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Los chicos estaban tan contentos con la visita de su Mimi que bajaron trotando por las escaleras y en pijama media hora antes de su horario habitual. Sherry acababa de llegar y, con ella los tres primeros clientes, y Cate dejó a los niños con su madre para que los entretuviera y les diera el desayuno. Ella sólo desayunaba una magdalena, a la que iba dando bocados cuando podía.

Hacía buen día, con el aire de principios de septiembre frío y claro, y le pareció que, aquella mañana, vinieron todos los habitantes de Trail Stop. Incluso Neenah Dase, una mujer que había sido monja y que, por motivos personales, había abandonado la orden y ahora regentaba el colmado del pueblo, lo que significaba que era la casera del señor Harris, puesto que él dormía en la habitación que había encima de la tienda, vino a por una magdalena. Neenah era una mujer tranquila y serena, que debía de tener cuarenta y pico años, y era una de las vecinas preferidas de Cate. No tenían demasiadas ocasiones de hablar, y esta mañana no fue una excepción, porque ambas llevaban un negocio. Neenah la saludó con la mano, le gritó «¡Hola!» y salió por la puerta.

Y, entre una cosa y la otra, se hizo la una antes de que Cate tuviera la ocasión de subir a las habitaciones. Su madre seguía con los niños, así que ella podía encargarse de preparar las cosas para los huéspedes que llegaban por la tarde. El señor Layton no había vuelto ni llamado, y Cate ya estaba tan preocupada como enfadada. ¿Habría tenido un accidente? La carretera de gravilla podía ser muy peligrosa si un conductor que no la conocía tomaba una de las curvas demasiado deprisa. Ya hacía más de veinticuatro horas que había desaparecido y no había dado señales de vida.

Tomó una decisión y entró en su habitación, desde donde llamó a la oficina del sheriff del condado y, tras una breve pausa, la pusieron en contacto con un agente.

– Soy Cate Nightingale de Trail Stop. Tengo una pensión en el pueblo y uno de los huéspedes se marchó ayer por la mañana y todavía no ha vuelto. Sus cosas siguen aquí.

– ¿Sabe dónde iba? -le preguntó el policía.

– No -Cate recordó a la mañana anterior, cuando lo había visto volver a subir las escaleras justo después de asomarse al comedor-. Se marchó entre las ocho y las diez. No hablé con él. Pero no ha llamado y se suponía que tenía que marcharse ayer por la mañana. Temo que haya sufrido un accidente.

El agente anotó el nombre del señor Layton y su descripción y, cuando le pidió el número de la matrícula, Cate bajó a su despacho para buscarlo entre todos los papeles de la mesa. Igual que ella, el policía también creía que habría tenido un accidente y dijo que lo primero que haría sería llamar a los hospitales de la zona y que la informaría por la tarde.

Cate tenía que contentarse con eso. Cuando volvió a subir, entró en la habitación del señor Layton y miró a su alrededor para ver si había alguna pista sobre dónde podía haber ido. Encima de la cómoda de la habitación 3 sólo había unas monedas. En el armario, había colgados unos pantalones y una camisa y, en la maleta abierta había ropa interior, calcetines, una bolsa de plástico del Wal-Mart con las asas atadas, un bote de aspirinas y una corbata de seda enrollada. Cate quería saber qué había en la bolsa de plástico, pero tenía miedo de que el sheriff del condado se lo recriminara. ¿Y si el señor Layton había sido víctima de un crimen? Cate no quería que sus huellas aparecieran en la bolsa.

Entró en el baño de la habitación y, en el lavabo, vio una cuchilla desechable, un bote de espuma de afeitar y un desodorante en aerosol junto al grifo del agua fría. Encima de la cisterna había un neceser abierto y, dentro, Cate vio un peine, un tubo de pasta de dientes, el tapón de un cepillo de dientes y varias tiritas.

