– No estoy segura -dijo Cate muy despacio, sorprendida por aquella información-. Me dio la impresión de que el señor Layton acababa de llegar a Idaho, pero puedo estar equivocada.
– Lo siento, pero no tengo nada. No aparece en nuestro sistema.
– Tranquila. Habrá sido culpa mía. Debo de haber entendido mal el nombre de la compañía -dijo Cate, le dio las gracias y colgó. Había sido tan educada porque estaba segura de que lo había entendido perfectamente; sabía perfectamente lo que había dicho ese hombre y, obviamente, le había mentido al identificarse como trabajador de la National Car Rental. Hasta los gemelos habrían deducido que sólo pretendía encontrar al señor Layton, que debía de estar metido en algún asunto turbio y que seguro que había huido y se había dejado allí sus cosas a propósito.
Sentía mucha curiosidad por todo lo que estaba pasando pero, por encima de todo, estaba muy aliviada de saber que, seguramente, el señor Layton debía de estar vivo y coleando por algún sitio y no pudriéndose en el fondo de un desfiladero. Se sintió muy bien al poder volver a estar enfadada con él.
Después de tirar las sábanas sucias al suelo del pasillo, aspiró y quitó el polvo de la habitación, limpió el baño e hizo la cama con sábanas y mantas limpias. Luego descolgó la ropa del armario, la dobló cuidadosamente y la metió en la maleta que el señor Layton se había dejado. La bolsa de plástico del Wal-Mart crujía mientras Cate la apartaba para meter la ropa en la maleta y mientras la miraba con algo más que curiosidad.
– Si no querías que la abriera, deberías habértela llevado -le dijo a un ausente señor Layton mientras con las uñas aflojaba los nudos en las asas. Al final lo consiguió, abrió la bolsa y miró en su interior.
Dentro había un móvil. No había ninguna factura, así que no sabía si lo había comprado hacía poco y no lo había sacado de la bolsa o si lo había metido allí para protegerlo en caso de que la maleta se mojara mientras la facturaban en el avión. Por otro lado, la gente suele llevar los móviles encima, no en la maleta.
Aunque claro, el señor Layton pudo haberlo llevado encima hasta que llegó a Trail Stop, donde descubrió que no había cobertura y lo metió en la maleta, cerrado en una bolsa en lugar de dejarlo por ahí encima. En circunstancias normales, Cate no solía entrar en las habitaciones de los huéspedes hasta que se marchaban, a pesar de que había unos pocos que le pedían que hiciera la cama y limpiara la habitación cada día; pero el señor Layton no tenía por qué confiar en ella, porque no la conocía.
Comprobó de nuevo el armario y encontró un elegante par de zapatos de cordones que antes no había visto y que metió en la maleta con el resto de las cosas. Entró en el baño y metió todos los artículos en el neceser, cerró la cremallera e intentó meterlo en la maleta junto a los zapatos, pero se trataba de una maleta pequeña y el neceser no cabía.
El señor Layton debía de llevar más de una maleta y dejó la otra en el coche durante la noche. Cate lo vio con su equipaje cuando llegó y sólo llevaba esa maleta. Como las posesiones que se había dejado no cabían, eso significaba que había ido hasta el coche y había cogido los zapatos o el neceser de otra bolsa. Entonces se dio cuenta de que el señor Layton no se había dejado todas sus posesiones, sino únicamente aquellas que no eran tan importantes como para hacer el esfuerzo de bajarlas por la ventana. Al fin y al cabo, podría haber cerrado la maleta, haberla tirado por la ventana y haberla cogido una vez abajo, pero ni se había molestado, de modo que Cate dudaba que algún día volviera a recogerlo.
Y aquello planteaba una cuestión: ¿Qué se suponía que tenía que hacer con todo aquello? ¿Cuánto tiempo tenía que guardar sus cosas? ¿Un mes? ¿Un año? Pretendía guardarlo todo en el desván, así que no lo tendría por en medio pero, desde la muerte de Derek, se martirizaba con preguntas tipo «¿Y si…?» ¿Y si guardaba la maleta y dentro de unos años le pasaba algo? Quien quiera que hiciera limpieza de sus cosas encontraría una maleta llena de ropa de hombre y, lógicamente, daría por sentado que era de Derek y que Cate la había guardado por motivos sentimentales. Siguiendo la lógica, guardaría la maleta y su contenido para los gemelos y ella no quería que sus hijos cogieran cariño a unas cosas que pertenecían a un extraño imbécil que se había visto envuelto en un lío y había desaparecido.
