Выбрать главу

El cómo y el por qué importaban, sí, a un nivel intelectual sí pero, a nivel emocional, ella sólo sabía que se había quedado viuda con veintinueve años y dos bebés de nueve meses. A partir de ese momento, tenía que tomar todas las decisiones pensando en ellos.

Con los ahorros y el dinero del seguro, y con un control estricto del presupuesto de casa, podría haberse quedado en Seattle, cerca de sus padres y sus suegros. Sin embargo, no le habría quedado nada para la universidad de los niños y, además, habría tenido que trabajar tantas horas que apenas habría tenido tiempo para verlos. Había repasado sus opciones una y otra vez con su contable y lo que él le aconsejó fue irse a vivir a una zona donde el costo de la vida fuera menos elevado.

Ya conocía esta zona de Idaho, en las Bitterroots. Uno de los amigos de la universidad de Derek creció aquí y siempre le decía que era una zona estupenda para escalar. Derek y él se pasaron muchos fines de semana escalando. Más adelante, cuando Derek y ella se conocieron en un club de escalada y empezaron a salir, ella se unió a las salidas de fin de semana de forma natural. Aquella zona le gustaba mucho, las rocas escarpadas, el paisaje sorprendentemente bonito, la paz que allí se respiraba. Derek y ella se habían alojado en la pensión que ahora regentaba, así que incluso conocía la casa. La antigua propietaria, la vieja señora Weiskopf, pasaba grandes apuros para mantenerla, así que cuando Cate decidió meterse en el negocio de la hostelería y le hizo una oferta, la señora no se lo pensó dos veces y ahora vivía en Pocatello con su hijo y su nuera.

El costo de la vida en Trail Stop era más bajo y, al vender el piso de Seattle, Cate ganó algo de dinero que ingresó en la cuenta de la universidad de los niños. Estaba decidida a no tocar ese dinero a menos que fuera un asunto de vida o muerte… de los niños. Ella vivía de las ganancias de la pensión, que no le dejaba dinero para muchos caprichos. Sin embargo, el negocio de los desayunos le daba un poco más de margen, siempre que nada saliera mal ni se presentaran gastos imprevistos, como la emergencia de aquella mañana. Gracias a Dios no había sido nada, y gracias a Dios el señor Harris no había querido cobrarle.

Obviamente, la vida que había elegido para ella y para los niños tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Una de las ventajas, quizá la más importante, era que los niños estaban con ella toda la jornada, cada día. Tenían toda la estabilidad que ella podía ofrecerles y, en consecuencia, eran unos niños sanos y felices, y aquello bastaba para que decidiera quedarse. Otra ventaja era que le gustaba trabajar para sí misma. Le gustaba lo que hacía, le gustaba cocinar y le gustaba la gente de la comunidad. Sólo eran personas, quizá de mente más independiente que sus amigos metropolitanos, pero con defectos, virtudes y debilidades como todo el mundo. El aire allí era limpio y fresco y los niños no corrían ningún peligro jugando en la calle.

Uno de los inconvenientes de la lista era lo remoto del pueblo. No había cobertura para móviles, ni ADSL. La televisión funcionaba vía satélite, lo que se traducía en una imagen algo borrosa. Aquí uno no podía ir al supermercado en un momento porque se había dejado algo, porque el establecimiento más cercano estaba a una hora de camino, con lo que Cate hacía el viaje cada quince días y cargaba toneladas de comida. El médico de los niños también estaba a una hora de camino. Cuando empezaran a ir a la escuela, tendría que hacer ese trayecto dos veces al día, cinco días a la semana, lo que significaba que tendría que contratar ayuda para la pensión. Incluso recoger el correo implicaba un esfuerzo. En la carretera principal, a más de diez kilómetros de distancia, había una larga hilera de buzones rurales. Cualquier persona que supiera que iba a pasar por allí tenía la obligación de coger el correo que toda la comunidad quisiera enviar y recoger lo que hubiera en los buzones, lo que significaba tener que llevar siempre encima una buena cantidad de gomas para separar el correo de cada vecino, y luego entregarlo a sus destinatarios.

Los niños tampoco tenían demasiados compañeros de juego. Sólo había una niña que tenía aproximadamente su edad: Angelina Contreras, que tenía seis años e iba a primero, es decir, que durante el día estaba en el colegio. Durante el curso escolar, los pocos adolescentes del pueblo se quedaban a dormir en casa de amigos o familiares en la ciudad y sólo venían los fines de semana, porque la distancia era considerable.

Cate no ignoraba los problemas que acarreaba su opción de vida pero, por encima de todo, creía que había tomado la mejor decisión para los niños. Eran su principal preocupación, el motivo que se escondía detrás de cada una de sus acciones. Toda la responsabilidad de criarlos y cuidarlos era suya y estaba decidida a que no sufrieran.

A veces, se sentía tan sola que pensaba que el estrés iba a poder con ella. Por fuera, todo parecía totalmente normal, incluso rutinario. Vivía en aquella pequeña comunidad donde todos se conocían, criaba a sus hijos, hacía la compra, cocinaba y pagaba las facturas; es decir, se enfrentaba a las mismas preocupaciones que cualquier otra persona. Cada día era prácticamente igual al anterior.

Sin embargo, desde la muerte de Derek, siempre tenía la sensación de estar caminando al borde del precipicio y que un paso en falso la lanzaría al vacío. El peso de la responsabilidad de cuidar a los niños y darles todo lo que necesitaran recaía sobre sus hombros, y no sólo ahora, sino para siempre. ¿Y si el dinero que había ahorrado para la universidad no era suficiente? ¿Y si la bolsa se desplomaba cuando cumplieran los dieciocho y los tipos de interés caían al mínimo? El éxito o el fracaso de la pensión también era responsabilidad suya; todo era responsabilidad suya, cada decisión, cada plan, cada momento. Si sólo tuviera que preocuparse por ella, no estaría aterrorizada, pero tenía a los niños y por ellos siempre vivía al borde de un ataque de nervios.

Apenas tenían cuatro años, eran poco más que bebés y dependían totalmente de ella. Ya habían perdido a su padre y, a pesar de que no se acordaban de él, seguro que ya notaban su ausencia en sus vidas y, a medida que fueran creciendo, la notarían cada vez más. ¿Cómo podía compensarles por aquella pérdida? ¿Era lo suficientemente fuerte como para guiarlos con seguridad a través de los tercos y hormonales años de la adolescencia? Los quería tanto que no podría soportar que les pasara algo pero, ¿y si las decisiones que había tomado eran todas incorrectas?

No tenía ninguna garantía. Sabía que, aunque Derek estuviera vivo, habría problemas; pero la diferencia es que no estaría sola para afrontarlos.

Cuando su marido murió, Cate se obligó a seguir adelante por los niños y encerró el dolor en una cárcel de su interior donde podía tenerlo controlado hasta que se quedaba sola por las noches. Durante semanas y meses se pasó las noches llorando. Sin embargo, durante los días se centraba en sus hijos, en sus necesidades y, tres años después, todavía seguía funcionando igual. El tiempo había moldeado el afilado cuchillo del dolor, pero no lo había hecho desaparecer. Pensaba en Derek casi cada día, cuando veía sus expresiones reflejadas en las alegres caras de sus hijos. Encima de la cómoda de su habitación tenía una foto de los tres. De mayores, los chicos la mirarían y sabrían que era su padre.

Cate había pasado siete años maravillosos a su lado y su ausencia le había dejado un vacío enorme en su vida y en su corazón. Los chicos jamás lo conocerían y eso era algo que ella no podía devolverles.