– Señora Nightingale -dijo Marbury-, mañana vendré a tomarle declaración al señor Harris. ¿Le va bien que vaya a tomarle declaración a usted también?
– Claro, aunque es mejor a partir de la diez -dijo ella.
– Perfecto. Estaré allí a las once.
Cate colgó y se quedó allí de pie y, aunque sabía que tenía que volver con los demás en el comedor, no podía mover los pies del suelo.
– ¿Cómo ha podido pasar esto? -preguntó, al final.
– Todo saldrá bien.
Cate se dio cuenta de que Calvin no había tartamudeado ni una sola vez durante aquellos terribles y tensos segundos en el desván, y tampoco se había sonrojado. Debía de ser una de esas personas que estaban a la altura de la situación cuando hacía falta y luego volvía a ser el mismo cuando había pasado lo peor. Nunca más volvería a verlo igual, pensó.
– Calvin yo… -se detuvo y, para su mayor desconcierto, se sonrojó-. No te he dicho lo agradecida que estoy…
Él pareció sorprendido y la miró como si tuviera dos cabezas.
– No tienes que decirlo. Ya lo sé.
«Por los niños», pensó ella. Calvin sabía lo petrificada que estaba ante la posibilidad de que Sheila y los niños volvieran mientras Mellor y Huxley estaban allí. Agradecida por no tener que dar explicaciones Cate se dio la vuelta y se marchó al comedor casi corriendo. Él la siguió, más despacio, y sufrió un ataque a la altura de los muslos por parte de los gemelos, que le preguntaron una vez más si la serpiente era muy grande y qué había hecho con ella.
Cate comentó con los vecinos del pueblo lo que el policía le había dicho y que vendría mañana a tomarles declaración. Para entonces Milly ya había preparado el té y obligó a Cate a sentarse y a tomarse una taza, igual que a Neenah. Sorprendentemente, la infusión le relajó los nervios e hizo desaparecer la sensación de que todo estaba fuera de su sitio. La gente no empezó a marcharse hasta que los tres escaladores que se alojaban en la pensión volvieron cansados, despeinados y felices.
Como en Trail Stop no había restaurantes y el más cercano estaba a más de treinta kilómetros, si los clientes querían, la pensión ofrecía una cena a base de bocadillos, patatas fritas y postre. Los escaladores se decidieron por aquella opción, así que enseguida se puso manos a la obra en la cocina. Su madre se encargó de entretener a los niños, a pesar de que no dejaban de pedirle si podían subir al desván a cazar serpientes, y de darles de comer mientras Cate se encargaba de servir a los escaladores. Cuando las dos pudieron sentarse, Cate estaba tan agotada que apenas podía comer. Sabía que era la reacción de su cuerpo a los acontecimientos vividos durante el día; parecía que hubiera escalado todo el día y después, encima, hubiera caminado diez kilómetros.
– Mamá, estoy agotada -dijo, mientras bostezaba y se tapaba la boca con la mano.
– ¿Por qué no subes y te acuestas temprano, por un día? -le sugirió su madre en un tono que parecía una orden-. Yo me encargaré de acostar a los niños.
Cate sorprendió a su madre, y quizá también a ella misma, al aceptar el ofrecimiento.
– Estoy muerta. Mientras los acuestas, ¿por qué no les comentas si les apetecería irse unos días contigo? Nunca han pasado una noche lejos de mí, así que quizá se muestren reticentes.
– Déjamelos a mí -respondió Sheila con aire de suficiencia-. Cuando acabe con ellos, creerán que la casa de Mimi es mejor que Disneyland.
– No han ido nunca a Disneyland, así que quizá no capten la comparación.
– Olvídate de los detalles. Por la mañana, te suplicarán que los dejes ir. Eso siempre que todavía quieras dejarlos venir. Sigo creyendo que deberías descansar y decidirlo mañana, para estar segura de que no lo dices por lo que ha pasado hoy.
– Claro que lo digo por lo que ha pasado hoy -dijo Cate-. Quiero que mis hijos estén a salvo y ahora no tengo la sensación de que lo estén. Quizá estoy exagerando, pero no me importa.
