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– No podemos quedarnos sentados esperando -dijo Creed-. No estamos preparados para un sitio, y es lo que tenemos delante…

Cate oyó su voz como si viniera de fuera:

– Hay otra forma -se oyó decir. Todos callaron y la miraron y ella se adelantó. En su interior, una alarmada vocecita le decía: «No, no, no» pero, no sabía por qué, no podía impedir que sus pies avanzaran y se abrieran paso entre el gentío hasta que señaló en el mapa las montañas que Cal había calificado sólo aptas para cabras de monte-. Yo puedo subir esas montañas. Las he subido. Soy escaladora, ya lo sabes, viste mi equipo. Cuando te atas es seguro -no era del todo verdad, pero era la versión que pensaba mantener-, y seguro que no esperan que intentemos huir por esa ruta, así que no la estarán vigilando. Nadie disparará ni estirará el cuello como un cordero sacrificado para asomarse.

– Cate -dijo Cal-. Tienes dos hijos.

– Lo sé -respondió ella, con los ojos vidriosos-. Ya lo sé -y quería verlos crecer. Quería cuidarlos y tener entre sus brazos a sus nietos y todas las cosas que quieren los padres. Sin embargo, estaba segura de que Cal no saldría con vida si llevaba a cabo su plan, con lo que todos serían más vulnerables. Todos los que estaban en el sótano podían acabar muertos, o sea que sus hijos igualmente perderían a su madre. Por muy peligroso que fuera, escalar la montaña no lo era tanto como lo que Cal estaba proponiendo.

– Tiene razón -intervino Roy Edward.

Todos se volvieron hacia el anciano. Estaba sentado en una de las sillas del comedor que habían bajado al sótano la noche anterior. Tenía el brazo izquierdo y la mitad izquierda de la cara morados a causa de una caída, pero estaba muy serio.

– Chico, lo que quieres hacer es muy peligroso y no sé por qué crees que todos íbamos a aceptar que te sacrificaras para salvarnos a nosotros.

Se produjo un murmullo de apoyo. Cate estaba tan agradecida con aquel malhumorado anciano que se habría lanzado a sus brazos.

– Pero tardaremos mucho en ir por las montañas en esa dirección -señaló Cal.

– Si siguieseis en aquella dirección, sí, pero estas montañas están llenas de minas abandonadas -Roy Edward se levantó y se acercó a ellos tambaleándose ligeramente-. Lo sé porque mi padre trabajó en varias de ellas y, de pequeño, yo solía jugar por allí dentro. Solía haber caminos desde las minas hasta la grieta, porque todas empezaban allí. Era lógico, para que no tuvieran que subir por el otro lado. Si no recuerdo mal, había una o dos minas que atravesaban la montaña. No sé en qué estado estarán después de tantos años pero, si pudieseis adentraros en una de esas, os ahorraríais mucho tiempo.

Con un dedo tembloroso, dibujó una línea desde las montañas hasta la grieta y miró a Cate:

– Aunque las minas estuvieran cerradas, que supongo que lo estarán, igualmente podríais llegar a la grieta. Saldríais muy por encima de la zona que esos cabrones estarán vigilando, y la vegetación allí es muy densa y os protegerá. Una vez lleguéis a la grieta, estaréis detrás de ellos.

Cate se secó las lágrimas de la cara y se volvió hacia Cal.

– Yo voy -dijo, temblando-. Hagas lo que hagas, yo voy.

Él se quedó en silencio un momento, observando su rostro con sus ojos pálidos y leyendo la desesperación de su expresión. Luego miró a Creed y Cate fue incapaz de leer el mensaje mudo que se transmitieron.

– De acuerdo -dijo, al final, con aquella calma que lo caracterizaba, como si ella hubiera propuesto ir al supermercado-. Pero voy contigo.

Capítulo 25

Cate se quedó de piedra. Uno no iba a escalar, así sin más; era una actividad que requería condiciones, preparación y experiencia, pero entonces recordó la conversación que mantuvieron el día que Cal consiguió abrir la cerradura del desván hacía unos días. Días, Dios mío, habían pasado tantas cosas que parecía que hacía semanas.

