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Ah, claro; ese era el motivo que se escondía detrás del interés de su madre por Calvin. Cate hizo una mueca. Sólo era una campaña más para que dejara Idaho.

Cate esperó a respirar hondo y calmarse y luego alargó el brazo y acarició la mano de su madre.

– Mamá, de todos los consejos que me has dado, ¿sabes cuál es el que más valoré?

Sheila retrocedió un poco y miró a su hija con recelo.

– No, ¿cuál?

– Cuando Derek murió, me dijiste que habría mucha gente que vendría a darme consejos sobre vivir, salir con alguien y esas cosas, y me dijiste que no los escuchara, ni siquiera a ti, porque el dolor necesita su tiempo y ese tiempo es distinto para todo el mundo.

Si había algo que Sheila odiaba era ver cómo sus propias palabras se volvían en su contra.

– ¡Pues qué bien! -exclamó en un tono de desprecio-. ¿No me digas que te tragaste todas esas paparruchas?

Cate se echó a reír y se dejó caer en la cama de Tanner, con los puños de la victoria alzados hacia el techo.

Sheila le lanzó un par de calcetines hechos una bola.

– Desagradecida -murmuró.

– Sí, ya lo sé: estuviste veinte días de parto…

– Veinte horas. Pero me parecieron días.

Los dos niños entraron corriendo en la habitación.

– Mamá, ¿qué hace tanta gracia? -le preguntó Tucker mientras saltaba a la cama con ella.

– ¿Qué hace tanta gracia? -repitió Tanner, que se subió al otro lado.

Cate los abrazó.

– Mimi. Me ha estado explicando unas historias muy divertidas.

– ¿Qué historias?

– De cuando era pequeña.

Los niños abrieron los ojos como platos. Que su madre hubiera sido pequeña era algo increíble para ellos.

– ¿Y Mimi te conocía? -preguntó Tucker.

– Mimi es la mamá de mamá -dijo Cate, feliz por no tener que repetir ese trabalenguas diez veces seguidas-. Igual que yo soy vuestra mamá.

Vio cómo Tanner movía los labios al tiempo que repetía «Mamá de mamá». Se metió el dedo en la boca mientras observaba a Mimi escrupulosamente.

– Me siento como un animal del zoológico -se quejó Sheila.

– ¿El zoológico? -repitió Tanner, olvidándose del trabalenguas.

– ¡El zoo! ¡Mimi va a llevarnos al zoo! -gritó muy emocionado Tucker.

– Atrapada -dijo Cate mientras le dedicaba una sonrisa a su madre.

– Ja, ja, ja. Pues me parece muy buena idea. Iremos al zoo -les prometió-. Siempre que os portéis bien y os vayáis a la cama a vuestra hora.

Cuando los niños vieron que metían sus cosas en las maletas, empezaron a gritar y saltar, como Cate se imaginaba. Estaban muy ilusionados. Empezaron a sacar de las cajas los juguetes que querían llevarse, algo que habría requerido fletar otro avión sólo para los juguetes. Cate dejó que Sheila se hiciera cargo de la situación, puesto que vivirían con ella las dos próximas semanas y tenían que acostumbrarse a escucharla y hacerle caso.

Al final, cerraron las maletas, con un máximo de dos juguetes cada uno. Para entonces, ya estaban muy cansados y Cate dejó en manos de su madre la tarea de bañarlos y ponerles el pijama mientras ella iba abajo y se encargaba de cambiar las sillitas de los niños de su Explorer al coche de alquiler de su madre. Después de pelearse con las cintas y los enganches bajo la escasa luz que llegaba de la casa, se dijo que tendría que haberlo hecho de día. Al final, las sillitas estaban en su sitio y volvió a entrar en casa para hacer unas etiquetas con los nombres y las direcciones, porque tendrían que facturarlas. Volvió a salir para engancharlas a las sillitas.

Era septiembre, la noche ya era fría y Cate se dijo que tendría que haberse puesto una chaqueta antes de salir. Se detuvo y miró el cielo lleno de estrellas. El ambiente era tan limpio que parecía que había miles de estrellas, muchas más de las que había visto desde cualquier otro lugar.

