– Se ha roto una tubería debajo del fregadero -dijo Sherry, algo nerviosa-. He cerrado la llave de paso, pero tenemos que arreglarlo lo antes posible. Los platos sucios se nos acumulan en las mesas.
– Oh, no -aparte del problema obvio de no tener agua para cocinar o fregar los platos, a Cate se le avecinaba otro problema todavía mayor: su madre, Sheila Wells, estaba de camino desde Seattle para quedarse con ella una semana y llegaba esa misma tarde. Teniendo en cuenta que su madre no estaba demasiado de acuerdo con la decisión de Cate de marcharse con los niños, ya se imaginaba sus comentarios acerca de lo remoto del pueblo y de la ausencia de comodidades modernas para que encima no hubiera agua en la casa.
Siempre pasaba algo; aquella casa vieja parecía que necesitaba reparaciones constantes, algo lógico si uno había decidido vivir en una casa con bastantes años encima. Sin embargo, su economía estaba calculada hasta el último dólar y sólo podía permitirse hacer reparaciones tres veces al mes. «Quizá la próxima semana no pase nada…», pensó con un suspiro.
Descolgó el teléfono de la cocina y, desde la memoria, llamó a la ferretería Earl.
Respondió el propio Walter Earl, y lo hizo tras el primer tono, como siempre.
– Ferretería -dijo. No necesitaba más identificación, puesto que en el pueblo sólo había una ferretería y él era el único que cogía el teléfono.
– Walter, soy Cate. ¿Sabes dónde está hoy el señor Harris? Tengo una emergencia en la instalación de agua.
– ¡El señol Hawwis! -exclamó Tucker en cuanto oyó el nombre del manitas del pueblo. Emocionado, golpeó la mesa con la cuchara y Cate tuvo que taparse el oído libre para poder escuchar lo que decía Walter. Los dos niños la estaban mirando muy atentos, alegres ante la idea de ver al señor Harris. El manitas de la comunidad era una de sus personas preferidas porque les fascinaban sus herramientas y a él no le importaba que jugaran con las llaves inglesas y los martillos.
Calvin Harris no tenía teléfono, pero cada mañana pasaba por la ferretería para recoger todo lo que iba a necesitar durante el día, de modo que Walter solía saber dónde podían encontrarlo. Al principio de llegar a Trail Stop, a Cate le sorprendió mucho que, en estos días, alguien no tuviera teléfono, pero ahora ya se había acostumbrado al sistema y le parecía algo normal. Que el señor Harris no tenía teléfono, pues no tenía teléfono. Nada más. La comunidad era tan pequeña que encontrarlo no suponía ningún problema.
– Está aquí mismo -dijo Walter-. Te lo envío ahora mismo.
– Gracias -respondió Cate, satisfecha de no tener que ir llamando casa por casa hasta dar con él-. ¿Podrías preguntarle cuánto cree que tardará?
Escuchó cómo Walter hablaba con alguien y luego escuchó unos sonidos más suaves e incomprensibles que reconoció como la voz del señor Harris.
Volvió a escuchar a Walter con claridad.
– Dice que tardará unos minutos.
Cate se despidió, colgó y soltó un suspiro de alivio. Con un poco de suerte, el problema sería menor y volverían a tener agua dentro de unas horas, y además con un impacto mínimo en su economía. Con ese panorama, y viendo que necesitaba las reparaciones del señor Harris tan a menudo, se había empezado a plantear si no le saldría más económico ofrecerle alojamiento y comida gratis a cambio de su trabajo. Vivía en una habitación encima del colmado y, aunque era más grande que cualquiera de las de la pensión, pagaba el alquiler y ella estaba dispuesta a añadir la comida en el trato. Tendría una habitación menos para alquilar, pero como la pensión no estaba siempre llena. Lo único que la frenaba era la ligeramente indeseable idea de tener a alguien en casa de forma permanente con ella y los niños. Con lo ocupada que estaba durante el día, quería que las noches fueran sólo de los tres.
