Ahora. —Parece entera, tranquila, pero claramente molesta.

—Me gustaría que te quedaras un rato, Celia —contesta Merrial.

—Pero yo no quiero quedarme —dice ella con los dientes apretados.

—No lo dudo —le responde Merrial. Balancea un pie un par de veces, golpeando delicadamente el costado del Bentley con el talón—. Pero insisto.

Kaj sostiene un ordenador portátil abierto.

Celia entorna los ojos. Coge aire.

—Será mejor —dice lentamente— que tengas una buena razón para hacer esto, John. —Echa un vistazo al lugar, dedicándome una breve mirada de desdén y ligeramente asqueada—. Hasta ahora me habías mantenido al margen de… estas cuestiones. Siempre he dado por sentado que lo hacías porque sabías cómo podría reaccionar si me ponías en contacto con estos asuntos. —Vuelve a mirar a Merrial—. Esto cambia las cosas entre nosotros, John. No hay vuelta atrás. Espero que sepas lo que haces.

Merrial solo sonríe.

—Muéstrale la prueba a Kenneth, Kaj.

El grandullón rubio mantiene el portátil abierto a un metro de mí. Desde este ángulo, Celia también ve la pantalla. Kaj aprieta la tecla Return y la ventana azul grisáceo de la pantalla cobra vida.

Mierda. Si no me hubiese cagado ya, lo haría ahora.

Es el interior de la casa de Merrial; uno de los descansillos. De día. Primer piso; veo la escalera que baja a la puerta principal y el baño en el que me escondí. Solo se ve el primer cuarto de metro de cada puerta. No se ven los controles de la alarma. Estoy yo, subiendo las escaleras con torpes movimientos a cámara lenta de baja calidad, con un retraso de varios segundos, el tipo de escena que ves en los programas sobre delitos reales de la tele cuando te muestran la grabación de un asalto a un banco o a una empresa constructora o a una oficina de correos. Sin sonido. Parece que la toma es cenital.

—Las cámaras están dentro de los detectores de humo —me dice Merrial en tono informal—. Por si te lo estabas preguntando. —Echa una mirada a su mujer. Celia respira hondo, irguiéndose—. Tenía alguna sospecha; era un medio de…

—¿Instalaste cámaras de vigilancia en mi casa? —dice Celia, dejando emerger la rabia—. ¿Ni siquiera se te ocurrió preguntarme, contármelo?

Merrial parece casi incómodo.

—De la seguridad me encargo yo, Celia, no tú —dice mirándome a mí en lugar de a su mujer—. Solo están en el vestíbulo y los descansillos, en ningún otro sitio.

—¿Es que te has vuelto loco? —escupe Celia, más para sí misma que para Merrial—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo te has atrevido?

Merrial no contesta.

Mientras tanto, en la pantalla, en asqueroso color lleno de grano, yo pruebo a abrir varias puertas y luego desaparezco escaleras arriba. La película salta al siguiente piso y se me ve subiendo las escaleras. Entro en el dormitorio de enfrente del de Celia. Las imágenes no tienen muy buena calidad, pero sí la suficiente; de sobra para convencer a un tribunal de que el tipo soy yo, sin lugar a dudas. Sobre todo porque ahora llevo todavía la misma ropa.

—Ya está bien, Kaj —dice Merrial en voz baja. Kaj cierra el portátil y lo devuelve al Range Rover—. Y bien, Kenneth, ¿qué hacías en mi casa?

Le miro. Trago saliva.

—Borrar los mensajes de su contestador.

Ladea la cabeza. Parece ligeramente sorprendido.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué ibas a querer borrarlos?

—Porque había dejado un mensaje del que me arrepentí nada más despertarme a la mañana siguiente, un mensaje que pensé que me causaría problemas si usted lo escuchaba. —Giré la vista hacia los dos coches relucientes, la isla de palés, las aguas negras, invisibles. Tragué—. Esta clase de problemas.

Merrial asiente.

—¿Qué decía el mensaje, Kenneth?

—Era ofensivo, señor Merrial.

—¿Qué decía exactamente, Kenneth?

