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—Y si mis amigos de la poli te hubieran atrapado, ¿cuál iba a ser tu excusa para entrar en mi casa?

Volví a encogerme de hombros.

—Bueno, primero tenía pensado decir que me había obsesionado con su mujer, pero luego pensé que eso también podría molestarle y decidí decir que me había convertido en… una especie de vigilante parapolicial, que buscaba pruebas de que es un criminal o que sencillamente quería darle a probar un poco de su propia medicina convirtiéndolo en víctima de un delito. Me daba igual lo estúpido o tonto que pareciera con tal de borrar la cinta.

—Pero el estudio estaba cerrado con llave, Kenneth —dice Merrial, con razón—. ¿Cómo has conseguido entrar?

Frunzo el ceño. Miente, pienso. Niega el vídeo, la prueba grabada. Finge que estás enfrentándote con Lawson Brierley. Confía en la mala calidad de la imagen, el ángulo extraño de la cámara y los guantes gordos para ocultar el hecho de que usaste la llave.

—No estaba cerrado con llave —le digo—. Estaba abierto.

—Kenneth —dice Merrial en tono amable. Señala con la cabeza el Range Rover donde Kaj ha dejado el portátil—. En el vídeo se ve que está cerrado con llave.

—¡Que no! —protesto—. Asomé la cabeza, vi que no era un dormitorio, descubrí el contestador y seguí adelante. —Miro a Kaj—. ¡De verdad! Fue cosa de un par de segundos; estaba desesperado. Me estaba… —No acabé la frase y me miré el regazo—. Por amor de Dios, estaba a punto de hacer lo que acabo de hacerme. Eché un vistazo rápido, cerré la puerta y seguí mi camino. —Respiro hondo y con esfuerzo. Tengo los ojos llorosos. Miro a Merrial—. Hombre, por Dios, lo que le cuento ya es bastante malo; ¿cómo podría empeorarlo?

Merrial pasa lentamente la mirada de mí a Celia. Con aire pensativo.

—Es lo que yo me pregunto, Kenneth. —Mira a Kaj—. Lo que acaba de contarnos, ¿es posible?

Kaj encoge sus hombros inmensos.

—Puede —dice. Tiene una voz grave pero no tan sueca como me esperaba—. La velocidad de captura es de un fotograma cada tres segundos. Podría haberle dado tiempo de abrir y cerrar la puerta entre fotogramas.

Merrial me mira.

—Ayer, cuando regresé a casa, el estudio estaba cerrado con llave —dice.

Vuelvo a encogerme de hombros.

—¡Y yo qué sé! —digo casi gimiendo—. Quizá bajé el fiador.

Merrial parece desconcertado.

—¿El qué?

—Aquí no se llama así —digo desesperado—. El… el… el pestillo, el pasador de la cerradura. En fin, estaba a punto de marcharme cuando regresó, así que me escondí en el armario del gimnasio. Le oí telefonear a su mujer y decirle que iba a llamar a un tal Sky o Kyle o no sé qué. Luego, mientras estaba duchándose, casi llegué a la puerta principal pero, pero… —Señalo a Kaj—. Apareció él y me escondí en el guardarropa del vestíbulo. Cuando subió al primer piso, salí de la casa. —Dejo escapar un suspiro tembloroso—. Ya está. Es la verdad. Y nada más que la verdad.

El señor Merrial frunce los labios. Se queda un momento mirándome y yo le sostengo la mirada apretando los dientes. Asiente.

Y comprendo que existe el atisbo, mínimo, de una oportunidad. Existe porque a la conspiración que formamos Ceel y yo para intentar engañar a Merrial se suma, sorprendentemente, una tercera persona, y esa tercera persona es el propio Merrial.

En realidad el hombre no quiere descubrir que le han puesto los cuernos. Sabe que debe sospechar —sospechar es sensato, sospechar es seguro, sospechar es el modo en que lleva su vida profesional— pero, en última instancia, preferiría no descubrir que su mujer y otro tipo le han dejado en ridículo. Se asegurará de que parezca que no ha ocurrido nada —con medios razonables, con medios que esclarezcan la verdad más allá de cualquier duda razonable—, pero no perseverará con la misma obstinación y determinación que aplicaría a una deuda o un insulto de otro sinvergüenza.

El orgullo le coloca del mismo bando que Ceel y yo; ninguno de los tres quiere que Merrial sepa la verdad.

Merrial emite un ruido como si resoplara que tal vez sea una risa y se baja del Bentley, se acerca despacio a mí, con las manos delante de la barbilla como en una oración. Se detiene y mira a Celia.

—Por lo visto, Maria fue la última en salir —dice Merrial—. Creo que necesitamos una doncella nueva.

Celia frunce aún más el ceño. Merrial se coloca a mi lado. Se sienta, con cuidado, en mi rodilla derecha. Mierda, mierda, mierda. Me he equivocado en todo. Joder. Ha llegado mi hora.

Me sonríe.

—Esto es un adelanto, Kenneth —dice despreocupadamente en un tono agradable—. Nada comparado con lo que te espera después, pero es personal, de mi parte, por invadir mi privacidad.

Coge impulso y me da un buen puñetazo en las pelotas.

Me había olvidado de cuánto duele. La última vez fue en el patio del colegio. Había olvidado las luces, las náuseas, las oleadas de dolores sutilmente diferentes que te recorren el cuerpo. No poder doblarme bien solo lo empeora. Fue como si el cerebro hubiera almacenado todos los orgasmos experimentados a lo largo de mi vida entera y me los hubiera devuelto, todos a la vez, justo a la inversa, de modo que lo que había sido éxtasis se convirtiera en agonía y lo que no había pasado de segundos se agrupara en más de cinco o diez minutos de dolor puro, espeluznante, palpitante.

Grité alto, fuerte y agudo, luego aspiré y resollé y jadeé en el lento, lentísimo reflujo subsiguiente.

Merrial había regresado junto al Bentley.

—¿Cómo coño te atreves…? —dijo Celia.

Su voz sonó más amenazadora y fría que la de Merrial hasta el momento. Parpadeé con ojos llorosos y la miré. Celia estaba mirando a Merrial desapasionadamente, con rictus grave.

Merrial la miró también.

—¿Sí, querida? —Pero su voz sonó débil. Algo en el modo de hablar de Celia le había dado a ella la iniciativa.

—¿Cómo coño te atreves a hacerle eso y obligarme a verlo? —escupió. Cruzó los palés en dirección a Merrial. Kaj la siguió un paso por detrás, con aspecto receloso. Celia se detuvo a un metro de su marido—. No tienes derecho. —Le temblaba la voz de rabia controlada—. No tienes ningún derecho a obligarme a verlo, no tienes derecho a hacerme partícipe, ningún derecho a convertirte en ley y dejarme a la altura de uno de tus matones. —Escupió la última palabra como un diente roto.

Merrial bajó brevemente la mirada.

—Sabes que no me gusta que emplees esa clase de lenguaje, Celia —dijo con calma.

—¡No soy de tu puta banda! —le gritó Celia.

El alzó la vista, parpadeando.

—¡Por amor de Dios! —gritó Merrial—. ¿Qué crees que paga tus joyas, tus vestidos, tus vacaciones?

—¡No soy estúpida! —explotó Celia—. ¡No soy ninguna tonta! ¡Lo sé de sobra! Mon dieu! Pensaba, hasta esta noche era tan estúpida que pensaba que no tendría que verme mezclada en estas cosas —gesticuló hacia atrás, hacia mí— a cambio de quedarme contigo pese a que sé lo que haces, ¡sé en qué te has convertido!