Sheila la abrazó.
– Tienes permiso para exagerar. Y, si por la mañana has cambiado de opinión, no me enfadaré… demasiado.
– Vaya, gracias. Eso me tranquiliza -respondió Cate, y se rió.
Abrazó a los niños, les dio las buenas noches y les explicó que mamá estaba muy cansada y que hoy se acostaría temprano pero que Mimi los acostaría, y parecieron contentos. Toda la emoción del día los había dejado agotados a ellos también; ya estaban bostezando y frotándose los ojos.
Cate se duchó y se lavó los dientes, y luego se dejó caer en la cama. Estaba tan cansada que notaba el cuerpo muy pesado, pero la cabeza le seguía funcionando a mil por hora, los pensamientos le saltaban de un sitio a otro y no se concentraba en nada. Seguía reviviendo imágenes del día: la cara pálida de Neenah, la mirada en los ojos pálidos de Calvin mientras tensaba el dedo en el gatillo… En aquel momento no se había fijado, pero ahora no dejaba de repasarlo una y otra vez: cómo había doblado ligeramente el dedo, con clara intención de disparar.
Seguro que Mellor también se había dado cuenta de ese detalle y había decidido hacer las cosas como Calvin quería. Se estremeció, sintió cómo la recorría un escalofrío y se acurrucó en la cama para calentarse con su propio cuerpo. A veces, por la noche tenía frío, y no era una reacción a las bajas temperaturas, sino a la soledad, que se hacía más acusada en la oscuridad. Esa noche, se acurrucó bajo la manta con el miedo como único compañero; miedo por sus hijos, miedo por la violencia que había invadido su casa hoy y la ausencia de compañía le hizo tener más frío.
El subconsciente revivió una vez más la mirada de Calvin. Lo conocía desde hacía tres años, pero tenía la sensación de haberlo visto por primera vez hoy. Ese día había descubierto muchas cosas sobre sus vecinos, y los apreciaba con fuerzas renovadas, pero aquello era distinto. Su percepción de Calvin no había cambiado un poco, había dado un giro de ciento ochenta grados.
Nunca más volvería a verlo como un tímido y amable manitas.
Y lo que era peor, temía que hubieran cambiado más cosas de las que ella veía, como si se hubiera producido un gran cambio en su vida, aunque todavía no sabía exactamente dónde o hasta qué profundidad llegaba. No sabía cómo reaccionar ni qué pensar porque no sabía si pisaba tierra firme o arenas movedizas.
El recuerdo de los pálidos ojos de Calvin y la expresión que vio reflejada en ellos se le clavaron en el interior y se durmió intentando averiguar si ahora estaba más segura o si corría más peligro.
Cal Harris hacía tiempo que había descubierto que desde la ventana de su habitación a oscuras se veía la ventana iluminada de la habitación de Cate Nightingale. Expresado en calles de ciudad, la pensión estaba a una calle y media de distancia, pero la calle se torcía y él podía ver las ventanas de las dos habitaciones de la parte delantera. Las de la derecha eran de la habitación de los niños y las otras, de la de Cate.
Calvin había estado en aquella habitación el día que había arreglado una avería en el baño contiguo. A Cate le gustaban las cosas bonitas, como los delicados cojines encima de la cama y las gruesas alfombras de algodón del baño que iban a juego con la cortina de la ducha y la tela con la que había recubierto la tapa del inodoro. La habitación olía muy bien, a un delicado perfume… y a mujer. Calvin había mirado la cama y la imaginación se le desbocó.
Frente a ella, reaccionaba tan fuerte que no podía controlarlo. Se sonrojaba y tartamudeaba como un adolescente de catorce años, para mayor diversión de sus vecinos. Llevaban tres años diciéndole que le pidiera una cita, pero él no lo había hecho. A juzgar por cómo le llamaba «señor Harris» y cómo lo miraba, como si fuera su abuelo, Calvin sabía que ni siquiera estaba abierta a la idea de tener una cita.