– Dijiste que habías hecho algo de montañismo -el montañismo era distinto a la escalada, pero parte del equipo era el mismo. Cate también supuso que los principios serían los mismos, aunque con distinta técnica.

– Básicamente montañismo -la corrigió él-. Y algo de escalada.

Creed giró la libreta de aquella forma tan decisiva que tenía él y cogió el bolígrafo.

– Muy bien, hagamos una lista de lo que vais a necesitar para que no os olvidéis nada. ¿Cuánto tiempo crees que tardaréis en atravesar la grieta y llegar hasta un teléfono? -se lo preguntó a Cate porque era quien había escalado esas montañas.

Ella sólo había hecho escaladas de un día, pero conocía el terreno. Las montañas se levantaban detrás de su casa y las veía cada día. Miraba las caras de algunas y pensaba: «Te he escalado». Sabía lo que se tardaba en llegar y cuánto en subir. Puede que, en algunos puntos, el ascenso fuera más fácil que la ruta que Derek y ella habían hecho, porque lo que ellos buscaban era un desafío. Los recuerdos empezaron a florecer y le vinieron a la mente imágenes muy claras de lo que estaba proponiéndoles, las escaladas y los caminos que tendrían que hacer.

Al final, dijo:

– Calculo que, para llegar a un punto desde donde podamos empezar a escalar, tardaremos un día y medio o dos. ¿Cuánta distancia hay hasta la grieta, Roy Edward?

El hombre resopló.

– En línea recta, quizá cinco kilómetros, pero es imposible ir en línea recta. Con todas las subidas y bajadas, creo que serían unos quince o veinte kilómetros.

– Sólo durante el día -dijo Cal-. No podremos utilizar linternas, así que… dos días de senderismo, y el terreno es difícil. En total, cuatro días hasta la grieta.

Cuatro días. A Cate se le encogió el estómago. Era mucho tiempo, demasiado. Podían pasar tantas cosas en cuatro días…

Neenah alargó el brazo y le acarició la mano.

– Estaremos bien -dijo, con firmeza-. Resistiremos, no importa lo que quieran o lo que hagan.

– Claro que sí -dijo Walter. Parecía cansado, como todos, pero tenía una inconfundible mirada de furia. Los habían atacado, habían matado a amigos y no parecía que tuvieran ninguna intención de levantar las manos y rendirse-. Casi todos tenemos rifle o escopeta; tenemos munición y, si necesitamos más, en el colmado hay más. Tenemos comida y agua. Si esos hijos de puta creían que seríamos un objetivo fácil, se equivocaban.

Se oyó un coro de «Sí», «Así se habla» y «Claro que sí» en el sótano y todas las cabezas empezaron a asentir.

Cal se frotó la mandíbula.

– Ya que hablamos de eso… Neenah, en la parte trasera del almacén hay una pila de sacos de veinte kilos de grano.

– Sí. He empezado a almacenarlos para el invierno. ¿Por qué?

– Un saco de arena es un escudo que no lo atravesaría ni una bala de tanque, y por eso los ejércitos los utilizan. No tenemos arena, pero tenemos los sacos de grano. No serán tan eficaces como la arena, porque hay más aire en el saco, pero si los ponéis de dos en dos, tendréis unas buenas barricadas -hizo una pausa-. Por cierto, he hecho un agujero en el techo de la tienda.

Ella parpadeó y luego sonrió.

– Claro. Me preguntaba cómo habrías subido a tu habitación -dijo, señalando la ropa limpia que llevaba. Si le molestó saber que tenía un agujero en el techo de la tienda, no lo demostró.

Cal miró a sus vecinos.

– No podéis quedaros todos aquí; hay demasiada gente y no hay necesidad de estar amontonados. Escogeremos las casas más seguras, las que estén menos expuestas a los tiros, y nos repartiremos. Podemos utilizar los sacos de grano para reforzar las paredes que estén expuestas a los tiros. Así, podréis moveros mejor y hacer las guardias más seguros. Tendréis que hacer unas cuantas trincheras, para poder moveros de un sitio a otro con seguridad. No tienen que ser demasiado profundas ni demasiado largas, lo suficiente para cruzar una zona abierta y que os cubran si vais arrastrándoos por el suelo.