No había nada de valor que ella pudiera aprovechar pero, claro, la gente solía llevar encima los objetos que más apreciaba. Si se había dejado todo esto, seguro que pretendía volver. Aunque, por otro lado, había salido por la ventana, como si estuviera huyendo en lugar de simplemente marcharse.

Quizá era eso. Quizá no estaba loco. Quizá había huido.

Pero ahora la pregunta era: ¿De qué? ¿O de quién?

Capítulo 4

Yuell Faulkner se consideraba, por encima de todo, un hombre de negocios. Trabajaba por dinero y, como conseguía los clientes por recomendación de otros clientes, no podía permitirse ni un fracaso. Su reputación era que siempre hacía el trabajo, fuera el que fuera, con eficiencia y discreción.

Había algunas ofertas que rechazaba sin pensárselo, por varios motivos. El primero de la lista era que no aceptaba ningún trabajo que pudiera provocar que alertara a los federales. Eso significaba que, casi siempre, se mantenía lejos de los políticos e intentaba aceptar trabajos que no acabasen en los titulares de las noticias a escala nacional. El truco consistía en realizar un trabajo digno de ser noticia pero de forma tan discreta que fuera considerado un accidente.

Teniendo eso en mente, lo primero que hacía cuando recibía una oferta era analizar el trabajo desde todos los puntos de vista posibles. A veces, los clientes no eran totalmente sinceros cuando le proponían un trabajo. Aunque claro, no trataba con gente de reputación intachable. Así que siempre verificaba dos veces la información que le daban antes de decidir si aceptaba el encargo. Intentaba evitar que el ego participara en la toma de decisiones, que el subidón de adrenalina provocado por la posibilidad de superar una situación difícil lo cegara. Claro que podría aceptar los trabajos más arriesgados y poner a prueba su cerebro y su capacidad organizativa, pero el motivo por el que los casinos de Las Vegas no se la juegan basándose en las estadísticas es porque las apuestas arriesgadas casi nunca ganan. No estaba en ese negocio para alimentar su ego; sólo trabajaba para ganar dinero.

Y también quería seguir con vida.

Cuando entró en el despacho de Salazar Bandini sabía que tendría que aceptar el trabajo que le ofreciera, fuera el que fuera porque, si no, no saldría vivo de allí.

Conocía a Salazar Bandini o, al menos, sabía de él lo mismo que cualquiera. Sabía que aquel no era su nombre real. Sin embargo, saber de dónde salió antes de aparecer en la escena callejera de Chicago y adoptar ese nombre era una incógnita. Bandini era un nombre italiano, Salazar no. Y el hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa parecía eslavo, quizá alemán. Aunque, con esos pómulos tan cuadrados y las prominentes cejas, también podría ser ruso. Tenía el pelo rubio y tan fino que se le veía el cuero cabelludo rosado, y unos ojos marrones tan despiadados como los de un tiburón.

Bandini se reclinó en el sillón pero no invitó a Yuell a sentarse.

– Es usted muy caro -dijo-. Debe de tener muy buena opinión de usted mismo.

Era inútil responder a eso, porque era cierto. Y, fuera lo que fuera que Bandini quería, no podía esperar a conseguirlo porque, si no, no habría permitido que Yuell cruzara los múltiples anillos de protección, tanto humanos como electrónicos, que lo rodeaban. Teniendo eso en cuenta, Yuell tenía que asumir que el precio que pedía por sus servicios no era demasiado elevado; de hecho, quizá debería subir sus tarifas.

Al cabo de un largo minuto durante el que Yuell esperó a que Bandini le dijera para qué necesitaba sus servicios y Bandini esperó a que a Yuell lo traicionaran los nervios, cosa que no iba a suceder, este último continuó:

– Siéntese.

Sin embargo, Yuell se acercó a la mesa, cogió uno de los lujosos bolígrafos que había junto al teléfono y buscó una hoja de papel. La mesa estaba vacía. Arqueó las cejas hacia Bandini y, sin decir nada, el otro hombre abrió un cajón, sacó un bloc de papel y se lo acercó a Yuell.