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A Cate no le iba el sexo en público, era algo impensable para ella, así que agradecía sobremanera la cautela de Cal. Quería sentirlo en su espalda, sentir sus brazos alrededor pero sabía que, si la abrazaba, las manos tardarían poco en aventurarse hacia el interior de los pantalones del pijama.

Aquella idea envió corrientes eléctricas a las terminaciones nerviosas de su cuerpo y se arrimó a Cal. Dios, quería que la tocara, quería notar cómo sus largos dedos se deslizaban en su interior, lo quería con tantas fuerzas que tuvo que reprimir un grito.

Él volvió a alargar la mano y le acarició el trasero, dándole unas palmaditas.

La agonía del deseo se convirtió, de forma inmediata, en una risa ahogada. Era imposible que Cal supiera lo que estaba pensando, lo que estaba sintiendo, pero esas palmaditas parecía que habían querido decir: «Tranquila. Ya lo haremos».

Entones recordó a aquel vidente idiota y se sonrojó. Quizá sí que lo sabía. Se produjo una explosión de satisfacción en su interior y, cuando volvió a dormirse, tenía una sonrisa en la cara.

Goss contempló cómo el cielo empezaba a clarear por el este. Estaba cansado, pero todavía no tenía sueño; suponía que ya le llegaría en algún momento.

Lo de anoche había sido muy impresionante, e intenso. Esos chicos eran letales. A ninguno le importaba lo más mínimo si alguien vivía o moría. Lo veía en sus ojos y reconocía la expresión porque era la misma que veía cada vez que se miraba al espejo.

Lo de Teague parecía muy serio, pero estaba en pie, o sea que igual el aspecto era mucho peor que la realidad. Lo que le interesaba a Goss era la escopeta; a Toxtel también le había llamado la atención. Teague estaba seguro de que le había disparado ese tal Creed, pero no lo había visto, lo que significaba que Teague estaba haciendo suposiciones… y a Goss había algo que le decía que aquellas suposiciones eran incorrectas.

Se suponía que ese Creed era muy bueno, pero estaba claro que Teague no sabía quién era ese tipo del pueblo ni lo bueno que podía ser. Goss y Toxtel, en cambio, sí que habían probado su medicina, y de primera mano. Goss era consciente de sus límites, sabía que no era un tipo de campo, pero era muy bueno en lo que hacía y tenía un oído excelente. Nadie, jamás, había conseguido sorprenderlo por detrás hasta ahora, y menos cuando estaba alerta y vigilante. Y ese cabrón lo había hecho. Goss no recordaba nada, ni siquiera el sonido más leve ni la más mínima advertencia, ni el aire moviéndose; era como si le hubiera atacado un fantasma.

Toxtel era tan experimentado como él. De acuerdo, estaba ocupado con las dos mujeres, pero sus instintos estaban tan desarrollados como los de Goss. No había oído al tipo ese subir por una vieja escalera de madera, sólo se había dado la vuelta y se había encontrado con el cañón de una escopeta delante. De forma muy poco propia de Toxtel, había reconocido: «Tú eres un cabrón de sangre fría, Goss, pero ese tipo… a su lado pareces un gatito».

Escopeta… El tirador donde no se suponía que tenía que estar… ¿Qué opciones había de que Creed y el manitas del pueblo tuvieran esas cosas en común? Ese tipo se había paseado por ahí esa noche, más cerca de lo que Goss quisiera. Lo quería cerca, porque le debía una paliza por el golpe en la cabeza, pero quería saber que estaba cerca. Pensar que estaba sentado por ahí, sin saber cómo invisible para los magníficos visores de Teague, lo ponía algo nervioso. Teague estaba obsesionado con Creed, como si ese hombre fuera el coco, pero el comodín de la baraja era el otro tipo, alguien con quien Teague no contaba.

Sin embargo, en resumen, Goss estaba contento con cómo había salido todo. Había varios muertos, los suficientes para crear alarma sobre el caso. Tarde o temprano, una o más personas de los ranchos de esa zona necesitarían algo de la ferretería y, aunque la señal de «Puente fuera de servicio» serviría durante unos días, al final le dirían algo a alguien, se correría la voz y, al final, acudiría el servicio de carreteras del estado. Y entonces, todo se iría a pique. La única forma de evitarlo era que la señora Nightingale se rindiera de inmediato y les entregara el lápiz de memoria.

