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– ¿Qué buscas? -preguntó Goss mientras volvía hasta la puerta del copiloto y se subía al coche. Tenía que andar con cuidado porque, si resbalaba, caería unos treinta metros al vacío. Seguramente podría agarrarse a algún árbol pero, de todas formas, estaba convencido de que no le gustaría la experiencia. Todos esos chalados a los que les gustaba la naturaleza estaban enfermos. En lo referente a él, que le, den a la naturaleza.

– Necesito uno de esos mapas con montañas y cosas de esas.

– Topográfico -dijo Goss.

– Sí. Uno de esos.

– ¿Para qué quieres encontrar una montaña? Mira a tu alrededor -gruñó, abarcando el paisaje en un gran movimiento de brazo desde dentro del coche. Aquello estaba lleno de montañas. Que mirara donde quisiera, allí sólo había montañas.

– Lo que necesito -dijo Toxtel muy despacio- es ver si existe alguna manera de aislar ese sitio. Sabemos que sólo existe esta carretera, y que termina allí. ¿Podemos bloquear el pueblo de forma que nadie pueda salir?

De repente, el dolor de cabeza de Goss pasó a un segundo plano a medida que iba captando la idea básica de lo que Toxtel le estaba proponiendo. Si alguna vez había existido una situación con más posibilidades, era esa.

– También necesitaremos vistas aéreas -dijo-. Para asegurarnos de que no hay ningún camino rural que los habitantes del pueblo utilicen y no salga en el mapa. El terreno es muy escarpado; creo que si bloqueamos unos puntos concretos, no podrán salir.

Toxtel asintió con aquella expresión decidida con los ojos entrecerrados que revelaba que estaba comprometido con un plan de acción. Goss se dijo que necesitarían dinero y más gente. Ellos dos solos no podían hacerlo. Y también necesitarían a alguien que conociera la zona y el tipo de gente a quien se enfrentarían. Él era muy consciente de sus limitaciones. Él se movía como pez en el agua en el asfalto, no en la tierra del campo. Si tenía que enfrentarse, allí mismo, con un tipo que solía cazar ciervos y otros animales y que seguramente tendría un armario lleno de ropa de camuflaje, estaba perdido. Su mayor punto a favor era su cerebro, y estaba dispuesto a utilizarlo.

– Tendríamos que asegurarnos de que todos los huéspedes de la pensión se hayan marchado -murmuró, pensando en voz alta-. Seguro que hay gente que los espera en casa o espera una llamada.

– ¿Y cómo vamos a saberlo?

– Pues tendrá que ir alguien a preguntar, alguien de por aquí o, al menos, alguien que no parezca sospechoso.

Toxtel encendió el motor y puso la marcha.

– Conozco a alguien a quien podemos llamar.

– ¿Conoces a alguien de aquí?

– No, pero conozco a alguien que conoce a alguien, ¿me sigues?

Goss lo seguía. Apoyó la dolorida cabeza en el asiento e hizo una mueca por el dolor, así que se dejó caer de lado hasta que encontró la ventanilla. El cristal estaba frío, cosa que lo calmó bastante. Cerró los ojos. No querían ir con prisas; se tomarían el tiempo que necesitaran para planearlo todo bien y pulir los detalles. Se durmió imaginándose la lista de cosas que tenían que hacer: cortar la luz, cortar las líneas telefónicas, bloquear el puente, romperle el cuello a ese desgraciado del pueblo. Era como contar ovejas, pero mejor.

Capítulo 10

La casa estaba llena de gente del pueblo que quería saber qué había pasado. De forma casi automática, Cate encendió la cafetera y empezó a servir café, pero Sheila se fijó en la tensa expresión de su hija y dijo:

– Siéntate. Se pueden servir solos.

