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– ¡Tucker! -horrorizada, Cate se quedó de una pieza y boquiabierta-. ¿Dónde has oído esa palabra? El niño la miró todavía más extrañado.

– La acabas de decir tú, mami. Has dicho: «Te saldrá el cabrón».

– ¡De tirón, no el cabrón!

– Ah -el niño frunció el ceño-. De tirón. ¿Y quién es el tirón?

– Da igual -quizá había sido una coincidencia; quizá el pequeño ni siquiera había oído la palabra «cabrón» en ningún sitio. Después de todo, el alfabeto sólo tenía veintiocho letras, por lo que no debía de extrañarle que confundiera unas con otras. Si ella no le hubiera dicho nada, quizá el crío lo habría olvidado al cabo de unos segundos. Sí, claro. Lo perfeccionaría en privado y lo soltaría en el peor momento, sólo para avergonzarla, seguramente delante de su madre.

– Siéntate y juega mientras Tanner está en la silla de castigo -le dijo, dándole una palmadita en el hombro-. Volveré dentro de diez minutos.

– Ocho -dijo Tanner, que revivió lo suficiente como para lanzarle una mirada de rabia.

Cate miró el reloj; tenía razón, le faltaban ocho minutos. Ya llevaba dos minutos en la silla de castigo.

Sí, a veces sus hijos le daban miedo. Podían contar hasta veinte, pero todavía no les había enseñado a restar; además, su concepto del tiempo se limitaba al «ahora mismo» y al «dentro de mucho, mucho tiempo». En algún momento, mientras escuchaba en lugar de hablar, Tanner había aprendido algunas operaciones matemáticas.

Divertida, pensó que quizá el próximo año su hijo podría hacerle la declaración de la renta.

Cuando se volvió, se fijó en el 3 que estaba colgado de la puerta que quedaba al otro lado del pasillo. ¡El señor Layton! Entre la avería y el castigo de los niños, se había olvidado de subirle una bandeja con el desayuno.

Se acercó a la puerta; estaba entreabierta, así que golpeó el marco.

– Señor Layton, soy Cate Nightingale. ¿Quiere que le suba el desayuno?

Esperó, pero no obtuvo respuesta. ¿Acaso había salido y bajado mientras ella estaba en el cuarto de los gemelos? La puerta chirriaba, así que si la hubiera abierto lo habría oído.

– ¿Señor Layton?

Nada. Con cuidado, empujó la puerta y esta chirrió.

Las sábanas y la colcha estaban arrugadas a un lado de la cama y la puerta del armario estaba abierta, con lo que Cate pudo ver varias piezas de ropa colgadas de la barra. Cada habitación tenía su propio baño y, en este caso, la puerta del baño también estaba abierta. En la banqueta, había una maleta de piel abierta, con la parte superior apoyada en la pared. Sin embargo, el señor Layton no estaba. Seguro que había bajado mientras ella estaba con los niños y no había oído el chirrido de la puerta.

Dio media vuelta para salir, porque no quería que el huésped regresara y pensara que estaba husmeando entre sus cosas, pero entonces vio que la ventana estaba abierta y la cortina ligeramente torcida. Extrañada, cruzó la habitación, colocó bien la cortina y la fijó. ¿Cómo demonios se había soltado? ¿Acaso los niños habían estado jugando allí dentro, intentando saltar por la ventana? La idea le congeló la sangre y se asomó para comprobar la distancia hasta el tejado del porche. Una caída así les rompería todos los huesos del cuerpo; seguramente los mataría.

Estaba tan horrorizada ante aquella posibilidad que tardó unos segundos en darse cuenta de que el aparcamiento estaba vacío. El coche de alquiler del señor Layton no estaba allí. O no había subido antes o bien… o bien había saltado por la ventana hasta el tejado del porche, se había deslizado hasta el suelo y se había marchado. La idea era ridícula, pero preferible a pensar que los gemelos habían intentado saltar por la ventana.

Salió de la habitación número 3 y volvió a la de los niños. Tanner seguía sentado en la silla de castigo y todavía parecía que esperaba su inminente final. Tucker estaba dibujando en la pizarra con una tiza de color.

