Yuell se lo pensó. Quizá Bandini le estaba diciendo la verdad. Quizá no. Yuell tendría que investigar si era posible crear un programa que se borrara si alguien intentaba abrirlo sin la contraseña. Quizá. Seguramente. Los informáticos y los cerebritos seguro que podían hacer que un programa se sentara y ladrara, si querían.
O quizá el archivo se borrara pero la información quedara almacenada en algún otro sitio de la memoria. Llevaba un tiempo planteándose si debía contratar a un experto en informática forense, y ahora pensó que ojalá lo hubiera hecho. Pero ya era demasiado tarde; tendría que fiarse de lo que pudiera descubrir él solo y seguro que no tendría tiempo para una investigación a fondo.
– Consígame ese lápiz de memoria -dijo Bandini-, encárguese de Layton y los veinte millones son suyos.
«¡Joder! ¡La leche!» Yuell no mostró ninguna reacción, pero estaba asustado y emocionado a partes iguales. Bandini podría haberle ofrecido la mitad, ¡qué coño!, una décima parte de eso, y habría tenido la sensación de que le estaba pagando demasiado. Para que le ofreciera veinte millones de dólares, ese lápiz de memoria tenía que contener una información explosiva; seguramente, algo más que su contabilidad real. Aunque, fuera lo que fuera, Yuell no quería ni saberlo.
O quizá Bandini planeaba matarlo igualmente, así que daba igual el dinero que pudiera ofrecerle.
Aquella idea lo incomodaba. No podía ignorarla pero, desde un punto de vista empresarial, no tenía sentido. Si Bandini empezaba a ser conocido por incumplir sus tratos, estaba acabado. El miedo puede ser mal consejero, pero jamás debes cruzar ciertas líneas. Si empiezas a jugar con el dinero de la gente, esta gente encontrará la manera de acabar contigo.
Pero ahora ya estaba metido y estaba dispuesto a hacer el trabajo.
– ¿Tiene el número de la seguridad social de Layton? -preguntó-. Si lo tiene, me ahorrará tiempo.
Bandini sonrió.
Capítulo 5
Yuell llamó a sus dos mejores hombres, Hugh Toxtel y Kennon Goss, porque no quería ni un error en este trabajo. También envió a otro hombre, Armstrong, a la casa de Layton en las afueras de la ciudad en busca de información, como extractos de las tarjetas de crédito que hubieran llegado desde que había desaparecido. Puede incluso que dejara material como ese en casa. La gente hacía cosas estúpidas cada día y Layton ya había demostrado que no era la persona más lógica de la galaxia.
Mientras Yuell esperaba a que llegaran sus hombres, abrió varios buscadores en Internet para recopilar toda la información que pudiera sobre Layton, que fue mucha. A la mayor parte de la población le daría un ataque al corazón si supiera la cantidad de información personal suya que corre por el ciberespacio. De los archivos públicos consiguió las fechas de la boda de Layton y del posterior divorcio, y anotó el nombre de la antigua señora Layton por si le hacía falta. Si no se había vuelto a casar, es posible que Layton acudiera a ella en busca de ayuda. Yuell también anotó qué impuestos patrimoniales pagaba Layton y varios detalles más que, seguramente, no le servirían de nada pero que anotó de todos modos. Uno nunca sabía cuándo algo aparentemente trivial podría acabar resultando crucial.
Algunos de los buscadores que utilizaba no eran del todo legales, pero, como funcionaban y le permitían acceder a bases de datos que de otra forma no podría ver, le habían costado un ojo de la cara. Compañías de seguros, bancos, programas federales… Si conseguías que los ordenadores creyeran que eras un usuario legítimo, podías acceder a la información que quisieras de sus sistemas. Por lógica, empezó a buscar por la compañía de seguros más importante de Illinois y descubrió que Layton tenía la tensión alta, por lo que se medicaba, y que tenía una receta de Viagra de hacía dos años que no había renovado, lo que significaba que no mojaba demasiado o que no mojaba, directamente. Tampoco había sido lo suficientemente previsor para renovar la receta de los medicamentos para la hipertensión antes de desaparecer con los archivos de Bandini. Huir de alguien así podía ser muy estresante y, si no iba con cuidado, al muy capullo podía darle un ataque en cualquier momento.
