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– También necesitamos comida, mantas y ropa. Algunas personas necesitan sus medicamentos -dijo Sherry-. Enséñanos a ir de un sitio a otro sin que nos revienten la cabeza para que así podamos ir a buscar nuestras cosas.

– Ya os lo traeré yo… -empezó a decir él, pero ella alzó la mano para interrumpirlo.

– No te he dicho que lo hagas, sino que nos enseñes a hacerlo. Si no, seremos bastante inútiles sin ti. Tenemos que poder defender el fuerte.

– Yo tengo muchas mantas y almohadas en casa -dijo Cate-. Y también comida. Y un montón de colchones que, si sirven, se podrían utilizar como protección. Si no, ponedlos en el suelo y os servirán de cama.

– Los colchones son una buena idea -dijo Cal-, pero para dormir. No durmáis en una cama. Bajad los colchones al suelo.

– ¿Qué más podemos utilizar para reforzar las paredes? -preguntó Milly.

– Cosas como cajas de revistas viejas, si tenéis. O libros, atados en forma de caja. Las almohadas no sirven, no son lo suficientemente densas. Y los muebles tampoco. Enrollad las alfombras, atadlas y colocadlas en forma de ángulo en la pared desprotegida.

– ¿Alguien tiene una mesa de billar con la base de pizarra? -preguntó Creed.

– Yo -respondió alguien, y Cate se volvió y vio que Roland Gettys había levantado la mano tímidamente. Era un hombre que no solía hablar mucho; normalmente se dedicaba a escuchar las conversaciones con una ligera sonrisa, a menos que alguien le hiciera una pregunta directa.

– Una mesa de billar de pizarra es una excelente protección, si consigues ponerla de lado.

– Pesa una tonelada -dijo Roland, mientras asentía.

Creed miró a Cal.

– Yo me encargo de organizar esto. Cate y tú id a buscar lo que necesitéis -miró la libreta-. No he escrito absolutamente nada. ¿Necesitáis una lista?

– No creo, al menos en lo que respecta al equipo de escalar -dijo Cate-. Sé de memoria lo que tengo que coger -también necesitaba algo de ropa, porque iba en pijama, pero no hacía falta escribirlo en una lista.

– Entonces, ya está -dijo Cal, mientras le ofrecía la mano-. Tú te encargas del equipo de escalar y yo, de todo lo demás. En marcha.

En cierto modo, volver a su casa le pareció más fácil que la primera noche, cuando había salido corriendo desesperada; al menos, ahora no tenía que correr. Las zapatillas de estar por casa no le protegían demasiado bien los pies, así que se alegraba mucho de ir con más cuidado mientras Cal y ella iban de un escondite a otro. Sin embargo, ir con más cuidado también implicaba ir más despacio y, cuanto más tiempo estaban allí fuera, más expuesta se sentía. La sensación de saber que, a poco más de medio kilómetro podía haber alguien sentado en una roca que la observara por una mirilla y controlara todos sus movimientos, con el dedo en el gatillo, era espeluznante.

En ese momento, se quedó inmóvil y temblando. Cal, que parecía ser consciente en todo momento de su más mínimo movimiento y su posición, se detuvo y la miró.

– ¿Qué pasa?

Cate miró a su alrededor. De momento, estaban totalmente protegidos. Cal se servía de cualquier cosa para esconderse, desde rocas, árboles y edificios hasta pequeños desniveles del suelo. Ahora estaba detrás de unas rocas de un metro. No era lo mismo que la noche anterior, cuando Maureen y ella estaban en el primer piso de casa de los Richardson, separadas de los tiradores por apenas unas cuantas paredes de madera.

– He tenido la sensación de que alguien nos estaba mirando, como si los tiradores pudieran vernos.

– No pueden. Ahora no.

– Lo sé, pero anoche, cuando Maureen y yo estábamos arriba, noté cómo venía la bala, me asusté y la empujé. Fue sobrecogedor. La noté, como si se me clavara algo entre los hombros. El cristal de la ventana se rompió y, después, oímos el disparo. Y acabo de tener la misma sensación, pero es imposible que una bala atraviese estas rocas, ¿verdad?