Por si acaso, cogió una hoja de papel con el logotipo de la pensión y escribió el nombre del señor Layton y la fecha, junto con la información de que había olvidado sus pertenencias en la pensión; luego, metió la hoja en la maleta. Si llegaba lo peor y ella moría, eso explicaría muchas cosas.
No solía preocuparse tanto por las cosas, pero eso era antes de convertirse, en un breve periodo de tiempo, en madre de gemelos y viuda. En cuanto supo que estaba embarazada, dejó de escalar y, a pesar de que le gustaba más que a Derek, jamás se había planteado volver a hacerlo, porque ahora tenía a los niños. ¿Qué sería de ellos si ella caía y se mataba? Sí, sabía que, físicamente, estarían muy bien cuidados; de ello se encargaría su familia, y también la de Derek, a pesar de que no estaban tan unidos a los niños como a ella le gustaría. Pero, ¿y el bienestar emocional de los niños? Crecerían con la sensación de que sus padres los habían abandonado y ni la lógica sería capaz de apaciguar esa primitiva respuesta.
Así que ella tomó todas las precauciones posibles, se alejó de los deportes de riesgo, a pesar de que no podía cambiar el destino: los accidentes sucedían. Y por nada del mundo permitiría que sus hijos creyeran que los enseres de Jeffrey Layton pertenecían a su padre. Además, Derek tenía mejor gusto en cuanto a la ropa.
Con una sonrisa, levantó la maleta con una mano y cogió el neceser con la otra, salió al pasillo y los dejó en el suelo. Entró en su habitación a buscar la llave de la escalera del desván.
Como no quería que los niños subieran solos al desván, cerraba la puerta con llave y guardaba la llave en el neceser del maquillaje, que estaba en el cajón del mueble del baño. De camino al baño, pasó por su vestidor, donde había varias fotografías enmarcadas. Se detuvo, con el corazón en la boca, ante los momentos de su vida.
Le pasaba de vez en cuando; ya había pasado el tiempo suficiente para que pasara por allí delante y no se fijara en las fotografías. Cuando los niños entraban en su habitación en esos pocos días del año en que Cate podía dormir hasta un poco más tarde, casi siempre le hacían preguntas sobre las fotografías y ella les respondía con tranquilidad. Pero, a veces… era como si un afilado recuerdo saltara del pasado y le encogiera el corazón, y ella se quedaba helada y casi se dejaba llevar por una oleada de dolor.
Miró la foto de Derek y, por un segundo, pudo volver a escuchar su voz, cuyo sonido ya casi había olvidado. Había legado tanto de sí mismo a los niños: los ojos azules y pícaros, el pelo oscuro, la sonrisa fácil. Lo que a Cate le robó el corazón fue esa sonrisa, tan alegre y sexy… bueno, eso y el cuerpo esbelto y atlético.
Era ejecutivo de publicidad y ella trabajaba en un gran banco. Eran jóvenes y libres y con el dinero suficiente para hacer lo que les apeteciera. Después de la primera escalada juntos, habían empezado a verse en lugares que no fueran una escarpada roca y la cosa fue a más.
Después se fijó en una fotografía del día de su boda. Había organizado una ceremonia tradicional; él llevaba esmoquin y ella un romántico vestido de seda y encaje. Al mirarse en el espejo y comparar las dos imágenes, pensó que en la fotografía parecía muy joven. La melena castaña a la altura del hombro era lisa y sofistica, ahora sencillamente llevaba el pelo largo y el estilo… recogido con un clip o una cola de caballo. Por aquel entonces llevaba maquillaje, pero ahora con un poco de suerte tenía tiempo para ponerse bálsamo de labios. Entonces no tenía preocupaciones, y ahora las constantes tribulaciones le provocaban ojeras.