Cate se sentó. Tucker y Tanner también estaban en el comedor; normalmente, Cate no los dejaba estar allí cuando había clientes, pero hoy era distinto. Hoy no eran clientes sino vecinos reunidos en un momento difícil. Miró la expresión de los niños para ver si realmente se daban cuenta de lo que estaba pasando. Cuando le preguntaron a Calvin por qué llevaba la pistola encima, él les dijo que había una serpiente en el desván y que había tenido que matarla. Obviamente, los niños se emocionaron tanto por la serpiente como por el arma y querían ver las dos cosas, por lo que se quedaron bastante decepcionados al oír que la serpiente ya no estaba. Ellos imaginaban que aquella reunión era por la serpiente… y Cate supuso que estaban en lo cierto. Lo que ellos no sabían era que la serpiente era humana. Ahora estaban en medio de todo aquello, mirando a todo el mundo mientras se discutía la situación.

– Deberías haberlos retenido hasta que hubiéramos venido los demás -le dijo Roy Edward Starkey a Cal. Tenía ochenta y siete años y sus opiniones a menudo reflejaban la visión de cuando a los intrusos que se atrevían a entrar en la casa de un vecino los colgaban del árbol más cercano.

– Parecía más lógico darles lo que habían venido a buscar y dejar que se fueran antes de que alguien resultara herido -respondió Cal, con mucha calma.

– Tenemos que llamar al sheriff -dijo Milly Earl.

– Sí, pero tengo todas las papeletas para que me arresten -dijo Cal-. Golpeé a uno de ellos en la cabeza.

– Yo estoy de acuerdo con Milly -intervino Neenah-. No estoy herida, pero me he llevado un susto de muerte.

– ¿Casi te pica la serpiente? -le preguntó Tucker mientras se le acercaba y se apoyaba en sus piernas. Tenía los ojos azules muy abiertos de la emoción.

– Casi -respondió ella, muy seria, acariciándole el pelo oscuro con la mano. Tanner también se le acercó, sin dejar de mirarla a la cara, y recibió su dulce caricia.

– Guau -dijo Tucker-. ¿Y el señor Hawwis te ha salvado?

– Sí.

– ¿Con la escopeta? -añadió Tanner, en voz baja, cuando vio que Neenah no continuaba.

– Sí, me ha salvado con la escopeta.

Roy Edward miró a los niños, asombrado por el parecido, y lanzó una pregunta a nadie en concreto:

– ¿Quién es quien?

– Es sencillo -respondió Walter Earl con una sonrisa-. El que tenga la boca abierta hablando es Tucker.

Todo el mundo se echó a reír y aquello rebajó un poco la tensión de la sala.

El corazón de Cate rebosaba amor y sintió nacer en su interior un feroz sentido de protección hacia sus hijos. Parecían tan pequeños, allí con la cabeza hacia arriba mientras intentaban entender algo en una habitación llena de adultos hablando. Sólo tenían cuatro años y el gran logro de su vida diaria en estos momentos era aprender a vestirse solos. Su seguridad y bienestar dependían completamente de ella. Se volvió hacia Sheila y dijo:

– Quiero que te marches mañana y te los lleves contigo. Quiero que te los quedes hasta que todo esto haya pasado.

Sheila le cogió la mano y se la apretó.

– ¿Crees que esos hombres volverán? -preguntó, con los ojos entrecerrados. Desde que había regresado del paseo con sus nietos y había descubierto que a su hija la habían estado apuntando con una pistola, no había dicho nada y entonces Cate se dio cuenta, algo tarde, de que su madre también tenía su propio sentido de protección hacia su hija.

– Estoy aterrada -admitió-. Pero, ¿por qué iban a volver? No tienen ningún motivo para hacerlo, porque ya les he dado la maleta, y sé que seguramente sólo será una respuesta al susto, pero me sentiré mejor si te llevas a los niños y están a salvo. Lo peor de todo ha sido pensar que podíais volver en cualquier momento -volvió a sentir el nudo en el estómago y la sensación de terror fue prácticamente idéntica a la que había experimentado hacía un rato-. No sé qué he hecho… -se le rompió la voz y tuvo que apretar las mandíbulas para contener las lágrimas que se le acumulaban en los ojos.

– Sabes lo mucho que quiero llevármelos a casa, pero primero duerme y descansa un poco y ya veremos si mañana piensas igual -Sheila hizo una pausa y luego añadió-. No sabes lo mucho que me fastidia jugar limpio.

El comentario era tan propio de Sheila que Cate dejó de llorar y miró a su madre con una mezcla de amor y cariño.