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– Ibas a dispararle, ¿verdad?

– No tiene sentido apuntar a alguien si no estás dispuesto a apretar el gatillo -dijo, y siguió subiendo las escaleras-. No te pongas de pie mientras te vistes -dijo.

Al cabo de unos segundos, Cate lo siguió y luego giró a la derecha para ir a su habitación. Le hizo caso y se agachó todo lo que pudo sin dejar de caminar. Ya no estaba tan nerviosa, pero eso no significaba nada. En las rocas no había pasado nada; y lo de la noche anterior había sido una desafortunada coincidencia, nada más.

Si seguía convenciéndose de eso, puede que algún día se lo creyera. La sensación de miedo había sido demasiado fuerte y demasiado inmediata.

Intentó apartar de su mente cualquier pensamiento que no fuera prepararse para el gran reto que la esperaba. Una escalada por placer era muy dura, pero divertida y, además, siempre había sabido que al final del día la esperaba una ducha caliente, un plato a la mesa y una deliciosa cama. Había ido de camping una vez y no le había gustado demasiado.

Cuando escalaba, solía llevar unos pantalones elásticos, una camiseta ajustada y unos sujetadores de deporte, aparte de los pies de gato. El primer problema eran los zapatos, porque los de escalar no servían para caminar y, de igual forma, los de caminar no servían para escalar. Ella siempre había llevado zapatillas deportivas hasta el punto donde empezaba la escalada y allí se cambiaba, pero en esta ocasión no podría hacerlo, porque no iban a bajar el mismo día. Tenían que llevar encima el agua, la comida y las mantas, así como el equipo de escalar y las armas que Cal creyera que necesitaría.

Respiró hondo y no quiso pensar en lo imposible que era todo aquello. No atacarían las paredes verticales; buscarían el camino más fácil, que no sería fácil en absoluto, pero no sería tan complicado.

Cate no tenía botas de montaña, así que la única opción eran las zapatillas deportivas. En lugar de escoger unas mallas elásticas, se preparó para pasar, seguramente, tres o cuatro noches en las montañas a unas alturas donde las temperaturas nocturnas caían en picado; eso significaba que tenía que ponerse el chándal. Tenía unos pantalones con bolsillos con cremalleras, así que cogió esos y los dejó en la cama. Añadió varios calcetines y una muda de ropa interior limpia. Quizá era una tontería, pero no podía soportar llevar la misma ropa interior durante cuatro días. Se puso las dos mudas. Y luego una camiseta de seda por dentro. Una sudadera con capucha, que podría atarse a la cintura. Se metió el bálsamo de labios en uno de los bolsillos del pantalón y luego empezó a rebuscar en el cajón de la ropa interior hasta que encontró su vieja navaja suiza; se la metió en el otro bolsillo.

Después, se cepilló el pelo y se lo recogió en una cola para mantenerlo seguro; atraparte el pelo en las cuerdas era muy doloroso. Se quedó inmóvil durante un minuto, intentando pensar si se le olvidaba algo. ¿Los pantalones del pijama de seda, por si hacía mucho frío por las noches? Durante el día, haría demasiado calor para llevarlos, pero no pesaban nada y casi no ocupaban espacio. De hecho, cabían en uno de los bolsillos de la sudadera.

Cuando le pareció que lo tenía todo, se vistió. Dos pares de calcetines, uno grueso y el otro fino. Dos pares adicionales fueron a parar a los bolsillos de los pantalones. Luego los pantalones, las zapatillas deportivas y, al final, se ató la sudadera a la cintura. De manera experimental, se estiró y retorció, para ver si la ropa le impedía moverse. Todo perfecto, así que estaba lista para marcharse.

Siguiente parada: la cocina.

Cal entró en la cocina mientras ella ponía cereales en bolsas de plástico con autocierre. Iba cargado de cosas: arneses, poleas, anclajes, bolsas de tiza y metros y metros de cuerda.

– ¿Cuántos años tienen estas cuerdas? -preguntó.

En ese mismo instante, a Cate le dio un vuelco el corazón.

– Oh, no -dijo, en voz baja-. Tienen más de cinco años.

