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Ya había pasado mucho tiempo desde la última vez que había apuntado a otra persona con un arma con la intención de apretar el gatillo, pero ese cabrón de Mellor había estado muy cerca de que Calvin le hiciera estallar la cabeza como una calabaza. Sólo lo había impedido el hecho de saber que Cate lo estaba mirando y que, si disparaba, quedaría todavía más traumatizada. No quería que lo mirara con el terror que le había visto en los ojos cuando miraba a Mellor.

Esa noche, su habitación estaba a oscuras. Vio que la luz de la habitación de los niños se encendía y, al cabo de un cuarto de hora, se apagaba, pero la de Cate no se encendió. Calvin supuso que estaba agotada y que ya estaría en la cama; su madre debía de haberse encargado de acostar a los gemelos.

Llevaba tres años esperando y ya hacía mucho tiempo que el sentido común le había dicho que se rindiera y siguiera adelante, pero no lo había hecho. Quizá lo retenía la testarudez, o quizá fueran los niños, que se aferraban a sus piernas y a su corazón, o quizá fuera la propia Cate, pero jamás había podido decir: «Está bien, se acabó».

El terror del día había derribado algunas barreras. Lo notaba, lo sabía. Hoy, por primera vez, lo había llamado «Calvin». Y quien se había sonrojado había sido ella.

Se acostó con la sensación de que el mundo había dado un vuelco y que mañana se levantaría en otro lugar.

Capítulo 11

Al día siguiente, Goss y Toxtel estaban sentados en la habitación de Toxtel del motel donde habían dormido, con un mapa desplegado en la mesita de mimbre. Bebían café malo de la diminuta cafetera de cuatro tazas del motel y comían unos bollos de miel que habían comprado en un supermercado. En la ciudad había un restaurante donde servían desayunos, pero no podían discutir sus asuntos en medio de un lugar de reunión de la gente de la ciudad.

Toxtel colocó un dibujo encima de la mesa.

– Mira, si no recuerdo mal, esta es la distribución del pueblo. Si tú recuerdas algo distinto, dilo. Esto tiene que ser lo más exacto posible.

Toxtel había hecho un austero plano de Trail Stop y de la carretera que llevaba hasta el pueblo, con cosas como el puente, el riachuelo a la derecha y las altas montañas a la izquierda.

– Me parece que en algún punto de eso que tú llamas carretera salía un camino de tierra -dijo Goss-. Ahora bien, no sé si era una pista o un camino de cazadores.

Toxtel lo anotó y miró el reloj. Había llamado a alguien que conocía a alguien y se suponía que un tipo de por allí, que se ve que era relativamente bueno solucionando problemas de determinada índole, tenía que reunirse con ellos allí en la habitación a las nueve. Goss era lo suficientemente inteligente como para saber que aquello los sobrepasaba y que, sin ayuda de un experto, no podrían evitar que aquellos pueblerinos salieran de Trail Stop. Necesitaban a alguien que se moviera como pez en el agua en plena naturaleza y que supiera manejar un rifle. Goss se defendía muy bien con una pistola, pero nunca había cogido un rifle. Toxtel sí, pero hacía muchos años.

Ese hombre con el que tenían que encontrarse se suponía que conocía a un par de tipos a los que podía llamar para que les ayudaran. Goss no era un experto, pero incluso él sabía que aquel pueblo tenían más salidas de las que tres personas podían cubrir; aparte de que esas tres personas necesitaban dormir de vez en cuando. Para que el plan de Toxtel saliera bien, tenían que conseguir al menos dos personas más, aunque tres sería mejor.

Goss estaba encantado de poner en práctica cualquier descabellado plan que Toxtel pudiera plantear; en realidad, cuanto más descabellado mejor, porque así aumentaban las posibilidades de que toda aquella situación le estallara en la cara y de que Salazar Bandini fuera el centro de una atención no deseada, como por ejemplo la de los federales, lo que haría que estuviera muy cabreado con Yuell Faulkner.

