Este arrancó una hoja y le devolvió el bloc a Bandini. En la hoja, escribió: «¿El despacho está limpio de micrófonos?»
Todavía no había dicho nada ni nadie lo había identificado por el nombre, pero nunca estaba de más ser precavido. Seguro que el FBI había intentado colar un micrófono en aquella sala y también intervenir los teléfonos. Quizá incluso había alguien acampado en una habitación al otro lado de la calle con un micrófono extremadamente sensitivo dirigido a esa ventana. Hasta donde estaban dispuestos a llegar los federales dependía de lo mucho que quisieran atrapar a Bandini. Si habían oído la mitad de lo que se comentaba en la calle, seguro que lo tenían entre los primeros de la lista.
– Lo he limpiado esta mañana -respondió Bandini, con una sonrisa-. Personalmente.
Lo que significaba que, a pesar de que tenía a su servicio a muchas personas que podrían haberlo hecho, no se fiaba de que ninguno de ellos no pudiera traicionarlo.
Muy listo.
Yuell dejó el bolígrafo en su sitio, dobló la hoja de papel, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y luego se sentó.
– Es un hombre precavido -comentó Bandini, con unos ojos fríos como el barro congelado-. ¿No confía en mí?
«Eso tiene que ser una broma», pensó Yuell.
– Ni siquiera confío en mí mismo. ¿Por qué iba a confiar en usted? -añadió.
Bandini se rió, aunque aquel sonido no encerraba humor.
– Creo que me cae bien.
¿Yuell tenía que estar contento por eso? Se quedó tranquilamente sentado mientras esperaba que Bandini lo mirara y fuera al grano.
Nadie que viera a Yuell creería que era un depredador. Se dedicaba a solucionarlo todo y luego volvía a dejarlo impecable. Y era muy, muy bueno.
Su aspecto le ayudaba mucho. Era muy normaclass="underline" altura normal, peso normal, cara normal, pelo castaño, ojos marrones, edad indeterminada. Nadie se fijaba en él y, aunque alguien lo hiciera, esa persona ofrecería una descripción que encajaría con millones de hombres. No había ningún rasgo amenazante en su apariencia, así que no le costaba acercarse a alguien sin llamar la atención.
Básicamente, era un detective privado… muy caro. La experiencia se agradecía mucho cuando estaba persiguiendo a alguien. Incluso solía aceptar trabajos de investigador privado de forma regular que, habitualmente, consistían en conseguir pruebas de la infidelidad de una esposa, con lo que ganaba un dinero que declaraba a hacienda y se evitaba que el estado lo tuviera controlado. Declaraba cada penique que le pagaban a través de cheques. Por suerte para él, la mayor parte de los trabajos que aceptaba eran de los que nadie quería dejar ninguna pista por escrito, así que los cobraba en efectivo. Tenía que recurrir a blanqueadores de dinero para poder utilizarlo pero, la mayor parte, estaba en un plan de pensiones en un banco en el extranjero.
Yuell tenía a cinco hombres que trabajaban para él y a los que había escogido con sumo cuidado. Cada uno de ellos podía improvisar, no solía cometer errores y no se dejaba llevar por la emoción. Yuell no quería que ningún exaltado le arruinara la operación que llevaba años planeando. Una vez contrató al tipo equivocado y se vio obligado a enterrar su error. Y sólo los tontos tropiezan dos veces con la misma piedra.
– Necesito sus servicios -dijo Bandini, finalmente, al tiempo que volvía a abrir el cajón y sacaba una fotografía que deslizó por la impoluta superficie de la mesa hasta Yuell.
Este miró la fotografía sin tocarla. Era un hombre de pelo oscuro, color de ojos indefinido y que debía de estar cerca de la cuarentena. Llevaba un clásico traje gris y entraba en un Toyota Camry gris antiguo. Llevaba un maletín en la mano. El paisaje era suburbano: bloques de pisos, jardines, árboles.
– Se llevó algo que es mío. Y quiero recuperarlo.
Yuell se estiró la oreja y se volvió hacia la ventana. Bandini sonrió, mostrando unos colmillos afilados como los de un lobo.
– Estamos a salvo. Las ventanas están insonorizadas. No entra ni sale ningún sonido. Igual que las paredes.