Salió de la página web de la compañía de seguros y entró en el banco de datos estatal, donde no tardó nada en localizar el número del carné de conducir de Layton. Acceder al fichero de la seguridad social le costó un poco más, porque tenía que entrar con el nombre y la contraseña de otro usuario legítimo, pero insistió porque el premio bien valía el riesgo. La seguridad social era la llave mágica para acceder a la vida y la información de una persona; con eso, la vida de Layton era de Yuell.
Armstrong llamó con el móvil desde casa de Layton. Era una de las primeras cosas que Yuell decía a sus hombres: que no usaran nunca el teléfono fijo de la casa de otra persona. Así, ningún policía podía marcar la tecla de la rellamada y descubrir cuál era el último número al que se había llamado. Y en los registros de la compañía telefónica no aparecía ningún dato que pudieran relacionar contigo. La regla de Yuell era muy estricta: utiliza el móvil. Como precaución añadida, todos llevaban móviles prepago. Si, por el motivo que fuera, creían que ese móvil podía ponerlos en peligro, simplemente se compraban otro.
– Bingo -dijo Armstrong-. Este cabrón lo guardaba todo.
Yuell esperaba que Layton, al ser contable, guardara todos sus papeles.
– ¿Qué tienes?
– Prácticamente toda su vida. Guardaba lo más importante, como el certificado de nacimiento firmado, la tarjeta de la seguridad social, los resguardos de la tarjeta de crédito… todo en una caja fuerte encastada en la pared.
Por eso justamente había enviado allí a Armstrong, por si Layton había sido lo suficientemente precavido como para tener algún tipo de caja de seguridad; las cajas pequeñas y comerciales eran un juego de niños para Armstrong, aunque las que eran un poco más elaboradas tampoco suponían ningún problema, pero tardaba más en abrirlas.
– Ya tengo el número de la seguridad social. Dame los números de las tarjetas de crédito, vuelve a guardarlo todo y déjalo tal y como estaba.
Armstrong empezó a leerle los números de las tarjetas, la fecha de caducidad y el código de seguridad. Layton tenía muchas tarjetas, señal de alguien que gastaba más de lo que podía permitirse. Quizá por eso había tomado la desesperada decisión de chantajear a Bandini, aunque a Yuell no le importaban demasiado sus motivos. El muy estúpido lo había puesto en la órbita de Bandini y ahora Yuell tenía que hacer el trabajo o el que tendría que huir y esconderse sería él. Durante un minuto, se planteó aquella posibilidad; decir a sus hombres que se marcharan, coger el dinero y desaparecer varios años, quizá en extremo oriente. Pero los brazos de Bandini eran muy largos y su merecida reputación era brutal. Yuell sabía que se pasaría el resto de sus días mirando por encima del hombro, esperando el tiro en la nuca o el cuchillo en el hígado, y la vida de Layton no valía tanto la pena. Era un hombre muerto, lo encontrara quien lo encontrara. Si no lo hacía Yuell, otra persona lo haría.
Empezó a trabajar con la lista de números de tarjetas de crédito. Layton tenía dos American Express, tres Visa, una Discover y dos MasterCard. Yuell fue accediendo metódicamente a las bases de datos con cuidado de no hacer saltar ninguna alarma mientras buscaba algún registro nuevo. Dio en el clavo con la segunda Visa: un pago en una pensión en Trail Stop, Idaho, del día anterior.
«¡Bingo!»
Ese tipo era realmente estúpido. Tendría que haber pagado en efectivo, intentar pasar desapercibido y no dejar pistas. El único motivo que explicaría el uso de la tarjeta de crédito era que se estuviera quedando sin dinero en efectivo, algo que también era estúpido porque, ¿quién demonios se enrola en algo así sin una buena cantidad de dinero en efectivo encima?