Había intentado hacer un plan, pero había demasiadas variables. Sólo podía esperar que las situaciones se fueran presentando y él, furtivamente, pudiera empeorarlas. Lo mejor sería que pudieran conseguir el lápiz de memoria de Bandini y que nadie resultara herido o muerto… lo mejor para Bandini, claro y, por extensión, lo mejor para Faulkner. Por lo tanto, Goss tenía que asegurarse de que la segunda premisa se cumpliera, pero no la primera. Aunque no le importaría demasiado que ese cabrón de lampista recibiera algún tiro.

El hecho de que Goss no hubiera muerto durante la noche significaba que no tenía daños cerebrales, pero todavía tenía un dolor de cabeza de mil demonios. Al despertarse, se había tomado cuatro pastillas de ibuprofeno, lo que le había permitido concentrarse, aunque esperaba que hoy sólo tuviera que estar sentado y hablar, nada más.

A las nueve en punto, oyeron un golpe en la puerta y Toxtel se levantó. Abrió la puerta y se apartó para que su invitado pasara.

– Nombre -dijo el hombre muy seco.

Hugh Toxtel no solía recibir órdenes de nadie, pero tampoco era tan orgulloso como para ofenderse por un mínimo detalle.

– Hugh Toxtel -dijo, como si nada, como si le hubieran pedido la hora-. Él es Kennon Goss. ¿Y usted es…?

– Teague.

– ¿Y de nombre?

– Llámeme Teague.

Parecía el tipo de los anuncios de Marlboro, pero con un toque de depósito de chatarra y un humor de perros. Tenía la cara tan castigada que era imposible adivinar cuántos años tenía, pero Goss calculó que estaría sobre los cincuenta. Tenía el pelo canoso con un corte a lo militar. A juzgar por los pómulos altos y los ojos negros y achinados, tenía sangre india, de varias generaciones atrás. Si se había relajado un poco, nadie se había dado cuenta.

Llevaba vaqueros, botas de montaña y una camisa de cuadros verdes y marrones metida por dentro de los pantalones. Llevaba un cuchillo de dimensiones considerables en una funda encima del riñón derecho, el tipo de cuchillo que se utilizaba para desollar animales. Seguro que no entraría en la categoría de navaja de bolsillo. También llevaba una vieja bolsa de tela negra. Desprendía un aire de «cabrón peligroso», pero no por nada que dijera o hiciera, sino por la confianza con que se movía y por aquella mirada que dejaba claro que podría destripar a alguien sin ningún tipo de remordimientos, como si se tratara de matar una mosca.

– He oído que necesitan a alguien que conozca las montañas -dijo.

– Necesitamos más que eso. Vamos de caza -dijo Toxtel en tono neutro mientras señalaba el mapa de la mesa.

– Un momento -dijo Teague al tiempo que sacaba un aparato electrónico alargado de la bolsa negra. Lo encendió y caminó por la habitación. Cuando hubo comprobado que no había micros, lo apagó y encendió la televisión. Entonces, se sentó.

– Me alegro de que sea tan precavido -dijo Toxtel-, pero si los federales lo siguen quiero que me lo diga. No necesitamos ese tipo de complicaciones.

– Que yo sepa, no -respondió Teague, inexpresivo-. Pero eso no significa que las cosas no puedan cambiar.

Toxtel lo miró sin decir nada. En definitiva, pensó Goss, todo era una cuestión de confianza: ¿Toxtel confiaba en su contacto? La confianza era un lujo poco habitual en su negocio porque entre ladrones, o asesinos por ejemplo, no existía el honor. La confianza que pudiera existir nacía de una relación mutuamente destructiva. Goss sabía suficiente de Toxtel como para acabar con él, y viceversa. Y se sentía más seguro con eso que con cualquier amistad.

Al final, Toxtel se encogió de hombros y dijo:

– Muy bien -se volvió hacia el mapa y le explicó a grandes trazos la situación, sin mencionar en ningún momento el nombre de Bandini, sólo dijo que se habían olvidado algo en la pensión y que la propietaria no estaba dispuesta a entregárselo. Luego, le expuso el plan.