Ahora que lo decía, no se oía ningún ruido de la calle. Sólo se oían sus voces. Ni la ventilación del aire acondicionado ni ninguna tubería; nada penetraba hasta aquel despacho. Yuell se relajó o, al menos, dejó de preocuparse por el FBI. No era tan estúpido como para relajarse del todo estando frente a Bandini.
– ¿Cómo se llama?
– Jeffrey Layton. Es contable. Es mi contable.
Ah, el que manipula las cuentas.
– ¿Desfalco?
– Peor. Se llevó mis archivos. Y después el muy hijo de puta me llamó y me dijo que me los devolvería cuando ingresara veinte millones de dólares en su cuenta privada de Suiza.
Yuell silbó. Ese tal Jeffrey Layton, contable, tenía unos huevos del tamaño de Texas o un cerebro del tamaño de un guisante. Él apostaba por el guisante.
– ¿Y si no le da el dinero?
– Los grabó en un lápiz de memoria. Dijo que, si el dinero no está en su cuenta dentro de catorce días, entregaría los archivos al FBI. Muy amable por haberme dejado tanto tiempo, ¿no cree? -hizo una pausa-. Ya han pasado dos de esos catorce días.
Bandini tenía razón; aquello era mucho peor que si el tal Layton le hubiera robado el dinero. El dinero podía recuperarse y atrapar a Layton únicamente permitía guardar las apariencias, nada más. Sin embargo, los archivos descargados, y Bandini seguro que hablaba de su contabilidad real, no la falsa que presentaba a hacienda, no sólo ofrecería al FBI pruebas irrefutables de evasión de impuestos, sino también mucha información acerca de las personas con las que Bandini hacía negocios. Por lo tanto, el FBI no sería el único que iría tras Bandini, sino también todos aquellos que lo culparían por haber sacado su nombre a la luz.
Layton era hombre muerto. Puede que todavía respirara, pero sólo era cuestión de tiempo.
– ¿Por qué ha esperado dos días? -preguntó Yuell.
– Mi gente intentó encontrarlo. Pero no lo consiguieron -su tono severo no auguraba nada bueno para la salud de los que lo habían intentado-. Layton se marchó de la ciudad antes de llamar. Se fue a Boise, alquiló un coche y desapareció.
– ¿Idaho? ¿Por qué, es de allí o algo así?
– No. ¿Por qué Idaho? Quién sabe. Igual le gustan las patatas. Cuando mis hombres llegaron a un callejón sin salida, decidí que necesitaba a un especialista. Pregunté por ahí y surgió su nombre. Dicen que es bueno.
En aquel momento, Yuell deseó no haberse labrado tan buena reputación en ese mundo. Podría haber pasado tranquilamente el resto de su vida sin un encuentro cara a cara con Salazar Bandini.
Tal y como Yuell lo veía, en aquel caso siempre iba a salir perdiendo. Si rechazaba el trabajo, su cuerpo aparecería descuartizado, si es que aparecía. Pero, si lo aceptaba, seguro que Bandini adivinaba que Yuell copiaría los archivos antes de devolvérselos; la información era poder, independiente del mundo en que vivieras. Bandini no dudaría en liquidar a cualquiera, así que esperaba lo mismo de todo el mundo. ¿Qué hacer en un caso así? Matar al mensajero. Si estás muerto, no puedes chantajear a nadie.
Por supuesto Yuell no se había hecho un nombre a golpe de estupidez, ni siendo un cobarde. Miró a los fríos y directos ojos de Bandini.
– Seguro que sabe que cualquiera que recupere los archivos los copiará antes de devolvérselos, por lo que se deduce que matará a la persona que los encuentre. Entonces, ¿por qué tendría que aceptar el trabajo?
Bandini volvió a sonreír sin pizca de humor.
– Me cae muy bien, Faulkner. Piensa. La mayor parte de gilipollas no saben ni hacerlo. No me preocupa que nadie copie los archivos. Están protegidos para borrarse automáticamente si alguien que no tiene la contraseña intenta abrirlos. Pero Layton la tiene -se reclinó en el sillón-. Cualquier archivo que haga en el futuro tendrá que estar protegido contra copias, pero se aprende de la experiencia, ¿no cree?