—La verdad es que no recuerdo las palabras exactas —dije cerrando los ojos unos segundos—. Se lo juro. Yo… Estaba muy borracho cuando llamé. Borrachísimo. Para serle sincero, había tenido un día de emociones intensas. —Intento una sonrisa que espero resulte contagiosa, pero por lo visto el sistema inmunológico empático del señor Merrial es a prueba de sonrisas—. Un amigo había descubierto que yo, ah, había estado viendo a su añorada mujer —le cuento, luchando como un hombre—. Pero también acababa de descubrir que me había librado de una demanda por la que no me moría de ganas de responder. De modo que, ah, tenía una pena que ahogar y algo que celebrar. Hice ambas cosas y acabé muy borracho. Obviamente, de no haber estado extremadamente borracho no habría sido tan estúpido como para telefonear. Pero yo, ah… —Me lamí los labios fríos, secos—. Supongo que no me darían un poco de agua, ¿verdad?

Merrial asiente con la cabeza.

—Supones bien, Kenneth. Continúa.

Trago con la garganta seca, haciendo una mueca.

—Lo que ocurrió es que descubrí por medio de otro amigo lo que… a lo que usted se dedica —le digo a Merrial—. Su profesión, ah, lo que implica. —Me encojo de hombros y aparto la vista—. Me cabreó haber, haberle dedicado una canción a su mujer. Me sentí… hum… cómplice, sucio, por decirlo de algún modo. Le llamé para contárselo y, eh… digamos que me dejé llevar. Le dije cosas que ahora no le repetiría a la cara, señor Merrial. Oh, estoy seguro de que puede imaginárselas.

El señor Merrial asiente despacio.

—¿Y mi mujer?

Me tiemblan las cejas. Miro a Celia, que observa aterrada a su marido. Con la boca pequeña contesto:

—Ah, bueno, es posible que la haya llamado… la chica de un gángster o algo así.

Más o menos esperaba que el comentario arrancara una risa o, al menos, una sonrisa, pero Merrial está muy serio.

—¿Así que se te ocurrió entrar en mi casa? —dice, sin sonar convencido del todo. De hecho, nada convencido.

—Al despertarme me he dado cuenta de lo que había hecho. Así que he vuelto a llamar a su casa. El contestador seguía conectado, de modo que he supuesto que habría salido a pasar fuera el fin de semana. Me he acercado a su casa, he saltado el muro del jardín desde el techo de mi Land Rover, he encontrado la llave de la puerta trasera en una de esas piedras falsas y, como la alarma no estaba conectada, he pensado que los dioses estaban conmigo. —Me remuevo. Es un error. La mierda es como una gelatina asquerosa dentro de los calzoncillos y los pantalones y está traspasando hacia el mono— Luego me ha entrado una incontinencia atroz y he tenido que buscar un lavabo. Al final lo he encontrado. Después he vuelto a bajar al estudio, he borrado la cinta y…

—Te estás olvidando del dormitorio de mi mujer —dice Merrial. Mira a Celia, luego sonríe—. No he podido pasarlo por alto.

Celia me mira y se cruza de brazos.

—Se me había ocurrido que si dejaba señales de que yo, o cualquiera, había estado en la casa intentaría simular un robo —le digo—. Así que cogí unos anillos del tocador de la señora Merrial. Pero luego, después de borrar la cinta, he caído en la cuenta de que robar los anillos solo serviría para dar pistas de que había entrado alguien, de modo que he vuelto al dormitorio y los he dejado donde estaban. —Miro a Merrial. Parece escéptico. Me encojo de hombros lo mejor que puedo—. Nunca había hecho una cosa de estas, señor Merrial. Hablo con gente. Sabía que se usan piedras artificiales y latas de sopa Campbell falsas y enchufes inoperantes para esconder objetos de valor, pero no creí que conseguiría entrar y salir sin que saltara la alarma. Pero me daba igual. Iba a entrar costara lo que costara: romper una ventana, echar abajo una puerta, lo que fuera, porque aunque me cogiera la policía, cualquiera que fuera la sentencia o multa que me cayera, por fuerza sería menos… menos desagradable de lo que me ocurriría si usted oía el mensaje del contestador.