Pasara lo que pasara, Yuell Faulkner iba a perder. Los asesinatos de la noche anterior habían firmado su sentencia de muerte. Al perder la perspectiva y dejar que las cosas se le escaparan de la mano, Toxtel había desencadenado una serie de acontecimientos que ya nadie podía detener o ignorar. Al seguirle el juego, a pesar de que el plan de Toxtel era una exageración, esperaba ganar y salir indemne de todo eso, puesto que habían dado nombres falsos y cuando los habitantes del pueblo pudieran llegar allí, ellos ya haría horas que se habrían marchado. La tarjeta de crédito que Faulkner había utilizado para la reserva en la pensión era un camino sin salida, Goss lo sabía. Pero también sabía que él era el motivo por el que todo aquello podría explotarle a Faulkner en la cara; una prueba crucial olvidada «accidentalmente» y una llamada anónima a las autoridades se encargarían de ello. No veía por qué Toxtel tendría que sobrevivir y, aunque no tenía nada en contra de Hugh, tampoco le tenía un cariño especial. Podía sacrificarlo. Y Kennon Goss desaparecería para siempre; ya era hora de adoptar otro nombre y otra identidad.

Lo primero que Cal hizo cuando se despertó fue ponerse las botas.

– Ya casi es de día -le dijo a Cate, que se incorporó en cuanto él abandonó la cama. Había varias personas que también empezaban a despertarse.

Maureen se levantó para encender la lámpara de aceite para que tuvieran más luz.

– Voy a echar un vistazo, a ver si encuentro a alguien más -dijo Cal.

Creed estaba despierto y con el cuerpo incorporado, apoyado en los codos. Tenía ojeras, pero los ojos estaban claros y limpios.

– He estado pensando -le dijo a Cal-. Discutiremos mi plan cuando vuelvas.

Cal asintió y salió por la puerta del sótano. Una vez fuera, saludó con la cabeza a Perry Richardson, que estaba sentado en una esquina de la casa con un rifle de caza entre los brazos.

– ¿Has visto algo? -le preguntó, aunque sabía perfectamente que no había habido ningún problema.

Perry meneó la cabeza.

– Esperaba que llegara alguien más, pero hasta ahora todo ha estado muy tranquilo -la expresión de preocupación de su cara decía que tenía miedo de que no hubiera aparecido nadie más porque el resto de habitantes del pueblo hubieran muerto.

– La situación es mala -dijo Cal, muy serio-, pero no tanto como parece. Lo más seguro es que hayan decidido ponerse a cubierto en lugar de arriesgarse a salir y que les dispararan -esta mañana, su trabajo era encontrarlos y traerlos aquí sanos y salvos.

– ¿Cuántos…? -Perry no pudo terminar la pregunta, pero Cal sabía qué quería decir.

– Anoche vi a cinco. Espero que eso sea todo -cinco amigos, tirados allí donde habían sido abatidos. Anoche no había podido ir a buscarlos, ni sabía quiénes eran pero, independientemente de sus identidades, habían sido sus amigos. Durante el día podría recoger más información, aunque seguramente no podría hacer nada por ellos hasta por la noche.

– Cinco -murmuró Perry, mientras meneaba la cabeza con el dolor reflejado en los ojos-. Por Dios, ¿qué está pasando?

– No lo sé, pero me temo que tiene que ver con aquellos dos tipos que atacaron a Cate y Neenah -si eran ellos, habían vuelto con ayuda. Cal había contado cuatro posiciones de disparo, incluyendo la que estaba junto a la casa de Neenah.

– Pero, ¿qué quieren?

Cal meneó la cabeza. Cate les había dado las cosas de Layton, de modo que lo único que podía moverlos a volver era la venganza que, en su opinión, era un motivo de lo más débil para atacar a una comunidad entera. Si querían demostrar que la tenían más grande que él, que hubieran venido directamente a por él, que era quien les había pegado una patada en el culo, y no esas pobres personas que estaba tiradas en el suelo. Todo aquello era tan descabellado que no tenía sentido.