La noche la envolvía, pero no estaba en silencio. Siempre se oía el rugir del riachuelo, acompañado del crujir de las hojas agitadas constantemente por el viento. Las ramas de las copas ya habían empezado a cambiar el color; el otoño se acercaba muy deprisa y, cuando llegara el invierno, el negocio se frenaría de tal forma que habría semanas en que no tendría ni un solo huésped pernoctando en la pensión. Quizá debería plantearse preparar comidas durante la temporada baja. Cosas sencillas, como sopas, estofados o bocadillos; no eran platos complicados y seguiría ingresando algo de dinero. Cuando la nieve llegaba casi a las rodillas, la idea de un plato de sopa caliente, un estofado o una buena salsa picante atraería a los ciudadanos de Trail Stop. Qué demonios, quizá hasta sacara a Conrad y Gordon Moon de su rancho.

De repente, la pregunta de Sheila sobre Cal le vino a la cabeza. Jamás lo había relacionado con ningún sentimiento romántico, pero es que no había tenido esos pensamientos con nadie. Todavía no sabía adaptarse a ese concepto pero, cuando volvió a preguntarse por qué se mostraba tan reservado frente a ella, volvió a sentir la punzada de dolor en la boca del estomago. Si hablaba con los demás, ¿por qué no hablaba con ella? ¿Acaso le había hecho algo? ¿Acaso se mantenía alejado de ella porque no quería que pensara mal de él? La idea era casi de risa y, al mismo tiempo, no lo era. Cate tenía dos niños pequeños. Muchos hombres no querían salir con una mujer con hijos de un matrimonio anterior.

Pero, ¿qué hacía pensando en Cal de esa forma? No tenía ninguna base para suponer eso. Nunca había estado interesada en él y, si él estaba interesado en ella, era el mejor actor del mundo porque nunca había demostrado nada.

Se olvidó de ese asunto. Era una locura, y debía de estar loca por obsesionarse con eso. Debería estar haciendo planes para las próximas dos semanas.

Con los niños en Seattle, podría aprovechar para hacer algunas cosas, como limpiar el congelador y la despensa o marcar con piedras la zona de aparcamiento de la pensión, para que pareciera más oficial que la poca gravilla que había tirado hacía tiempo. Podría hacer limpieza de sus armarios y guardar lo que se les había quedado pequeño, o lo que estaba demasiado viejo en el desván. Sabía que debería dar la ropa a algún asilo, pero todavía no estaba preparada para separarse de sus cosas. Tenía guardada toda la ropa de cuando eran bebés: los diminutos pantalones, los baberos, los calcetines y esos preciosos patucos. Quizá lo superaría cuando se fueran a la universidad porque, si no, veía que la casa entera sería un almacén.

Sí, tenía muchas cosas que hacer mientras los niños estuvieran fuera. Quizá por la noche estaría tan cansada que no lloraría de lo mucho que los echaba de menos.

Eso le recordó que, si no entraba enseguida, cuando subiera a su habitación ya estarían dormidos. Durante las próximas dos semanas, no podría arroparlos ni leerles cuentos, así que no quería perdérselo esta noche.

Cuando entró en el baño lleno de vapor, Sheila estaba terminando de ponerles el pijama.

– Todo limpio -dijo Tucker, con una enorme sonrisa.

Cate se agachó para darle un beso en la cabeza, lo abrazó y se incorporó con el niño en los brazos. Él apoyó la cabeza en el hombro de su madre y a Cate se le encogió el corazón al pensar que esos días pasarían volando y que pronto serían demasiado grandes para cogerlos en brazos, y tampoco querrían que lo hiciera. Para entonces, seguramente tampoco querrían que los abrazase y los besase.

Cate cogió a Tanner, que le rodeó el cuello con un brazo y le dedicó una sonrisa encantadora. Ella se separó un poco y entrecerró los ojos, algo que habría sido mucho más eficaz si no le hubiera estado acariciando la espalda al mismo tiempo:

– Tú tramas algo -dijo, con suspicacia.

– No -le aseguró él, y bostezó.

Estaban cansados y listos para acostarse, pero también demasiado emocionados para caer rendidos. Primero, no acababan de decidir qué cuento querían escuchar; luego Tanner quería uno de sus dinosaurios, lo que significaba que Tucker también tenía que decidir qué muñeco quería. Al final, escogió a Batman y lo metió debajo de la colcha con él.