– Niños, ¿alguno de vosotros ha abierto alguna ventana?

– No, mamá -dijo Tucker sin dejar de dibujar.

Tanner levantó la cabeza y la agitó con fuerza.

Decían la verdad. Cuando mentían, abrían mucho los ojos y la miraban como si fuera una cobra y los estuviera hipnotizando con el movimiento de su cabeza. Cate esperaba que siguieran haciéndolo cuando fueran adolescentes.

La única explicación para aquella ventana abierta era que, realmente, el señor Layton había saltado y se había marchado.

¿Por qué diantre haría una cosa así?

Además, si se hubiera hecho daño, ¿el seguro de la pensión lo cubriría?

Capítulo 2

Cate bajó corriendo las escaleras esperando que Sherry no hubiera tenido que hacer frente a una avalancha de clientes mientras ella estaba arriba con los gemelos. Cuando se acercó a la puerta de la cocina, oyó la voz de Sherry, muy divertida.

– Me preguntaba cuánto tiempo ibas a quedarte debajo del fregadero.

– Tenía miedo de que, si me movía, también me pegaría un cachete en el culo.

Cate se detuvo en seco y con los ojos abiertos como platos. ¿Lo había dicho el señor Harris? ¿El señor Harris? ¿Y a Sherry? Podía imaginárselo diciéndoselo a otro hombre, pero cuando hablaba con una mujer apenas podía decir dos palabras seguidas sin sonrojarse. Además, lo había dicho en un tono relajado que ella desconocía, un tono que le hacía dudar de si realmente lo había oído.

¿El señor Harris… y Sherry? ¿Acaso se había perdido algo? Era imposible; la idea de que esos dos fueran más que amigos era demasiado descabellada para ser real, era como… como Lisa Marie Presley y Michael Jackson juntos.

Aunque eso le enseñó que todo era posible.

Sherry era mayor que el señor Harris, tendría unos cincuenta y pico, aunque la edad no importaba. También era una mujer atractiva, robusta pero con curvas, pelirroja, cariñosa y amigable. El señor Harris tenía… bueno, Cate no tenía ni idea de cuántos años tenía. Supuso que debía estar entre los cuarenta y los cincuenta. Intentó imaginárselo en su cabeza: parecía mayor de lo que debía ser en realidad, y no es que estuviera arrugado ni nada de eso, sencillamente era una de esas personas que nacían mayores, que desprendían una actitud de haberlo visto todo. De hecho, ahora que se paraba a pensarlo, puede que ni siquiera tuviera cuarenta años. Siempre llevaba el anodino pelo, de un indefinido color entre el castaño y el rubio, despeinado y nunca lo había visto sin un par de pantalones manchados de grasa. Era tan desgarbado que las chaquetas le colgaban por todas partes, más ligeras que la moral de una prostituta.

Cate se avergonzó; era tan tímido que ella evitaba mirarlo o hablar con él, porque no quería ponerlo nervioso, y ahora se sentía culpable porque mostrarse tan poco comunicativa era más fácil que conocerlo y tranquilizarlo, como estaba claro que había hecho Sherry. Cate también debería haberse aplicado, debería haber hecho el esfuerzo de ser su amiga, igual que todos habían hecho con ella cuando llegó y se hizo cargo de la pensión. ¡Menuda vecina había sido!

Entró en la cocina y tuvo la sensación de adentrarse en la dimensión desconocida. El señor Harris dio un brinco, literalmente, en cuanto la vio, y se sonrojó, como si supiera que Cate lo había oído. Ésta centró sus pensamientos en los extraños actos del señor Layton, lejos de la posibilidad de que se estuviera fraguando un romance ante sus narices.

– El huésped de la tres ha saltado por la ventana y se ha ido -dijo, y encogió los hombros como queriendo decir: «No sé que diantre está pasando».

– ¿Por la ventana? -repitió Sherry, igual de extrañada-. ¿Por qué?

– No lo sé. Tengo su número de tarjeta de crédito, así es que no podrá evitar pagarme. Además, sus cosas todavía están arriba.

– Quizá solo quería saltar por la ventana, para ver si podía hacerlo.

– Quizá. O sencillamente está loco.