– Sí, aquí estamos a salvo -Cal regresó a su lado y se sentó de cuclillas, mirando a su alrededor con una intensa expresión en sus ojos-. Pero no olvides esa sensación, sobre todo en una situación de combate. Yo lo noto en la nuca. Siempre estoy alerta. Vamos a cambiar un poco el recorrido. Será un poco más largo pero, si estás nerviosa, no quiero arriesgarme.

Ella asintió, con la absurda satisfacción de que Cal sabía de qué estaba hablando. Él estudió el terreno un momento, luego se estiró en el suelo y empezó a alejarse de las rocas arrastrándose y siguiendo una hondonada que ella no había visto. Cate se dijo que, después de aquello, el pijama iría a la basura, pero se estiró y se arrastró detrás de él.

Billy Copeland estaba vigilando toda la zona con su visor, de un lado a otro. Le pareció ver un trozo de tela por una zona entre las rocas. La distancia estaba al límite del alcance del rifle, pero un tiro fortuito podía ser tan efectivo como un bueno y, en cualquier caso, como Teague les había dicho, ahora estaban en la fase psicológica de la operación: tenían que poner nerviosos a los rehenes, agotarlos. En realidad, no tenía que acertar en el objetivo para recordarles que podían darles desde una distancia sorprendentemente grande.

Ahora tenía que decidir si disparar o no sin un objetivo claro. Por un lado, anoche habían disparado muchas ráfagas de balas y el instinto le decía que ahora tenía que disparar únicamente cuando fuera necesario. Pero, por otro lado, sería divertido darle un susto de muerte a alguien que creía que estaba muy bien escondido.

Colocó el dedo en el gatillo, lo tensó, pero luego lo soltó. Todavía no, no a menos que estuviera seguro de que había visto algo. No tenía sentido malgastar munición.

La casa de Cate estaba totalmente en silencio. Incluso por la noche, cuando los niños dormían, Cate oía el leve rugido de los electrodomésticos y tenía la sensación de que la casa estaba viva. Ahora no. Estaba vacía y extrañamente oscura y fría, a pesar de la luz del sol, porque la última noche que había estado aquí había cerrado todas las cortinas. Y así no sólo había evitado que entrara la luz, sino también que la casa se calentara.

– Dame la llave del desván -dijo Cal-. Bajaré todo el equipo de escalada mientras tú te cambias.

– Creía que del equipo me encargaba yo.

– Estás muy nerviosa. Quédate aquí abajo, que es más seguro. En el desván no hay ningún tipo de protección.

Ella arqueó las cejas.

– Y eso me tranquiliza mucho, ¿verdad? Subirás tú.

– Exacto. Y tú estarás en tu habitación. Hace nada, parecías dispuesta a enfrentarte a medio estado para evitar que me marchara solo esta noche, y te hecho caso. Y ahora quien se siente así soy yo, y vas a hacerme caso -habló con la voz firme y la expresión de los ojos fría y directa.

Puesto así, ella no tenía respuesta posible. Le hizo una mueca y se acercó a la mesa para coger la llave.

– ¿Alguien te ha ganado alguna vez en una discusión?

– Yo no discuto. Es una pérdida de tiempo y esfuerzo. Aunque siempre escucho todas las opiniones -estaba detrás de ella y alargó la mano para coger la llave.

Ella se la entregó sin resistencia pero, cuando Cal empezó a subir las escaleras, le preguntó:

– ¿Te enfadas alguna vez?

Él se detuvo y la miró. En la oscuridad, sus pálidos ojos parecían de cristal, sin rastro de azul.

– Sí, me enfado. Cuando descubrí a ese cabrón de Mellor apuntándote con una pistola, habría podido partirle el cuello con mis propias manos.

A Cate se le encogió el estómago, porque sabía que era verdad. Dio un paso adelante y se agarró al poste de la barandilla, apretando los dedos con fuerza contra la madera. Recordó la mirada de Cal, cómo su dedo había empezado a apretar el gatillo.