Sin embargo, el señor Harris era tan tímido que se lo imaginaba murmurar algo después de la cena, subir a su habitación y desaparecer hasta la mañana siguiente. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si los niños querían estar con él en lugar de con ella? Se sintió insignificante y mezquina por preocuparse por algo así pero… ¿y si lo preferían a él? Ella era el centro de sus jóvenes vidas y no estaba segura de estar preparada para dejar de serlo. Algún día tendría que hacerlo, pero ahora solo tenían cuatro años y eran lo único que le quedaba de Derek.
– ¿Y? -preguntó Sherry con las cejas arqueadas mientras esperaba noticias, buenas o malas.
– Viene hacia aquí.
– Entonces, lo has pillado antes de que se fuera a hacer otra cosa -añadió Sherry, tan aliviada como Cate.
Cate miró a sus hijos, que estaban sentados mirándola fijamente y con las cucharas en el aire.
– Tenéis que acabaros los cereales o no podréis ver al señor Harris -les dijo, muy seria. No era exactamente cierto, porque el señor Harris estaría allí en la cocina, pero tenían cuatro años; ¿qué iban a saber ellos?
– Nos daremos plisa -dijo Tucker, y los dos empezaron a comer con más energía que precisión.
– Prisa -dijo Cate, recalcando la «r».
– Prisa -repitió Tucker obedientemente. Cuando quería, podía decirlo bien pero, cuando estaba distraído, algo que sucedía con mucha frecuencia, volvía a hablar como cuando era pequeño. Hablaba tanto que a veces parecía que no se tomaba el tiempo necesario para pronunciar bien las palabras-. Viene el señol Hawwis -le dijo a Tanner, como si su hermano no lo supiera-. Jugaré con el talado.
– Taladro -lo corrigió Cate-. Y no jugarás con él. Podéis mirarlo, pero no toquéis las herramientas.
Sus enormes ojos azules se llenaron de lágrimas y el labio inferior empezó a temblarle.
– Pero el señol Hawwis nos deja jugar con ellas.
– Sí, pero cuando tiene tiempo. Hoy tendrá prisa porque, cuando acabe aquí, tiene que ir a otro sitio.
Cuando abrió la pensión, Cate intentó impedir que molestaran al señor Harris mientras trabajaba y, como entonces sólo tenían un año, la misión debería haber sido fácil, pero ya entonces demostraron una destacable habilidad para escaparse. En cuanto se daba la vuelta, los niños se pegaban a él como imán al acero. Eran como dos pequeños monos, colgados de él, rebuscando en la caja de herramientas y llevándose todo lo que podían transportar, por lo que Cate sabía que habían puesto a prueba la paciencia del señor Harris igual que la de ella, pero él jamás se quejó, por lo que ella le estaba tremendamente agradecida. Aunque su silencio no era nada extraño; casi nunca hablaba. Ahora los niños ya eran mayores, pero su fascinación por las herramientas no había disminuido. La única diferencia era que ahora insistían en «ayudar».
«No me molestan», solía decir el señor Harris siempre que ella se los quitaba de encima, al tiempo que agachaba la cabeza y se sonrojaba. Era extremadamente tímido, apenas la miraba a los ojos y sólo hablaba cuando tenía que hacerlo. Bueno, con los niños sí que hablaba. Quizá se sentía cómodo con ellos porque eran muy jóvenes, y Cate había oído su voz mezclada con las de los niños, más agudas y emocionadas, mientras parecía que mantenían conversaciones normales.
Se asomó por la puerta de la cocina y vio que había tres clientes esperando para pagar.
– Vuelvo enseguida -dijo, y salió a cobrar. Al principio, no quería poner una caja registradora en el comedor, pero el éxito de los desayunos la había obligado a hacerlo, así que había instalado una caja pequeña junto a la puerta. Dos de las personas que esperaban eran Joshua Creed y su cliente, lo que significaba que, ahora que el señor Creed se marchaba, el comedor pronto se vaciaría del todo.