La cuerda sintética se deterioraba con el tiempo, aunque nunca se hubiera usado, y esas sí que se habían usado. Derek y ella cuidaban mucho las cuerdas, las lavaban a mano en la bañera, las secaban lejos de la luz del sol, pero Cate no podía impedir el paso del tiempo. No podían escalar con esas cuerdas; tan sencillo como eso. Unas cuerdas tan viejas podían utilizarse para seguir, pero no para abrir vías pero, a pesar de eso, Cate no quería usarlas, y punto.

– Walter tiene cuerda sintética en la tienda -dijo Cal-. Quizá no sea exactamente lo que queremos, pero es más nueva que esta. Iré a buscarla. ¿Cuánta necesitamos?

– Setenta metros.

Cal asintió. No preguntó de qué grosor, de modo que Cate supuso que Walter sólo tenía de un tipo. Utilizarían lo que tuvieran.

Salió por la parte de delante y ella dejó la comida para inspeccionar el equipo. No lo había tocado desde que, hacía tres años, cuando se había instalado aquí, lo había guardado en el desván. Cal no había bajado los cascos, pero Cate sabía por qué: eran de colores chillones, muy fáciles de localizar. Muchos escaladores no llevaban, pero Derek y ella siempre.

Recuperó la vieja ilusión mientras miraba el equipo y, por un minuto, sintió la emoción, las ganas de sol y altura, su habilidad y fuerza contra la roca. Había caído, claro, igual que Derek. E igual que todos los escaladores que conocía. Por eso no quería subir con esas cuerdas.

Se obligó a dejar el equipo y volver a la cocina. El agua sería un gran problema, porque pesaba mucho. Una garrafa de cinco litros pesaba casi cuatro kilos, sin contar con el peso del contenedor. Tenía agua embotellada, pero no era cómoda de llevar. Necesitaban una especie de bota que pudieran colgarse a la espalda, pero no se le ocurría nada para improvisar una.

Quizá Roy Edward sabría si había algún riachuelo en las montañas. Seguro que había alguno, aparte del que pasaba junto al pueblo antes de unirse al río principal.

Cal regresó con metros y metros de cuerda colgados en el hombro. Miró lo que ella había preparado y asintió.

– He cogido algunas cosas más, de paso. Cerillas en una caja impermeable y cosas así. ¿Y las mantas?

– Las que yo tengo son muy gruesas -respondió ella-. Iba a llevarlas a los demás, porque son demasiado pesadas para cargarlas mientras escalamos.

Él asintió.

– Yo tengo un par de mantas finas en mi casa y una colchoneta que se enrolla. Muy bien, pues ya está. Podríamos coger más cosas, pero no podemos llevarlas encima. Vámonos. Para cuando estemos listos, casi no tendremos luz de día.

– ¿Y qué vamos a hacer? No podemos escalar de noche.

– Nos pondremos en posición, que quizá nos lleve un par horas. Lo que podamos hacer hoy es tiempo que nos ahorramos mañana.

Tenía razón, y la estricta disciplina que aplicaba a cada movimiento, incluso el tono de voz, delataba que sabía lo que estaba haciendo. Ya lo había hecho antes, seguramente en circunstancias igual de complicadas.

Cuando entraron en el sótano de los Richardson, vieron que Creed había organizado a los demás con la misma disciplina que Cal. Mientras éste enseñaba a unos cuantos la forma más segura de desplazarse por el pueblo, los atajos y dónde tenían que ir con cuidado, Creed se encargó del problema del agua.

Según Roy Edward, había varios riachuelos en las montañas, pero todavía tenían que solucionar el tema de las botellas. Creed se quedó pensativo. Sin darse ni cuenta, Cate vio que Maureen cortaba las perneras de un par de calzoncillos largos térmicos de Perry. Hizo un nudo en un extremo y llenó la pernera de botellas, como si cargara torpedos en una lanzadera. Cuando tuvo las dos perneras llenas, ató los otros extremos y luego colocó una especie de cintas para colgárselas a la espalda. Cate probó el invento. Pesaban más de lo que quisiera, pero el peso iría disminuyendo a medida que fueran bebiendo.

Cal regresó con dos mantas y lo que Cate supuso que sería una colchoneta para dormir, pero que se parecía mucho a las que se usan en clase de yoga. Cal enrolló una manta y la colgó a la espalda de Cate y él se colgó la otra manta y la colchoneta. Se colgó el agua, con una sonrisa ante la ingeniosa solución, y miró a Creed.